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La palanca sin fulcro

Lo que está ocurriendo en Occidente es que hemos perdido el sentido de la dignidad de la persona

Vivimos tiempos contradictorios, que podrían hacer pensar que estamos todos locos. En las zonas más desarrolladas de la tierra, supuestamente las más civilizadas, la pena de muerte está abolida hasta para los culpables de los crímenes más horrendos, pero se legisla contra la vida de inocentes, a quienes se sacrifica en masa, por decenas de millones cada año, mediante el aborto o su destrucción cuando aún están en las fases iniciales de su crecimiento. Hemos conseguido prolongar la vida útil, con una calidad desconocida hasta ahora, de la gente, pero empiezan a proliferar las leyes que consienten que unos particulares acaben con la vida de sus semejantes si están lo bastante enfermos o resultan lo bastante caros al erario público. Buscamos desesperadamente la felicidad, pero la tasa de suicidios aumenta, especialmente en algunas áreas tenidas por las más tecnificadas, desarrolladas y civilizadas del planeta.

Es muy cierto que el hombre es un ser paradójico: ahí tenemos, entre una abundantísima literatura, el célebre y emblemático cuento de Tolstoi del rey triste, a quien un viejo sabio recomendó que, para curar su mal, debía ponerse la camisa del hombre feliz. Tras larga búsqueda, el rey finalmente halló a un hombre que declaró ser enteramente feliz, y resultó que no tenía camisa. Somos paradójicos, nuestra vida es paradójica; hasta el mismo Evangelio está salpicado de paradojas, verdaderas joyas expresivas de cómo estamos hechos los humanos: si quieres ser el mayor, hazte niño; el que quiera salvar su vida, la perderá; los últimos serán los primeros.

La sabiduría, no en el sentido de acumulación de conocimientos, sino en el del término inglés wisdom, consiste muchas veces en aceptar esta condición. Sin embargo, todas las contradicciones escandalosas a que me refiero no forman parte, obviamente, de esta condición tan humana. Me parece que son, por el contrario, síntomas de una enfermedad colectiva grave.

Eso que conocemos como la cultura occidental ha producido, en la historia del paso del hombre sobre la tierra, los mayores índices de bienestar material con abismal diferencia sobre cualquier otra forma de entender el mundo, la vida y el hombre. Y no sólo eso: también, hasta ahora, el modo occidental de organización de la convivencia ha resultado el más justo, igualitario, progresivo y respetuoso con la dignidad humana. No es una cuestión de opiniones. Sólo hay que tomar el mapa de los países con una organización democrática y liberal de la convivencia, que podríamos resumir en estas pocas condiciones: prensa libre, jueces independientes, imperio de la ley, elecciones periódicas y respeto a la propiedad privada y la libertad de mercado, y cotejar ese mapa con el de los países más prósperos. El encaje es casi perfecto, al margen de riquezas naturales, situación geográfica o características raciales de la población.

Ahora bien, la cultura occidental se asienta sobre este trípode: el pensamiento griego, el derecho romano y la influencia religiosa judeocristiana. Y resulta que el elemento común a estos tres pilares es la dignidad de la persona. De cada persona. Sin este elemento, todo se viene abajo, y acabamos matando a los inocentes, enalteciendo a los simios, adorando al sol.

Lo que está ocurriendo en Occidente es, a mi modo de ver, que hemos perdido el sentido de la dignidad de la persona. La llamada corrección política está causando efectos devastadores en este sentido, con un pésimo entendimiento de la igualdad que hace pasar los nuevos dogmas igualitarios literalmente por encima de las personas, atropellándolas y privándolas de su libertad y, a menudo, de su dignidad también.

La persona y su dignidad son el fulcro de la palanca de progreso que son la cultura y la civilización occidentales. Pero estamos prescindiendo del fulcro, y la palanca se mueve sin ton ni son, gira a lo loco. Puede subir una carga en un momento determinado, pero lo hará como le sonó la flauta al asno que atinó a soplar por la embocadura. Hemos decidido no preguntarnos el porqué de los derechos humanos; hemos resuelto renunciar a saber cuál es el lugar del hombre en el mundo. Y así nos va. ¿Nos daremos cuenta un día del error?

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