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Damnatio Memoriae

Primero retiraron la estatua ecuestre de Franco en los Nuevos Ministerios. No sé a dónde iría. Luego, la de la Academia Militar de Zaragoza. Dicen que va a un Museo. Me recuerda esto a la Reina Victoria en el museo de Lahore, en Pakistán. Y dicen que quedan en Madrid trescientos nombres de calles a cambiar. Y siguen muchos guerreros a caballo.

Aparte de gustos, había una tradición que venía nada menos que de la estatua de Marco Aurelio en el Capitolio de Roma. Por muy filósofo que fuera, fue Emperador y luchó contra los germanos y los persas. Y ahí ha estado siempre, desafiando a toda la historia, a los regímenes de los unos y los otros, socialismo, fascismo, democracia.

Todos lo han respetado. Y ha dejado enorme legión de seguidores, desde los condottieri que todavía cabalgan orgullosos en Venecia: Gattamelata y Coleone. Y tantos y tantos. Muchísimos, aquí en España.

Nadie los toca, son historia. También Franco es historia. No es ahora el momento de un juicio imparcial, definitivo. El hecho es que es historia. Y que, bajo él, entre sobresaltos, España creció en sociedad, economía, cultura, se preparó para la democracia. Allí hubo millones y millones de hombres y mujeres que, fuera de toda otra consideración, trabajaban para hacer crecer a España. Franco, de la manera que sea, los representa. Y otros muchísimos que dan nombre a las calles de nuestras ciudades.

Quitando un nombre o quitando una estatua no se modifican los hechos. Cualquiera sea el juicio de cada uno. La historia dará el suyo. Los fantasmas que viven en esas piedras, zarandeados y expulsados, son peligrosos. Demasiados fantasmas, agresivos y prepotentes, vivos y bien vivos, nos acosan. No aumentemos la fila de ese «halloween».

Lo que se hace ahora quitando estatuas y símbolos y nombres de calles tiene, y a eso viene mi título, precedentes. A esa luz querría poner lo que sucede. No es que yo declare todo intocable, hay momentos de rabia popular que derriba estatuas. No fue este el caso. Franco murió en la cama. Hubo un pacto, los fantasmas entraron en las piedras, eso fue todo. Dejémoslo estar.

Y se ha demostrado que esa damnatio memoriae, esa fría proscripción legal de la memoria vale para poco. No vale para cambiar la sociedad. Sólo para envenenarla.

Pensaba yo, antes de estos avatares, ante el castillo de Turégano que domina aún la villa, visión familiar para mí, pensaba en la suerte del famoso obispo de Segovia don Juan Arias Dávila, señor y fortificador del castillo. Famoso y batallador, cargado de leyendas inciertas. El hecho es que, tras enfrentarse a Enrique IV y apoyar a la Reina Católica, fue declarado judaizante (el habitual uso personal y político de la religión). Con Inquisición y todo. Expulsado o huido viajó exiliado a Roma, con los huesos de su madre. Murió en Castel Sant´ Angelo: más de una vez le he recordado allí.

Se le aplicó la damnatio memoriae, la condena al olvido. Cualquiera que visite el que fue su castillo, verá, encima de la puerta de entrada, su escudo picado.

Pero verán: la memoria no se deja picar tan fácilmente. Los picadores de escudos cometieron descuidos (también Franco, en Madrid, dejó, sin duda por olvido, varias calles a sus enemigos). En la iglesia de Fuentepelayo, no lejos de allí, se olvidaron de picar el escudo. Y quedan otros. Ya ven, la memoria no es tan fácil de picar. Ni la de una persona ni la de una época. Nadie es capaz de cerrar la historia. Inútil, nadie tiene tanta fuerza. Gracias a Dios.

