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Quiénes son los practicantes

No son tan pocos los católicos, ni tantos aquellos a los que haya que llamar con propiedad no católicos

En el estudio que se hace de asuntos de religión o de fe, en la actividad pastoral, en sociología o en la política, y en su resonancia en los medios de información, las estadísticas, cifras y tantos por ciento, abundan. Está claro que, por más que los números no han de ser desdeñados, no lo son todo, ni siquiera el factor más importante. Sucede, que en la dinámica de las tensiones políticas, a las cifras —altas o bajas— se les da significaciones diversas, según los temas y los grupos de opinión. Los elementos que aportan y las conclusiones a las que conducen, suelen seguir criterios de valoración variables porque, además, a menudo están en juego el prestigio de un sector o posibles ayudas económicas que se esperan.

Números y cálculos, los encontramos también en el Evangelio: el pastor que deja noventa y nueve ovejas en el aprisco y va en busca de la que falta para las cien (Mt 18,12). El rey que quiere iniciar una guerra, y se para a considerar si con diez mil soldados puede hacer frente a otro que tiene veinte mil, o bien le conviene llegar a un acuerdo (Lc 14,31).

En la presentación de los datos a que se refieren las estadísticas, se acostumbra a simplificar un tanto: creyentes y no creyentes, y entre los creyentes, practicantes y no practicantes y, a veces, practicantes de manera irregular. Pero la gama de matices es casi infinita —tanto por lo que se refiere a las creencias de cada uno, como a lo que el interesado entiende por práctica— si se tiene en cuenta que cada persona es diferente.

En cuanto a la fe, las diferencias vienen sobre todo de una generalizada falta de formación catequética, en parte debida la falta de atención al tema en los colegios, pero también en la familia. Por lo que se refiere a la práctica pueden darse niveles más o menos suficientes y otros claramente insatisfactorios. En aproximaciones elementales, en lo sociológico, lo público o lo político, bastaría con considerar tres grupos. El primero, con los practicantes más formalistas: los que no son indiferentes al hecho de ir a misa los domingos y a acudir a la confesión y comunión por Pascua, si bien no siempre aparecen en todo como consecuentes. Y además, conscientes de la importancia de la formación catequética que han recibido, la procuran para sus hijos.

El segundo, lo formarían los que, de alguna manera invocan a Dios, y rezan, son fieles de manera genérica, se confiesan católicos, a menudo se consideran, de hecho, excusados de asistir a los actos de culto, por el trabajo o las obligaciones familiares. Están en él aquellos que los sociólogos franceses de la religión —recordemos el canónigo Boulard—, hace cincuenta años llamaban los practicantes «des quatre saisons», de las cuatro estaciones de la vida, ya sean las de la propia vida, ya las que van al ritmo de las de los hijos o de los padres: el nacimiento, asociada al bautismo y a la primera comunión, la de la boda en la Iglesia, y la del enterramiento con ceremonia religiosa.También se podrían añadir las personas enfermas o impedidas que siguen la misa por televisión o por radio. Y a muchas de esas personas les duele que les llamen no practicantes.

Todos estos grupos ayudan a explicar las grandes cifras de algunas manifestaciones religiosas: las de media Zaragoza que va todos los días al Pilar, las multitudinarias romerías del Rocío, los millones de visitantes de Montserrat, y en Barcelona, las colas para venerar a Santa Lucía en la catedral, o a Santa Rita en la iglesia de San Agustín. Y no nos detengamos, por ahora viendo las masas humanas de Guadalupe, Lourdes o Roma. Merecen estar en este grupo los casos frecuentes de los padres que no están casados y piden con insistencia el bautismo o la primera comunión para los hijos, y aseguran que les enseñan las oraciones y que los incriben en la catequesis. Y estimo que la costumbre de algunas mujeres, que se extiende, de llevar colgada una cruz, es más que un signo de pertenencia a un cristianismo sociológico o histórico, paralelo al gesto de otras, de cubrirse con un velo o de exhibir una media luna o una estrella de David. Pero habría también un tercer grupo el de los que, a los actos religiosos no van, no tanto por dejadez, como por el hecho de que han adoptado una posición contraria, y a veces hasta militante.

Con todo, parece que, en la valoración de la práctica personal, no se debería olvidar el deseo de cumplir —dentro de la realidad de la humana fragilidad— otros mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: no matarás, no robarás o no adulterarás. No se podría encontrar bien en la misa, quien participa en un aborto, y menos comulgar quien trafica con drogas.

Los que integran los dos primeros grupos, son practicantes en distintos grados, y que, sin inconveniente, aceptan indicar en la declaración de renta la voluntad de ayudar a la Iglesia o actividades de inspiración cristiana. Se explica que los del tercer grupo no lo hagan, sobre todo si entienden, probablemente sin razón, que hay eclesiásticos que hacen política o la dejan hacer desde sus tribunas. Por esto, a los efectos estadísticos más generales, y a la hora de diseñar el mapa de la multiculturalidad, en los aspectos religiosos, habría que seguir baremos con baremos una exigencia parecida. Y así, bastaría que en las estadísticas la clasificación distinguiera entre católicos —considerados en un sentido amplio, en la medida que ellos no rechazarían la denominación— y no católicos, donde cabrían todos los demás. Se vería que no son tan pocos los católicos ni tantos aquellos a los que haya que llamar con propiedad no católicos, y que, en este sentido España continúa siendo un país de católicos, aunque en diversos aspectos, no se pueda decir que sea un país católico o que se comporte como tal.

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