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Los riesgos de la contemporización
La lectura de la reciente Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española nos reafirma en la convicción de que las componendas en el campo doctrinal son muy peligrosas. Cuando en un documento se acepta la licitud de posturas de suyo irreconciliables, los intérpretes del texto pueden llegar a conclusiones contrapuestas: unos aseguran que sus opiniones han sido bien acogidas, mientras que otros creen que son sus ideas las que han recibido la bendición.
Es cierto que conseguir una amplia mayoría en una gran asamblea, como es la Conferencia Episcopal, obliga a flexibilizar las posiciones. Pero lo que es fácilmente explicable, en este caso, no evita los riesgos de la contemporización.
La cuestión a dilucidar más delicada era la que figura en el documento de los Obispos con el número 6: «Los nacionalismos y sus exigencias morales». Y es en este apartado donde cada uno tal vez encuentre acogida a sus creencias.
Se arranca de una afirmación clara y rotunda: «No todos los nacionalismos son iguales». Pero luego se matiza, con ánimo de comprensión: «La Iglesia reconoce, en principio, la legitimidad de las posiciones nacionalistas que, sin recurrir a la violencia, por métodos democráticos, pretendan modificar la unidad política de España».
A renglón seguido la Instrucción Pastoral efectúa una rectificación con el apoyo de unas palabras del Papa Juan Pablo II a los Obispos italianos, en enero de 1994: «Es preciso superar decididamente las tendencias corporativas y los peligros del separatismo con una actitud honrada al bien de la propia Nación y con comportamientos de solidaridad renovada». Si el inolvidable Pontífice se refería en estos términos a la Nación italiana, de vida tan corta ella, ¿qué nos diría si pensase en España, una Nación antigua en Europa, multisecular?
La Instrucción Pastoral incluye en su consideración de los nacionalismos alguna pregunta: «¿Qué razones actuales hay que justifiquen la ruptura de estos vínculos (los sociales y políticos existentes en España)?». Y los Obispos se interrogan también: «¿Sería justo reducir o suprimir estos bienes y derechos sin que pudiéramos opinar y expresarnos todos los afectados?». Con una respuesta a pie de página: «Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear, no sería prudente ni moralmente aceptable».
Una palabra, «indulgencia», ha originado confusión, en otro de los temas más escabrosos: la Iglesia católica ante el terrorismo. Se hace una declaración de principios: «Una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer explícitamente ni implícitamente a una organización terrorista como representante político legítimo de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor político». Sin embargo, más adelante se concede un triunfo a los presuntos disidentes: «Una sociedad madura, y más si está animada por un espíritu cristiano, podría adoptar, en algunos casos, alguna medida de indulgencia que facilitara el fin de la violencia», aclarando a continuación: «Nada de esto se puede ni se debe hacer sin que los terroristas renuncien definitivamente a utilizar la violencia y el terror como instrumento de presión».
Tal vez no se previó que la palabra «indulgencia» podría entenderse de una forma distinta a la utilizada en el lenguaje eclesiástico. Si fuese una facilidad para disimular las culpas o para conceder la gracia -significados que se apuntan en el Diccionario de la Real Academia- la Instrucción Pastoral resultaría frágil en este punto.
Muy acertadas, en cambio, son varias estimaciones que figuran en el texto. Por ejemplo, «vivimos entre los hombres, con las mismas obligaciones y los mismos derechos; participamos, como los demás, en las solicitudes y trabajos de cada momento, sufrimos influencias semejantes y nos vemos interpelados por los mismos acontecimientos y situaciones». O esta referencia a la memoria histórica: «Todos debemos procurar que no se deterioren ni se dilapiden los bienes alcanzados. Una sociedad que parecía haber encontrado el camino de su reconciliación y distensión, vuelve a hallarse dividida y enfrentada. Una utilización de la memoria histórica, guiada por una mentalidad selectiva, abre de nuevo viejas heridas de la guerra civil y aviva sentimientos encontrados que parecían estar superados». Asimismo se incluye una confesión de fe en la Constitución de 1978: «Muchos tenían la esperanza de que el ordenamiento democrático de nuestra convivencia, regido por la Constitución de 1978, y apoyado en la reconciliación y el consenso entre los españoles, nos permitiría superar los viejos enfrentamientos que nos han dividido y empobrecido a nuestra patria ...».
Con una visión de mayor alcance, por encima de las circunstancias del momento, se afronta la relación entre Moral y Política. A mi juicio, y así lo expuse en la III Semana de Teología, celebrada en Bilbao en otros tiempos de la tierra vasca, octubre de 1967, no cabe hablar de una política atea o de una política teísta, sino sólo de políticas que favorecen el ateismo o políticas que propician la vinculación personal del hombre a Aquel a quien estaba ya ontológicamente religado. El Reino de Dios está entre nosotros, aunque ahora no es visible y sólo lo reconocemos por la fe. La dimensión teológica de la existencia puede estar encubierta. El hombre -según me enseñó Zubiri-, con la presencia ausente de Dios, realiza su propia existencia.
En la Instrucción Pastoral se insiste en que la política debe tender a que disminuyan las posibilidades de una existencia desligada y que aumenten las posibilidades para que el hombre viva su existencia a muchos niveles de profundidad ontológica. Como sentenciara Friedrich von Hayek en una obra ya clásica: «Toda negativa general de aceptar las reglas morales existentes simplemente porque su conveniencia no ha sido racionalmente demostrada, no puede sino destruir uno de los fundamentos de nuestra civilización».
Muy oportuna y conveniente, por último, es la atención prestada a la misión de los jueces: «Para la garantía de la libertad y de la justicia -afirman los Obispos- es especialmente importante que se respete escrupulosamente la autonomía del Poder Judicial y la libertad de los jueces».
He seleccionado unos párrafos de un documento rebosante de contenido doctrinal. La imputación de ciertas contradicciones a las exigencias del consenso, en una asamblea grande, no implica una infravaloración de la tarea acometida. El consenso exige coraje e imaginación, ya que reposa menos en la eliminación de las diferencias que en la construcción de un espacio de diálogo que asegure la regulación de cualquier discrepancia. El consenso no se concibe sin una tensión permanente entre las fuerzas que se emplean para estabilizar una situación y las que pretenden cambiarla, o, como sugiere Paul Ricoeur, entre «ideología» y «utopía». El consenso, en definitiva, no es una solución fácil generada por la pereza de los espíritus o por el temor a la acción. Se trata, por el contrario, de una labor compleja que ha de acometerse resueltamente arrostrando peligros.
Y como colofón esta advertencia: «Aunque es diferente del mundo, la Iglesia no se aleja de él»
Del director
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