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Las miembras virilas
Alertaba Chesterton, hace ya un siglo, en Lo que está mal en el mundo (existe edición española en Ciudadela), de las desgracias que el feminismo belicoso acarrearía a la sociedad. Una ideología consistente en torcer las plurales vocaciones de la mujer, en reprimirlas hasta la asfixia, acabaría necesariamente provocando graves desarreglos en su salud y, por extensión, en la salud social. Porque el feminismo belicoso —hoy ya lo sabemos—no anhela la promoción de las plurales vocaciones de la mujer, sino la hipertrofia de una sola de sus vocaciones, a costa de sepultar todas las demás. El feminismo belicoso no desea que la mujer pueda compaginar sus plurales vocaciones, sino que cultive una sola y reniegue de las demás, hasta convertirse en un ser demediado, amputado de su naturaleza, convertido en un remedo sórdido del hombre.
Las consecuencias de tan destructiva ideología ya las estamos padeciendo; pero denunciarlas sigue constituyendo motivo de condenación eterna. La despersonalización, el estancamiento demográfico, la ideología de género, el aborto a mansalva y, desde luego, la condena a la infelicidad de la propia mujer son algunas de las «conquistas» obtenidas por tan perniciosa ideología. Porque el feminismo que ha triunfado —no nos equivoquemos— no es un feminismo humanista que preconice el acceso de la mujer a vocaciones que antaño le eran vedadas, sino el feminismo de raíz marxista y totalitaria que ha absolutizado tales vocaciones, a cambio de que la mujer reniegue de su naturaleza distintiva, a cambio de que abandone otras vocaciones igual de nobles, a cambio en definitiva de que deje de ser mujer.
Inevitablemente, una ideología que anhela la destrucción de la mujer tenía que amparar soluciones políticas y sociales que denigren su dignidad. La discriminación positiva, los sistemas de cuotas, la parida de la paridad y demás flores fétidas del feminismo marxista postulan una mujer incapaz de imponer sus méritos, incapaz de promocionarse a través de sus habilidades, de su sabiduría y sensibilidad. El feminismo marxista aspira a la ingeniería social; aspira a despersonalizar a los seres humanos —en este caso, a las mujeres—, introduciéndolos entre las muelas y engranajes de una maquinaria que los trasforma en una masa indistinta, una papilla humana pasada por la trituradora de la ideología.
Una vez que ha convertido a las mujeres en esa papilla, una vez que les ha inculcado la idea desquiciada de que no pueden imponerse a través de sus méritos y sus valores personales, sino sólo a través de esa ideología destructiva (que se presenta sin embargo como redentora), surgen aberraciones como la discriminación positiva y la paridad, que las mujeres destruidas por el feminismo consideran medidas benéficas, cuando en realidad no son sino su certificado de defunción. Pues sólo las mujeres muertecitas pueden sentirse satisfechas con semejantes migajillas.
Y entre esas migajillas que la basura cósmica del feminismo arroja a las pobres mujeres demolidas no podía faltar, por supuesto, la tergiversación desquiciada del lenguaje. Era cuestión de tiempo que surgieran propuestas chuscas como la que en estos días nos viene de Córdoba. Cuando la papilla humana que propugna el totalitarismo adquiere consistencia de engrudo, cuando las ideologías aberrantes se aúnan con el analfabetismo rampante y el despoblamiento neuronal surgen aleaciones así de estupefacientes.
Proponen estas feministas cordobesas que se introduzcan en el lenguaje términos como «jóvena», «miembra» o «marida». Y quizá no les falte razón: hacen falta palabras tan feas y cetrinas como éstas para designar a las mujeres cercenadas, destruidas y reducidas a escombros que el feminismo marxista postula; hacen falta vocablos nuevos para designar a esas mujeres que sólo alcanzarán la felicidad satisfecha de los lacayos cuando sientan que les crece una miembra virila entre las piernas.
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