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Constantinopla (1453) y Granada (1492)
Hay dos fechas que afectan a la historia de Occidente, e incluso de la humanidad, de forma sustancial y que no se suelen poner en relación. Pero lo están, y ello en más de un sentido. Son las dos que dan título a este artículo.
El 29 de mayo de 1453 la situación de Constantinopla era desesperada. La actual Estambul (sintagma griego un poco desfigurado que significa 'A la Ciudad') fue primero una colonia de Mégara con el nombre de Bizancio y posteriormente la cabeza del Imperio Romano de Oriente cuando éste acabó dividiendose por una línea imaginaria que cruzaba de norte a sur el mar Adriático. La refundó Constantino el grande, que le dio su nombre, y desde entonces se fue convirtiendo en la joya deslumbrante, en la Puerta desde la cual sólo se salía hacia la barbarie.
Estaba en una situación geográficamente ventajosa que la hacía controlar el paso a los graneros y serrerías del Mar Negro, es decir, el sur de Rusia; y era la firme retaguardia de una cultura, de una forma de ver el mundo y de contemplar el universo que abarcaba hasta los límites atlánticos de Iberia.
En mayo de 1453 Constantinopla estaba siendo asediada por las fuerzas otomanas mandadas por Mehmet II 'El Conquistador', muy superiores en número (de 10 a 1) y con una voluntad, irrenunciable ya, de apoderarse de 'La Ciudad'. Desde luego, su toma era cuestión de tiempo. Es cierto que Constantinopla estaba bien fortificada por tierra y mar, pero sus ciudadanos se encontraban, sin saberlo, «esperando a los bárbaros», como en el poema de Kavafis. Su civilización era demasiado opulenta, desarrollada y cultivada como para resistir -¿con 7.000 hombres!- los embates del joven y ambicioso otomano.
Conque el día 29 de mayo, a través de un portón que había quedado abierto por descuido se introdujo un grupo de asediadores que hincaron en el muro las insignias otomanas y abrieron las puertas a un ejército hambriento de sangre y botín. Una vez que el emperador Constantino XI Paleólogo comprendió que ello significaba el final, salió revestido con sus imperiales ropajes y símbolos, y acompañado por un grupo de íntimos, entre los que se encontraba, por cierto, un anónimo caballero español emparentado al parecer con los Paleólogos. Pero Constantino arrojó pronto su púrpura, su báculo y su mitra para lanzarse quijotescamente contra las tropas invasoras. «La ciudad ha caído», dicen que dijo, «pero yo no». Así salía por la puerta grande de su dignidad y, con su salida, cerraba la agonizante Edad Media del Oriente cristiano. Y no se supo más ni del emperador ni de sus acompañantes. Dicen que alguien lo reconoció por sus delicadas botas de púrpura, pero en realidad yacen en algún sitio de 'La Ciudad, mi amor', hacinados con los de otros desesperados defensores, los huesos del último emperador de Roma.
Los invasores entraron a saco; de los invadidos, murieron, aparte de los soldados defensores, un buen número de ciudadanos, aunque la mitad de sus habitantes fueron vendidos como esclavos. Y, por cierto, trescientos hijos de nobles bizantinos vinieron a Granada, enviados por Mehmet como regalo al rey nazarí.
La noticia, claro, se extendió por occidente como un reguero de pólvora -parecía increíble- y acabó por afectar con el tiempo, cuarenta años más tarde, al destino trágico de otra ciudad, otra joya resplandeciente que se encontraba en el extremo occidental de una línea imaginaria que va desde (casi) el Atlántico hasta (casi) el Mar Negro. Granada era, claro está, esta joya resplandeciente del Islam. Los reyes de Castilla y Aragón querían ya concluir la unidad lógica de un país dividido en dos reinos que poseían una cultura prácticamente idéntica. Lo mismo que habían unido sus vidas. Y ambicionaban tomar esta joya.
Isabel tenía sólo dos años cuando se produjo la toma de Constantinopla, aunque seguramente se enteró de ella cuando ya era una joven que se estaba imbuyendo de la cultura grecolatina, que había leído a Aristóteles y a Virgilio. Y que estaba a punto de ser reina de Castilla. No falta quien ha considerado la toma de Granada como un 'desquite'; en realidad, más parece un reequilibrio de la balanza que se había perdido en 1453. Y es más que probable.
En fin, la toma de Granada tuvo no pocas similitudes con la de Constantinopla. Por parte de los atacantes se trató en ambos casos de una operación diseñada a medio plazo con el 'estrangulamiento' sucesivo de las fuerzas ocupantes y sus territorios. También hubo en ambos casos un asentamiento cercano a la ciudad (Santa Fe en un caso, Rumeli Hisari en otro) para consolidar el cerco. Por parte de los sitiados, la desunión, la desesperanza, la galbana que produce la civilización.
Pero la toma de Granada y de Constantinopla fueron también, por otro lado, diferentes. En Granada no hubo lucha, no hubo muertos. En Constantinopla, sí. La costumbre permitía a la soldadesca entregarse al pillaje durante dos días tras la toma de una ciudad a la fuerza, aunque es verdad que Mehmet acortó este plazo en un día porque no deseaba la destrucción de La Ciudad y sus magníficos edificios. Ambos, también, toleraron por un tiempo el culto religioso del enemigo vencido.
Y, lo que es más importante, en ambos casos hay dos puertas reales y verdaderas -la de la Justicia y la de Blanquernas- pero que tienen un valor simbólico, significativo en mi opinión aunque en sentidos opuestos. La salida de Boabdil y la de Constantino constituyeron, respectivamente, el final de la Edad Media para Occidente y para Oriente. En cambio, la entrada de Fernando de Isabel en el recinto de la Alhambra supone el comienzo del Renacimiento con todo lo que ello ha significado, para Occidente, de libertad de pensamiento y de Humanismo, y de todo lo que de ello depende. La entrada de Mehmet Segundo en Estambul creó un foso entre Oriente y Occidente todavía mayor que el que ya existía entre el Imperio romano de Oriente y el de Occidente, entre la iglesia ortodoxa y la de Roma. Algún día habrá que tender puentes sobre ese foso. Hoy no parece que haya, desgraciadamente, muchas esperanzas.
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