Pero el gran personaje condenado al olvido histórico no es éste. Es Hatsepsut, la gran Reina de Egipto en el siglo XVI antes de Cristo. Representaba la gran tradición faraónica, no los Tutmosis o Tutmés: su padre, su marido, su hijo. Por su madre, era hija de Amenofis I. Pero Tutmosis II, el marido, su hermanastro, hijo bastardo de Tutmés I, no tuvo de ella hijos varones que pudieran reinar. Muerto, Hatsepsut echó sobre su testa la doble corona, reinó sola. Como regente del que luego sería Tutmés III, hijo de su marido y una concubina. En 1503 (¡antes de Cristo!) ella tomó el título de Faraón.

Fue una gran faraona sin marido. En sus relieves se hacía esculpir con barba, en los jeroglíficos hacía añadir a su nombre un sufijo propio del varón. Tributo a la tradición masculina del trono. Pero se bastaba sola. No tuvo hijos. Una hija, dicen que de su canciller Senenmut, murió. El canciller se retiró. Quedó sola, sin nadie.

Pero consolidó el reino de Egipto. No hacía expediciones militares, solo la gran expedición naval al Punt, en Arabia, en busca de perfumes. Los relieves nos la representan. Y se construyó un muy hermoso templo funerario, el de Deir el Bahari, con sus capiteles que figuran la cabeza de la diosa-vaca Hator.

Pero el niño creció y la regencia de su madre no le gustaba. Era el futuro Tutmés III, el gran conquistador. Cuando ella murió, él declaró para su madre la damnatio memoriae. Mandó picar todos los relieves que la representaban, todas las inscripciones.

Pasiones humanas, resentimientos, como treinta siglos después, cuando el obispo Arias. Pero nada logró Tutmés, tampoco. De las estatuas, los relieves, las inscripciones mutiladas, los sabios modernos han reconstruido la vida de Hatsepsut, con lagunas, por supuesto. Pero ¿quién conoce, de verdad, la vida de nadie?

Libros enteros se han escrito sobre Hatsepsut. Es la gran faraona de Egipto, no la Cleopatra de las películas, de catorce siglos después, que usaba su cama para hacer política con los conquistadores, César o Antonio: política de vencidos. Y que, de paso, no era egipcia, era una macedonia con un nombre griego.

Pero, en fin, se me acaba el espacio y corto para explicar el origen del término damnatio memoriae, condena de la memoria. Era, en Roma, un término legal para condenar al olvido, destruyendo en las piedras el recuerdo de aquellos a quienes el nuevo soberano quería hacer olvidar para dejar espacio a su nueva gloria. Borraban su mención en las inscripciones, de las estatuas ahora diré. A veces se ponía, simplemente, una nueva inscripción, la antigua desaparecía.

Pero, en fin, vuelvo a las estatuas. Si van a Belo Claudia, en Cádiz, verán la gran estatua de Trajano. Pero de Trajano es solo la cabeza. Esculpían cabezas desmontables que ponían sobre estatuas que recibían la cabeza del de turno, quitando, naturalmente, la otra.

Práctico y cómodo (aunque debía de ser inquietante saber, en vida, que a la hermosa estatua alguien podía venir y cambiarle la cabeza).

En fin, la historia es algo complicado: no es una lucha de buenos y malos. Nadie puede poner una línea y decir: desde aquí, todo es diferente. El pasado pesa en la sociedad, se mezcla ineludiblemente con el presente. Sigue en realidad vivo, de una manera u otra. Tiene también sus méritos, junto a sus desdichas. Y nadie posee toda la verdad, nadie puede imponer del todo su verdad. Nadie es dueño del pasado y el futuro, ni siquiera del presente.

¿Quiénes fueron Arias y Hatsepsut? Pese a la damnatio quedan huellas y podemos conocerlos mejor que sus perseguidores. Estamos ya lejos de aquellas pasiones, más cerca de la humana.

Mi conclusión sería que la mejor política es la de respetar a los muertos. En la medida en que están muertos y en la medida en que están vivos. La condena de la memoria no arregla nada, no consigue nada.

Ahora en...

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