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La guerra de los Belenes: una ofensiva contra nuestra identidad

Es la guerra de moda en España. Como en una nueva rebelión de los iconoclastas, la izquierda quiere desterrar el Belén. No son sólo tres colegios: la ofensiva es general. Van a por nosotros.

Un colegio de Zaragoza prohibió celebrar la Navidad para no molestar a la minoría de alumnos de otras confesiones. En Mijas, Málaga, la directora de un instituto ha arrojado a la basura el Belén elaborado por los alumnos de Religión porque, según la doña, «en la escuela pública de un país laico no están permitidos los símbolos religiosos». El director de otro instituto, éste en Cartagena, ha vetado el Belén navideño y ha retirado todos los símbolos religiosos «porque España es un país aconfesional». Hay muchos más casos: lo cuentan los lectores. Tampoco falta, por supuesto, quien juzga tales ataques como gestos de «espíritu democrático».

No cabe duda de que nos hallamos ante una ofensiva. No propiamente una ofensiva antirreligiosa, como se dice por ahí —a los musulmanes les dejan construir mezquitas en todas partes, y con respaldo oficial—, sino una ofensiva expresamente anticatólica, dirigida de forma deliberada contra la confesión ampliamente mayoritaria de los españoles. ¿Y por qué sacuden sólo a la Iglesia católica, y no a los judíos, a los musulmanes o a los protestantes? Porque el fondo de esta ofensiva no es el ataque a la religión, sino muy concretamente el ataque a la identidad tradicional de los españoles. Y del mismo modo que inventan naciones por todas partes para deshacer la identidad nacional española, así también aspiran a destruir una identidad religiosa que es, además, identidad cultural e histórica. Lo que la izquierda ha emprendido es una ofensiva anti-identitaria.

Aunque ellos ya lo saben, recordemos lo esencial. España es un país aconfesional, es decir, donde caben todas las confesiones, porque el Estado no se somete a ninguna. España no es un país laico, es decir, un país que no reconociera a ninguna confesión cualidad de agente en la vida pública. Incluso aunque fuera un país laico, es dudoso que los símbolos religiosos debieran ser perseguidos. De cualquier manera, no es el caso: nuestro sistema es aconfesional, y ello significa que el Estado tiene que respetar las creencias de las personas. Si rompe esa «neutralidad ética», como la llama Habermas —véase nuestro artículo de hace un par de semanas—, entonces limita la libertad de la gente. Es así de simple.

Resulta descorazonador que la izquierda española no lo entienda. Vacía de ideas pero borracha de resentimiento, parece decidida a aprovechar el adormecimiento generalizado de la sociedad de consumo, esta narcosis idiota de hipoteca-vacaciones-y-paz, este nihilismo blando de la indiferencia globalizada, para ahogar todo lo que en su día no pudo romper. La izquierda española tiene una acusada tendencia a considerar que la democracia es cosa suya y que todos los demás, aunque sean —o seamos— más que ellos, no ponemos manchar tan sublime palabra poniéndola en nuestra sucia boca. Esa superstición mesiánica, ese fetichismo sectario, ya nos llevó una vez a una brutal catástrofe para toda España y muy especialmente para la propia izquierda. Todos deseábamos creer que era cosa del pasado. Pero ahora tenemos aquí a una nueva generación que sólo mira a sus abuelos para reivindicar sus errores.

Y bien: si estos son los términos del combate, la verdad es que no nos quedan muchas otras opciones sino resistir. El célebre adagio schmittiano de que lo esencial de la política es «designar al enemigo» merece un matiz: con frecuencia, es el enemigo quien nos designa. Esta gente nos ha designado a nosotros, derecha genérica —identitaria, nacional, católica, lo que sea— como enemigos de su concepto excluyente de la democracia, y ya se va viendo que de nada sirven los llamamientos a la concordia y a la convivencia. Una buena porción de la izquierda vigente considera que tiene derecho a atacar. En esas condiciones, la única opción razonable es dar un paso al frente.

Cristina López Schlichting me decía hace poco que «poner un Belén va a acabar convirtiéndose en un acto revolucionario». Suena cómico, pero quizás ahí esté precisamente la clave de la cuestión. Durante generaciones hemos hecho estas cosas —celebrar la Navidad, respetar a la Cruz, honrar a la bandera, admirar nuestra historia, todo eso— mecánicamente, también de forma inconsciente, con la ritualidad fría que se dispensa a un orden instalado en lo cotidiano. Sencillamente, el mundo era así. Pero hay que «cambiar el chip», como dice el castizo cibernético. El mundo ha dejado de ser lo que era y nunca volverá a ser lo que fue. Ahora, en efecto, poner un Belén es un acto revolucionario. Y todas aquellas cosas que antes hacíamos de manera mecánica, apagada, ritual inconsciente, hay que empezar a hacerlas de manera eléctrica, destello de energía, liturgia consciente de unos emboscados que ya no piden ni reclaman, sino que conquistan su libertad. Poner un Belén, sí, va siendo un acto revolucionario. Por eso, además, hay que hacerlo.

Y al bueno de San José quizás haya que añadirle, junto a la tradicional vara, un hacha. Para que se defienda cuando vengan los nihilistas a «okupar» el pesebre.

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