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La guerra de los belenes

Nos tenemos que dar cuenta de que, por más que se neutralice, la Navidad es una fiesta cristiana

No es una polémica de menor cuantía. Se están enfrentando en España dos concepciones radicalmente opuestas de la vida social, aunque la mayor parte de los afectados —todos nosotros— sean escasamente conscientes de lo que está pasando. Otros muchos prefieren la paz y el sosiego, no quieren en modo alguno caer en la crispación, y darían cualquier cosa antes de que se les tachara de pesimistas. Pero —se reconozca o no— el dilema es éste: o bien es el Estado el que establece desde su raíz los fundamentos de la convivencia y la educación, o bien son los ciudadanos —con sus libres convicciones éticas y religiosas— quienes protagonizan una dimensión prepolítica más radical que cualquier ideología impuesta por una tecnoestructura dominada por el poder político (aliado inevitablemente con la fuerza del dinero).

No son estos días entrañables de la Navidad los más apropiados, se pensará, para referirse a tensiones y enfrentamientos. Pero, aunque no se hable de una contienda, las agresiones y los padecimientos siguen ahí. Y lo que está presente estos días es una guerra de belenes. Menciono sólo esta batalla, porque la de los adornos luminosos por cuenta de ayuntamientos y comerciantes ya la han ganado los laicistas. Por ningún lado se ven estrellas en las calles, apenas campanitas, todo es celebración de un boato vacío, que atrae hacia la masiva adquisición de productos inútiles o indigestos. Hay quien se precia de haber columbrado el perfil de un nacimiento en el vano lateral derecho, según se baja, de la madrileña Puerta de Alcalá. Pero no se ha confirmado.

Según las noticias que nos van llegando, en las escuelas y colegios las familias parecen haber ganado la partida a direcciones escolares tan ilustradas que impiden colocar belenes, e incluso celebrar fiestas navideñas en las que participen padres, alumnos y profesores. Se dan cuenta de que, por más que se neutralice, la Navidad es una fiesta cristiana. Y una larga experiencia confirma que no hay modo humano de barrer de la faz de la tierra un legado bimilenario. Si se fueran a arrancar todas las raíces religiosas de nuestra cultura, muy poco quedaría. La ciencia, la historia, el lenguaje, el arte, las costumbres, casi todo en la vida social se encuentra penetrado por el cristianismo. Lo están, sobre todo, las mentes y corazones de millones de personas, a las que habría que suprimir para borrar sus más hondas vivencias; pero a eso no hemos llegado.

Este año tenemos la fortuna de que, en un profundo y brillante artículo publicado en El Mundo, el filósofo Eugenio Trías ha tenido el coraje de afirmar que la Navidad es un momento apropiado para hablar del don de la existencia, del sentido de la vida, y del destino que nos espera al final de la jornada. «La verdadera cuestión filosófica y teológica —afirma el pensador catalán— es la relativa a lo que sucede en y después de la muerte». Lo que nos va a decir el Niño recién nacido es que se ha abierto una inmensa puerta a la esperanza, que la muerte está vencida, que por la misericordia de Dios hemos sido salvados. Y es esta perspectiva trascendente la que renueva la sociedad humana y la creación entera. Si creemos que en Belén vino a la tierra el Hijo de Dios, entonces hemos recibido el gran regalo. Si, en cambio, se tratara de un cuento apropiado para una película de animación —poblada de niños y animalitos— lo que procedería es seguir concursando en la porfía de a ver quién hace el regalo más caro, ofrece la cena más sofisticada, y logra convertir la noche final del año en una grandiosa orgía.

Lo que está detrás de la guerra de los belenes es la discusión de cada uno consigo mismo acerca del significado de un Nacimiento acaecido en Belén hace dos mil años, bajo el signo de la pobreza y el abandono. Los cristianos deberíamos llevarnos la mano a la conciencia y pensar que quizá el olvido del Pesebre está en la base de los intentos políticos y económicos para sustituir este acontecimiento inaugural por utopías reductivamente humanas.

Decía Aristóteles que la política sería la actividad más alta si el hombre fuera lo más valioso que existe. Pero no lo es. De ahí que nuestros afanes por el logro del poder, la influencia y el dinero carezcan siempre de un interés definitivo. Afirmar hoy día que las formas de actividad más alta vienen dadas por la contemplación y el amor es algo que suena a música celestial. Sólo que eso —música celestial— fue lo que se escuchó aquella noche santa en la tierra natal de David, rompiendo la ignorancia humana y el silencio que todo lo envolvía. La gran esperanza que se anuncia en Belén constituye el definitivo fundamento de cualquier optimismo real. Quienes creen que la Navidad es un evento realmente actual son en cierto modo invulnerables. Ganan aunque parezca que pierden las guerras coyunturales que entre nosotros se libran, incluso la de los belenes.

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