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Inmigrantes y moriscos
Es comprensible que marroquíes o argelinos, hambreados y oprimidos por sus oligarquías respectivas desde la Edad Media y con métodos medievales, traten de encontrar una forma de vida mejor: al ser humano que tal hace, como mínimo, hay que respetarlo. Pero no es menos lógico que los estados europeos intenten ordenar de manera razonable la entrada de extranjeros, mas otra cosa es que lo hagan, por ejemplo, España: ¿en qué país del mundo, incluidos Marruecos y Argelia y todos los africanos, se consiente que la gente entre sin documentación y por donde le dé la gana? La respuesta, lamentable, es bien sabida: España siempre es diferente y con Rodríguez, más. Pero del otro lado, la responsabilidad no es menor: ante la ausencia total de una respuesta contundente que les disuada y sabedores de que esto es un coladero, no sólo alivian su galopante demografía, su tasa de paro y los agujeros de la balanza de pagos mediante las remesas de los emigrantes, además van montando una poderosa arma de presión a la espera de utilizarla cuando el número de musulmanes sea lo suficientemente nutrido. Ya lo han anunciado: quieren negociar condiciones especiales de trato preferente «como colectivo», en vez de comportarse como individuos iguales en derechos y obligaciones ante la ley, la Constitución y la sociedad. Principio que vale para católicos, evangélicos, judíos o ateos, pero no para ellos: ellos son la umma y no les conciernen las elucubraciones legalistas de otros, siempre inferiores en rango a sus creencias, y aunque estén en tierra ajena.
Pero tienen prisa, pretenden incrementar el número de musulmanes en España a toda velocidad, sin aguardar al goteo de las pateras, los visados franceses o la hipernatalidad de los ya instalados. Por diversos caminos intentan forzarnos el pulso, conscientes —con el estatuto catalán y la rendición ante la ETA como guías— de que otra ocasión así no se va a presentar, una ocasión cuyo efecto de hecho consumado el tiempo volverá irreversible, con la secuela de seguros conflictos económicos y socioculturales que se pagarán a mucho menos de medio plazo. A esto nos referíamos en un artículo anterior al hablar del legado de Rodríguez y su Alianza de Civilizaciones. Buscan argumentos y, por descontado, los encuentran.
Recientemente se ha celebrado en Marruecos uno de esos rimbombantes foros, encuentros, coloquios, jornadas, o como ustedes gusten llamarlo, cuyos fines, con un barnicito «científico», suelen ser lúdico-turísticos (cada quien se divierte como puede) y que, en los postres, emiten una declaración más o menos huera, retórica y plagada de gloriosas obviedades, cuando no de cantos a las estrellas del firmamento. Por supuesto, el evento iba a la huella de la Alianza de Civilizaciones, lo que traducido a román paladino significa que el paseo de algunos moros y otros asalariados del Ministerio de Justicia lo hemos pagado nosotros. Pero eso no más constituye el chocolate del loro y sería irrelevante de no haber colado —por unanimidad, faltaría más— una propuesta en apariencia banal y en la práctica gravísima, porque puede implicar la entrada automática en España por la puerta grande, a banderas desplegadas y triunfales, de cuanto marroquí soborne adecuadamente a su corruptísima burocracia por falsificarle unos orígenes.
Es imposible explicar aquí la maraña de nombres simultáneos que puede tener un árabe, aunque últimamente se tienda a simplificarlos, pero no era así en los documentos a que habría de acudirse. Y tampoco sería baladí la práctica generalizada de falsificarse linajes, orígenes nobles (xarif), o sea orientales, en el Magreb. Y a ser posible de descendientes de Mahoma: desde el sultán de Marruecos y su tribu salida del Tafilete hasta el último dictador de Irak (por ahora), que se proclamó jerife amantísimo del Profeta y abrazó la divisa Allahu Akbar cuando las cañas se le tornaron lanzas. Al-Andalus y el Magreb fueron vivero inextinguible de linajes inventados porque eso daba buen tono y se ganaba estatus social: todos orientales y si qurayxíes (de La Meca), mejor que mejor. He aquí una primera objeción: cómo garantizar la veracidad de los supuestos retoños remotos de andalusíes. Mas caletres previsores ya han preparado el apósito antes de que surja la herida que algún aguafiestas pudiera provocar recordando estas impertinencias: mediante la creación de una oficina (estos lo arreglan todo con más burocracia) que se encargaría de autentificar los orígenes de los peticionarios. Sólo falta que añada los nombres de los incorruptibles jueces de alcurnias, nisbas y nasab. Si en Marruecos antes todos querían ser orientales y jerifes, ahora serán andalusíes, con patria chica en el más puro califato de Cangas de Narcea o, por lo menos, del emirato independiente de Cedeira, que no le va a la zaga en limpieza de orígenes moros.
