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Contra los contra la Navidad
El mundo está lleno de amargados de la vida, aguafiestas sin remedio, bobalicones sin rubor, lenguaraces a la deriva, mustios sin fronteras que a poco que avistan en el horizonte una minúscula señal de Navidad, se lanzan, pesarosos, al discurso del miedo, a la homilía del consumismo, al sermón de la advertencia, a la admonición luctuosa sobre celebraciones arcaicas que nos abandonan a la melancolía y la hipocresía. En otras palabras: pretenden administrar, juzgar y controlar nuestros deseos y nuestra capacidad para divertirnos y ser felices. Es un extraño rito ancestral al que se acogen estos heraldos de la ñoñez, empeñados en que celebremos la fiesta como ellos creen que debe celebrarse y, entonces, se embarcan en una cruzada donde su objetivo es que gastemos poco, sonriamos lo menos posible, pongamos cara de castaña, encerremos nuestra dieta en un monasterio y nos sintamos culpables de cuanto malo sucede en el mundo. Vienen estos mensajeros de la cutrez enarbolando un diccionario —solidaridad, compromiso, responsabilidad, integración, justicia, etc.— como si los demás fuéramos unos desalmados ignorantes que necesitan de su guía espiritual para sentirnos bien con nosotros mismos. Uno lleva toda la vida combatiendo a estos atribulados farsantes sociales que son capaces de romperle el corazón a un niño y resucitar a un muerto con tal de salirse con la suya y endorsarnos el maldito alegato que suena más a estrechez de miras y revolución pendiente que a interés social y madurez personal.
Sin embargo, cuando, a fuerza de repetitivos y cansinos, conocíamos sus armas, herramientas e iconos y preferíamos ignorarlos como respuesta, ahora se ponen de moda esos fulleros del laicismo arracimados a toda una recua de progresistas con capital, intelectuales de salón y ayatolas del pensamiento único aplicándonos la receta de una nueva religión presentada como suprema y cuyo primer mandamiento es el de aniquilar las demás religiones o, en su defecto, el cristianismo como fundamento de todos los males que pueblan el universo. La cosmovisión de estos, digamoslo ya antes de que cunda el pánico, eruditos a la violeta y estúpidos en ayunas es tan pacata y ridícula que tiran belenes escolares a la basura, prohíben festivales navideños en los colegios y le dicen a los niños, sin tapujos, que los reyes son los padres. Estos locuaces y espumosos talibanes del laicismo son más peligrosos que los otros y no nos hacen ninguna gracia porque argumentan sus prédicas, encuentran megáfonos mediáticos y pasan lista. Persiguen al ciudadano enfundados en una erudición excelsa que nos recuerda lo alejados que nos encontramos del progreso, lo equivocados que estamos por respetar las tradiciones y lo tristes que somos porque no sabemos divertirnos al margen de celebraciones de fácil componente religioso. Son la elite de la sociedad que pretende arrogarse una representación que no tienen y perseguir, con fanatismo e intolerancia, el más abrupto de los mítines cuarteleros al amparo de una religiosidad mutada en ateísmo, agnosticismo y, finalmente, laicismo.
Más lo peor de todo es la manifiesta incultura, la estupidez supina, la soporífera torpeza de políticos y adláteres que confunden laicismo con aconfensional —la Constitución no dice que España sea laica sino aconfensional—, cristianismo con catolicismo —descubriendo, así, que, en realidad, su cruzada es contra una Iglesia que se les atraganta—, interpretan que las fiestas de marcado tinte religioso son dañinas para la vida en comunidad, aducen que su promoción y celebración pública pueden ofender la sensibilidad de quienes practican otras religiones y concluyen, sin sonrojo, que seremos más felices y mejores ciudadanos y ciudadanas (el os/as es mío, en homenaje a estos zotes, también, de la gramática) si seguimos su doctrina, olvidando el abrigo de la propia. Si hay algo que uno ha observado a lo largo de su vida es a los tontos y la tontería y la conclusión más apabullante es que el tonto insiste una y otra vez en demostrar su condición. Hace poco un rimbombante laicista explicaba, al mejor estilo Chomsky aunque con más bajos emolumentos, que la Navidad y sus alrededores era un invento de los americanos por lo cual estar contra la Navidad era oponerse a Bush, a los americanos y a sus actitudes expansionistas y, agrego yo, a la guerra de Iraq, a su política en Oriente Medio y a la hamburguesa XXL.
No puede ser que celebrar la Navidad, festividad más cercana a la nostalgia, al consumismo y a la infancia que al nacimiento de aquel niño de Belén, sea motivo de la voraz persecución a la que actualmente está sometida por pomposos recaderos de recalcitrantes doctrinas más propia de jóvenes inadaptados que de políticos, profesores y otros seudolíderes sociales que se han apuntado a la moda laica. Si cantar villancicos (música y poesía) y representar pastorcillos, magos o vírgenes puede herir la sensibilidad de otras religiones habrá que, urgentemente, elaborar una lista de cuáles sensibilidades, religiones y doctrinas pueden ser susceptibles a no ser que se convenga que deben ser todas las habidas y por haber y, posteriormente, elaborar la lista de músicos y poetas, amén de otros artistas que deben ser excluidos de la sociedad no sea que hieran la sensibilidad de alguien. Más adelante, hay que recomendarles sin demora a estos laicistas de nuevo cuño cursos de reciclaje académico e intelectual a ver si aprenden de una vez que la influencia del cristianismo en la cultura occidental y en el mundo es de tal envergadura y tiene tal proyección histórica que ignorarla o minusvalorarla es, simplemente, muestra de inculta ingravidez social. La arquitectura, las artes plásticas, la literatura, la música, el sentido de la justicia, el sistema de libertades y otras conquistas sociales jamás hubieran sido posible sin la influencia judeocristiana, doctrina y cultura muy anterior a la islámica donde, por otro lado, no se atisba esa influencia sociocultural y sus consecuencias civiles. Finalmente, recomendarles, de proseguir en su estulticia, que propongan abiertamente en sus programas electorales —bien sea en parlamentos, ayuntamientos, asociaciones cívicas o comunidades de vecinos— que están a favor de eliminar de las ciudades gastos y fiestas que tengan que ver con la religiosidad —Navidad, iluminación, Cabalgata de Reyes Magos, Carnaval (sí, sí, Carnaval), Semana Santa, romerías, fiestas patronales, etc.— y que, por supuesto, van a exigir a los practicantes de otras religiones la no expresión pública de sus creencias puesto que, se tiene por demostrado, que los cristianos suelen tener también sensibilidad.
Si después de todo hemos de arrojarnos a los brazos del laicismo inculto imperante, propongo, sin dilación, para los proselitistas y modernos profesores de semejante doctrina que acudan a clase los quince días de vacaciones de Navidad, los diez días de Semana Santa, amén (perdón por la palabra) de cuantas fiestas, puentes y acueductos aparezcan en el calendario de fuente religiosa, incluidos los domingos. Por supuesto, inicio la recogida de firmas para que en Cataluña hagan un caganer de líderes islámicos igual que los hacen del Papa y así, además de constatar su compromiso, demuestran su valentía. ¿Ah!, y nada de lotería, nada de turrón y polvorones, nada de regalos y cenas de empresa y de nada de pagas extraordinarias.
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