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Provocación en Córdoba

Quien desencadena la movilización religiosa, vía La Meca, de más de mil millones de fieles, quien dispone de petrodólares para financiar a ejércitos de asesinos, quien maneja el arma energética para paralizar al resto del mundo, se siente más fuerte que Stalin y Hitler juntos.

«Occidente contra Occidente», de André GLUCKSMANN

Deshagamos de inmediato un terrible malentendido: en España, según el artículo 16 de la Constitución, está garantizada la libertad «religiosa y de culto», tanto de los individuos como de las comunidades, sin otra limitación que «la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley». Este principio constitucional está, además, desarrollado por la ley orgánica 7/1980, de 5 de julio, sobre la libertad religiosa, de tal manera que los musulmanes tienen perfecto derecho —haya o no reciprocidad con otras religiones en los países coránicos— a erigir sus mezquitas en España y orar en ellas conforme a sus ritos y liturgias. Así ocurre ahora en nuestro país, aunque sea lacerante que en los Estados islámicos los católicos o los judíos no puedan practicar su religión y, en algunos, sean incluso perseguidos por hacerlo.

Dicho todo lo cual, de inmediato hay que apostillar que los musulmanes —españoles o extranjeros— deben ajustarse a los trámites legales, urbanísticos y de otra naturaleza, para la construcción y utilización de sus mezquitas, y su financiación tiene que ser perfectamente transparente. De igual modo, lo que en las mezquitas se predique no puede subvertir los valores constitucionales en España, e imanes y fieles del islam tienen que someterse a la ley civil en el ámbito público y respetar y hacer respetar los derechos y libertades individuales; su religión no les exime de ninguno de los deberes que la convivencia en libertad exige y les requiere a respetar la igualdad de sexos, el carácter aconfesional del Estado y asumir de forma íntegra la coexistencia con las demás religiones.

Por fortuna, en España, con éste y anteriores gobiernos, la libertad religiosa, se ha observado con escrúpulo. Sin embargo, a la falta de reciprocidad con los países coránicos, los ciudadanos no musulmanes en España, deben también soportar la provocación —no de otra forma puede calificarse la iniciativa— de comprobar la reclamación de nada menos que de un «uso ecuménico» de la mezquita-catedral de Córdoba, ciudad en la que se están produciendo sucesivos intentos —hasta ahora frustrados dada su sospechosa factura ideologizada y proselitista— de establecer una infraestructura que ofrezca la evocación precisa para convertir a la capital andaluza en La Meca europea. Evocaciones históricas no le faltan, pero argumentos de contrario para no admitirlo sobran. Como bien ha recordado el prelado de la ciudad, en términos históricos, la mezquita-catedral es posterior a una domus episcopalis cristiana, anterior al 711, y el edificio es iglesia desde 1236, fecha en la que el Rey Fernando III el Santo lo donó a la capital. De otra parte, el número de musulmanes en Córdoba no justifica —por supuesto la excéntrica reclamación de su «uso ecuménico»— sino la construcción de otras mezquitas que, en cambio, están en fase de ejecución, o ya terminadas, en otros lugares de Andalucía y del resto de España.

Intentar compartir el culto católico y el musulmán en la catedral cordobesa es, por eso, una provocación hostil. Provocación a la Iglesia católica, pero también al conjunto de la sociedad española, porque lo que trata no es de recabar un lugar para la oración —sobran—, sino la práctica titularidad —si bien de modo simbólico— del edificio, rememorando así la hegemonía que en un momento histórico tuvo el islam en Andalucía, en los años más brillantes del Califato cordobés. No conviene incurrir en el tremendismo de algunos, pero tampoco en la ingenuidad abochornante de los bienpensantes. El islam no es sólo una religión: es, sobre todo, un sistema que define la identidad de grupo y los motivos de lealtad y, en palabras de Bernard Lewis, es «lo que distingue entre uno y el otro, entre el de dentro y el de fuera, entre el hermano y el forastero». Es —según también expresión literal del máximo experto occidental en esta materia—«la base de autoridad más aceptable, de hecho, en tiempos de crisis, la única aceptable».

Ayaan Iris Ali —colaboradora del asesinado Theo van Gogh, muerto a manos de un fanático islamista— y huida de Holanda, lo dice con claridad en su libro «Yo acuso» al sostener que «el islam era nuestra ideología, nuestra política, nuestra moral, nuestro derecho y nuestra identidad». Otra célebre disidente —Irshad Manji— en su «Mis dilemas con el Islam», escribe: «tenemos que acabar con el totalitarismo del islam, y no sólo por el 11 de septiembre y el 11 de marzo, aunque sean muy importantes, sino sobre todo por las salvajes violaciones de los derechos humanos que se cometen contra las mujeres y las minorías religiosas».

Podría aducirse que hay un islamismo moderado. Seguramente, pero no es perceptible. Las muestras de intolerancia del islamismo son, en la práctica, las dominantes y el afán expansivo de su sistema de valores —muchos de ellos, contravalores en nuestra civilización— justifican un máximo recelo hacía la implantación articulada de comunidades islámicas en Europa. Los dos modelos de convivencia interconfesional han fracasado en Occidente: el de máxima integración, francés, y el multicultural, británico, en tanto que la resistencia a la laicización de los Estados coránicos es casi completa. Los ejemplos de constitucionalismo aconfesional —Turquía y Túnez— no son suficientemente alentadores, porque en ambos países, una cosa es la realidad social —cada vez más islamizada— y otra la norma constitucional —cada vez más alejada del uso diario y de su aplicación práctica.

Dios y el César son instancias diferentes que sólo están recogidas como tales en el Evangelio, pero no en el Corán. Los musulmanes deben adecuarse a lo que Tony Blair denominó enfáticamente tras el ataque terrorista al metro de Londres en 2005 como «nuestro estilo de vida», que no consiste en homogeneizar hábitos, imponer costumbres o cercenar o prohibir creencias, sino en la asunción plena y total de un mínimo común denominador que si es posible para los militantes en otros credos —sea el católico o el judío, sin olvidar otras variantes del cristianismo— debe serlo para islámicos. En ese contexto tan razonable —tan elemental en la cultura cívica y política europea— reclamar con no se sabe qué títulos el uso compartido de la catedral de Córdoba y los varios proyectos de convertir la ciudad en un centro de peregrinación islámica —tal y como con abundancia de datos y protagonistas ha venido informando ABC desde el pasado domingo 17 de diciembre— constituye una inquietante provocación a la que la Iglesia ha dado respuesta a través del obispo de Córdoba, con la anuencia y respaldo de la Nunciatura Apostólica en Madrid, pero ante la que el Gobierno calla mientras cunde una preocupación social que merecería alguna respuesta más inteligente que la mera alusión —ya casi ritual y estéril— a la Alianza de Civilizaciones. Pero ¿qué alianza? Pero ¿qué civilizaciones? Demasiadas preguntas sin respuesta. Excesivos —¿cobardes?— silencios.

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