El argumento en que se basan los proponentes, entre lacrimógeno y oportunista, es la restitución «moral» a los moriscos expulsados entre 1609 y 1614, pero a cambio no piden una compensación «moral», que sería lo lógico y suponiendo que los españoles de 2007 seamos responsables de las buenas o malas acciones cometidas por los moriscos y los españoles del XVII, sino un obsequio bien material, un pasaporte español (cuando se restringe la entrada de hispanoamericanos), de una nación a la que sus antepasados expulsados (los verdaderos) odiaban a muerte, antes y después de su exilio. No tenemos espacio para narrar aquí ni una mínima parte de las deslealtades, connivencias y traiciones de los moriscos a lo largo del XVI, su colaboración con los piratas en los asaltos continuos al Levante o en las fugas masivas de moros al norte de África. Sólo algunos botones de muestra: en Cariñena —en 1575, tras la toma de Túnez y La Goleta por los turcos, grave derrota española— «los moriscos hazían regozijos y estaban alegres; (el declarante) le preguntó al dicho morisco: ¿Vosotros qué tenéis que estáis tan alegres? Y el dicho morisco dixo que porque el turco a tomado una fortaleza al Rey de España» (Informe de la Inquisición); durante la revuelta morisca de Espadán (1526), en Chilches, los corsarios, con apoyo de los moriscos de los alrededores, saquearon la población, apresaron a ciento treinta y tres cristianos y se ensañaron con la cruz y las imágenes de la Virgen, otros mil cuatrocientos moriscos se fugaron con ellos, los que quedaban en Vall de Uxó y Mascarell; el Epistolario del Conde de Tendilla es un reguero inagotable de referencias a pueblos enteros que se escapan a África en toda la costa del Reino de Granada, teniendo que prohibir a los moriscos aproximarse a las playas, por seguridad y para impedirles la fuga. ¿Debemos regalar un pasaporte español a los descendientes en caso de que haya alguno— de quienes marcharon voluntariamente? ¿Cómo diferenciarlos de los expulsados en 1609?
Las fugas se realizaban de dos modos, o bien individualmente, merodeando por la costa hasta que cruzaban «allende» o eran capturados (de lo cual hay gran cantidad de documentación de la Inquisición), o bien la población morisca de aldeas y pueblos levantinos y granadinos se juramentaba para escapar, amarraban a cuanto cristiano viejo hallaban a mano para venderlo luego en África, mataban a quienes se resistían y acababan, con la ayuda de galeras turcas o berberiscas, pasando al norte de África. Y al mes siguiente ya andaban en el corso asaltando las costas españolas, por lo que las autoridades tomaban medidas para «que los moros de allende no sean avisados de cosa ninguna de los de acá, porque su alteza es avisado que a cabsa de los avisos de acá, se resçiben todos los daños que los moros de allende hazen» (8 julio 1505, Epistolario de Tendilla).
Que los moriscos tenían motivaciones objetivas y directas para odiar a España y los españoles, lo hemos escrito en otros lugares y lo repetimos aquí, pero que los españoles estaban bien asistidos de razones para defenderse de ellos, también. Entregarles en el siglo XXI pasaportes (suponiendo que se identifique a algún descendiente verdadero), sin más argumento que esgrimir la parte que les conviene (la victimista) de una historia ya remota, no sería restitución de ninguna clase, sólo otro sumando más en la cuenta del presidente del «lo que sea».
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