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Cristianos sin complejos

'Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él' (I Jn 4,16). «Estas palabras de la primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino».Así comienza la encíclica de Benedicto XVI. Efectivamente, si el hombre está creado a imagen de Dios, también él es esencialmente amor. Para evitar interpretaciones erróneas, después de una detenida explicación de las realidades del eros y el ágape, alude a que la madurez del amor abarca todas las potencialidades humanas. Por eso, encontrar el amor de Dios es encontrar la alegría, pero ese encuentro —afirma el Papa— «implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento». El reconocimiento de Dios comporta nuestro sí a su querer, envolviendo entendimiento, voluntad y sentimiento.

Así no cabe el error de entender el «ama y haz lo que quieras» agustiniano como una licencia para un libertarismo desestructurante. El que ama de veras no yerra o, si lo hace, rectifica, porque entiende que dejaría de amar y desea seguir amando. Pero iré acercándome más al tema: la máxima manifestación de amor de Dios al hombre es la Encarnación del Verbo: Dios se hace hombre para salvar a la criatura humana que ya poseía un chispazo de la sabiduría divina, un corazón para querer y una voluntad para decidir. Pero, cuando Dios toma nuestra naturaleza, ocurre la maravilla expresada por el Concilio Vaticano II: «Mediante la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo un hombre». Escribió Juan Pablo II en Redemptor Hominis que el único fin de la Iglesia es que todo ser humano pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo contenida en ese misterio de la Encarnación. En Cristo, la criatura humana es traspasada por el amor inteligente y libre de Dios, para hacerlo hijo suyo, con una filiación que es una semejanza participada de la Filiación natural del Verbo.

Esa es la verdad del cristiano: ser Cristo. Y su tarea será buscar a Cristo, encontrar a Cristo y amar a Cristo, como escribió en autor de Camino , para realizar su mismo trabajo: la redención. Decía también el fundador del Opus Dei: «Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como anticipo de la resurrección gloriosa». Doctrina bien arraigada en san Pablo, que afirma de sí mismo, pero de modo aplicable a todos los bautizados: «Mi vivir es Cristo»; y en otro lugar: «Vivo, pero no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien verdaderamente vive en mí». No voy a entrar ahora en los medios (oración, sacramentos, trabajo, formación, etc.) de que goza el fiel para vivir esa nueva existencia. He querido aludir a su identidad para referirme a su actuación en público y en privado. El cristiano, como Cristo, ha de ser persona leal, sacrificada y gozosa para amar; buscadora anhelante de la verdad sin miedo; con una voluntad libre y firme para ejercitarse en sus convicciones, incluyendo rectificar en los momentos precisos.

Ante el ambiente de laicismo, a causa del deterioro de la vida moral, por una cierta moda de prescindir de lo religioso, etc., ha dicho recientemente la Conferencia Episcopal Española que los católicos no pueden caer en la desesperanza, el enfrentamiento o el sometimiento a esas situaciones. Me refiero ahora a la tercera tentación, es decir, la de disimular, diluir o renunciar a la propia identidad. Esa actitud supondría un cierto complejo, tal vez fruto de la falta de fe, de formación, o de valor. Dios nos está pidiendo a los católicos —recuerdan los obispos— un esfuerzo de autenticidad y fidelidad, de humildad y unidad, para vivir y ofrecer lo que somos y tenemos, sin disimulos ni deformaciones, sin disentimientos ni concesiones, que deformarían la Verdad de Dios. Se trata de ser otro Cristo con todas las consecuencias, no sea que por agradar a los hombres cambiemos nuestra substancia. Los Apóstoles no dejan de explicar que su anuncio es Cristo, insistiendo en que no pueden dejar de hablar sobre lo que han visto y oído.

Es cierto que plantearse esa actitud exige formación y práctica sacramental. Pero no lo es menos que, con ese impulso, en no pocos casos, exige también valentía y transparencia. Es claro que un cristiano no puede imponer su verdad, pero no lo es menos que no puede jugar con dos barajas. No quiero indicar que, dentro de la fe, no quepan diversas opciones profesionales, sociales, políticas, etc. Cuando hablo de dos barajas, me refiero a usar una para la práctica religiosa y otra para el resto. Eso sería una especie de esquizofrenia, ajena a la unidad de vida en Cristo, propia del sus discípulos. Se nos podría decir: has triunfado en tu profesión, has conseguido fama o poder, pero no tienes a Cristo, has perdido tu esencia y tu sentido. Nuestra fuerza «no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario» ( Es Cristo que pasa ).

Un amigo sacerdote caminaba encorvado al final de la jornada, un poco por hábito y otro poco por cansancio. Le detuvo un loquito, que le espetó: ¡Levanta la cabeza!, ¡orgulloso de tu condición! Pues eso: que a veces son los locos quienes expresan cordura.

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