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Los mitos de una ciencia materialista

Sin duda hay algunos colegas, buenos profesionales, pero a los que, introducidos desde pezqueñines en una mentalidad materialista, les cuesta reconocer lo obvio. Recuerdo el entusiasmo con que un profesor nos explicaba la famosa ley de Haeckel, según la cual la ontogenia es una recapitulación de la filogenia. Dicho de otro modo: el proceso de formación de un ser vivo, por ejemplo la del hombre desde la concepción hasta el nacimiento, es el resumen abreviado, en nueve meses, del proceso evolutivo desde la primera célula hasta el primate, que ha durado cientos de millones de años. Este aserto, con un buen montaje de dibujos, como hizo Haeckel en su momento, podría parecer a primera vista como algo irrefutable, una ley universal bien consolidada. Y sin embargo, como se comprobó después, los diseños no eran más que una puesta en escena, una perfomance diríamos hoy, sin más valor explicativo que los propios dibujos manipulados, pero que sacó de sus casillas a más de un embriólogo empeñado en demostrar lo indemostrable. De modo parecido, aseverar que la evolución es un proceso fruto del azar y de la necesidad (Monod) es no explicar nada tratando de explicarlo todo, porque invocar la necesaria necesidad, desde el punto de vista lógico, es sencillamente una borrachera de fatuidad gramatical. Y, así, se pueden multiplicar los ejemplos de los diversos intentos cientifistas de dar una explicación cabal y global de la realidad, prescindiendo de la complejidad de lo real.

Nos conviene ser más humildes. Y, sobre todo, salir de los clichés: uno de ellos, perverso por irracional, es el del materialismo. Si uno no sabe, lo más lógico es que enmudezca. Que no atribuya poderes divinos a la materia. Por ejemplo, no saber distinguir la diferencia entre el hombre y el chimpancé, puesto que sólo les separa un 1,5% de su genoma, es refutar lo evidente. Aunque la ciencia no nos lo explique, y quizá no sea capaz nunca de hacerlo, la diferencia la sabe captar un niño: el rey está desnudo, exclamó el inocente, cuando todos estaban admirados de la belleza del ropaje que sólo los tontos no eran capaces de ver, pues para ellos se les hacía invisible.

Decir que un embrión, por menudo que sea, es sólo un conjunto de células, es decir algo indiscutible e irrebatible; pero, de ahí a afirmar que se trata de material biológico a la libre disposición porque, por el mismo motivo, un trozo de pellejo es también un conjunto de células, hay un abismo. Y esto sólo puede ser fruto del materialismo invisible que cubre las vergüenzas con que los hombres nos vestimos, dejándolas, al mismo tiempo y paradójicamente, al descubierto, con tan sólo usar la razón. Una tautología producto de esa mentalidad que se manifiesta en que lo que hay es lo que hay. Lo que hay no es sólo lo que se ve: hay también intangibles; y si no que se lo pregunten a los investigadores de las ciencias humanas: sociólogos, psicólogos, antropólogos, economistas, etc.

Considerar que la evolución ocupa el lugar de un demiurgo, una fuerza cósmica, autónoma, llena de energía, es uno de esos dogmas a los que algunos científicos nos tienen acostumbrados. No pocas veces se escribe evolución con la letra e mayúscula: E. Así se diviniza y, por tanto, carece de racionalidad la explicación. La Evolución es un nuevo dios. Sin embargo, cuando se escribe con minúscula entonces sí que está sujeta a una severa crítica, a una corrección. Ya no se la considera un factótum de la modernidad, sino un intento explicativo. Ya no es una ideología, sino una teoría científica de aproximación, una tentativa de esclarecer lo que se observa. El materialismo es una nueva manifestación del viejo maniqueísmo, que en su rudimentez, trata de explicarlo todo, porque eso colma la vanidad del hombre. La concepción maniquea da a entender un universo hostil (porque se identifica con un demiurgo malo que gusta de gastar faenas) y, por tanto, que no estamos en nuestro hogar, del que somos extraños, simplemente hemos advenido. No es de extrañar que conduzca a una visión paranoica que genera actitudes y conductas de evitación de lo racional. En mi opinión, constituye una ardua tarea para un materialista que no admita a un Dios creador, racional y sabio; y para el que se vuelve una cuestión sencillamente irresoluble. Para él la naturaleza no irradia la grandiosidad de lo divino, sino que simplemente procurará que no sea hostil, que provea de materias primas que utilizaremos para nuestros artefactos. Lo artificial cobra vida sobre lo natural: ya no se imitan a los animales, sino que sencillamente los fabricamos. Ya no se hacen dibujos animados de animales, sino que ahora se fabrican shrek de la vida, o esos pequeños monstruitos que son los simpsons.

Decía R. Guardini que «la imagen que el hombre contemporáneo tiene de sí es titánica: se arroga una posición en la existencia y una soberanía de dominio sobre ella que, en verdad, no le corresponden. Por eso se excede continuamente, mientras su conciencia más íntima siente esa inadecuación, y se avergüenza de la ridiculez que implica ese crisparse en sí. Esto se manifiesta en la paradójica contradicción que sigue a tal exceso: el hombre renuncia constantemente a su sentido más propio; se degrada hasta convertirse en un fenómeno biológico, en una célula sociológica y, en último análisis, en un producto de la evolución de la materia». Y Alexis Tocqueville apostillaba que «el despotismo puede prescindir de la fe; la libertad, no».

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