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Fiesta de Cristo Rey con trece beatos cristeros

El pasado domingo veinte de noviembre fue celebrada la fiesta litúrgica de Cristo Rey del Universo, cerrándose así el año del calendario católico para abrir, de esta manera, el ciclo de «adviento», que consiste en un período de preparación para la fiesta de la Navidad. Esta vez la celebración adquirió un esplendor y un significado especial para la Iglesia Católica en México en general y, en particular, para la arquidiócesis de Guadalajara.

Allí, en el estadio Jalisco, abarrotado de fieles de todas las edades, fueron beatificados trece mártires de la cristiada, quienes cayeron asesinados por odio a la fe durante la persecución religiosa desatada en México por el «callismo» entre 1927 y 1931. Murieron por defender la libertad religiosa y confesar su fe. Este es ya el segundo grupo de caídos llevado a los altares. En la víspera del asesinato del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, el primer grupo —integrado sólo por religiosos— alcanzó la canonización. Ahora fueron beatificados trece víctimas, ocho asesinados en Guadalajara, tres en el rancho San Joaquín en Guanajuato, uno en Veracruz y otro más en Cotija.

El nuevo grupo de beatos fue encabezado por Anacleto González Flores, paladín laico de los católicos mexicanos, hombre de amplia cultura, autor de varios libros entre los que destacan «El plebiscito de los Mártires» y «Tú serás rey», además de centenares de artículos periodísticos. También fue creador de instituciones como la Unión Popular, mas conocida como la «U», que llegó a contar con decenas de miles de afiliados. Fue salvajemente atormentado y, antes de morir, perdonó a sus asesinos que estaban bajo las órdenes del General de División, Jesús María Ferreira. Otros de los mártires, amigos y compañeros de lucha de Anacleto, fueron: José Dionisio Luis Padilla, quien, de rodillas, antes de ser fusilado, perdonó a sus verdugos, contaba con 26 años; los hermanos Ramón Vicente y José Ramón Vargas González, de una familia de once hijos, en cuya casa se hospedaba Anacleto, razón por la que fueron asesinados; José Luciano Ezequiel (quien, al recuperar la conciencia después de un desvanecimiento por los tormentos sufridos, se puso a cantar el himno eucarístico «Que viva mi Cristo, que viva mi Rey») y su hermano José Salvador Huerta Gutiérrez quien, ante el pelotón, pidió una vela encendida y cayó fusilado gritando «¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!»; Miguel Gómez Loza, miembro de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, abogado y socio de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa (que dejó viuda y tres hijas huérfanas), y Luis Magaña Servín, miembro también de la ACJM y de la Archicofradía del Santísimo Sacramento (dejó viuda y dos hijos muriendo al grito de «¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!»). Todos ellos sacrificados en Guadalajara.

En cuanto a los sacerdotes: José Trinidad Rangel (quien nunca negó su condición de hombre consagrado, negándose a salir del país ante diversos ofrecimientos, siendo esto lo que le acarreó la muerte); su amigo Andrés Solá y Molist (misionero claretiano nacido en Cataluña, España) encontrado en la casa del P. Rangel junto con el laico Leonardo Pérez Larios (a quien obligaron las fuerzas federales a que afirmara ser sacerdote, aunque no lo era, pero que de todos modos lo mataron), y al Padre Angel Darío Acosta, asesinado en plena sacristía en Veracruz, por haber bautizado a un niño, dado que, de acuerdo con la «Ley Tejeda», se obligaba la reducción del número de sacerdotes para «terminar con el fanatismo del pueblo».

Queda finalmente el caso del adolescente José Sánchez del Río, de sólo trece años, quien fuera cruelmente atormentado; le desollaron los pies con un cuchillo, lo hicieron caminar a golpes hasta el cementerio de Cotija, lo apuñalaron a la orilla de la tumba (pese a que a cada puñalada gritaba «¡Viva Cristo Rey¡ ¡Viva la Virgen de Guadalupe!» y el capitán de la escolta le disparó en la cabeza haciéndolo caer directamente en su tumba, bañado en sangre, en donde fue enterrado sin ataúd ni mortaja. Todo este proceso martirial fue presenciado por dos niños, que con el tiempo y marcados en el alma por este hecho, fundaron sendas congregaciones religiosas: la de los «Operarios de Cristo Rey» y los «Legionarios de Cristo». Los restos del mártir adolescente hoy reposan en el templo parroquial de Santiago Apóstol, en Sahuayo, Michoacán.

Son, todos estos, ejemplos verdaderamente impactantes. Aún hay muchos casos que podrán ser objeto de candidaturas de beatificación y canonización hacia el futuro. Ojalá estos casos sirvan de ejemplo duradero, aunque no parezca por el momento existir motivo ni razón para una nueva persecución de carácter «masivo»; nunca se puede descartar la de carácter «selectivo», ya que así ha sido siempre, cuando se desatan los odios contra Dios y sus fieles. Ahora se tienen ejemplos y modelos que brillan por el acto heroico de la virtud de la fortaleza y la capacidad de reconciliación, por el perdón otorgado, que son indudablemente dones de Dios y no propósito meramente humano. Este es uno de los últimos regalos del Papa Juan Pablo II a México, quien tuvo que vencer no pocos obstáculos externos e internos para lograr la manifestación plena de estos testimonios martiriales.

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