conoZe.com » bibel » Otros » G. K. Chesterton » El hombre común y otros ensayos sobre la modernidad.

Sobre la lectura

La mayor utilidad de los grandes maestros de la literatura no es la literaria; está fuera de su soberbio estilo y aun de su inspiración emotiva. La primera utilidad de la buena literatura reside en que impide que un hombre sea puramente moderno. Ser puramente moderno es condenarse a una estrechez final; así como gastar nuestro último dinero terreno en el sombrero más nuevo es condenarnos a lo pasado de moda. El camino de los siglos pasados está empedrado con méritos modernos. La literatura, clásica y permanente, cumple su mejor misión al recordarnos perpetuamente la vuelta completa de la verdad y al balancear ideas más antiguas con ideas a las cuales, por un momento, podemos estar dispuestos a inclinarnos. El modo como lo hace, sin embargo, es lo bastante peculiar como para que valga la pena tratar de comprenderlo.

En la historia de la humanidad, aparecen de tiempo en tiempo, de de manera especial en épocas muy agitadas, como la nuestra, ciertas cosas. En el mundo antiguo, se las llamaba herejías. En el mundo moderno, se las llama modas. A veces, resultan útiles durante cierto tiempo; otras, son completamente dañinas. Pero siempre se conforman gracias a una concentración indebida en torno a una verdad, o una verdad a medias. Así resulta verdad insistir en el conocimiento de Dios, pero es herético insistir en ello como lo hizo Calvino, a costa del amor de Dios; de esa manera, es verdad desear una vida sencilla, pero es una herejía desearla a expensas de los buenos sentimientos y de las buenas conductas.

El hereje (que también es el fanático) no es un hombre que ama demasiado la verdad; nadie puede amar demasiado la verdad. El hereje es un hombre que ama su verdad más que la verdad misma. Prefiere la verdad a medias que él ha descubierto, a la verdad completa que ha encontrado la humanidad. No le gusta ver su pequeña y preciosa paradoja atada con veinte perogrulladas en el paquete de la sabiduría del mundo.

A veces, tales innovaciones tienen una sombría sinceridad, como Tolstoi; otras, una sensitiva y femenina elocuencia como Nietzsche y, a veces, un admirable humor, ánimo y espíritu público, como Bernard Shaw. En todos los casos, provocan una pequeña conmoción y tal vez crean una escuela. Pero siempre se comete el mismo error fundamental: se supone que el hombre en cuestión ha descubierto una nueva idea. Pero, en realidad, lo nuevo no es la idea sino la separación de la idea. Es muy probable que la idea misma se encuentre repartida en todos los grandes libros de un carácter más clásico e imparcial, desde Homero y Virgilio a Fielding y Dickens. Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los libros viejos, sólo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde y a veces con otras ideas mejores que las contradicen y las superan. Los grandes escritores no dejaban de lado una moda porque no habían pensado en ello, sino porque habían pensado también en todas las respuestas.

En el caso de que esto no resulte claro, tomaré dos ejemplos, ambos en referencia a nociones de moda entre algunos de los teorizadores más imaginativos y jóvenes. Nietzsche, corno todos saben, predicó una doctrina que él y sus discípulos consideraron aparentemente muy revolucionaria; sostuvo que la moral comúnmente altruista había sido la invención de una clase esclava para evitar la emergencia de que tipos superiores la combatan y la dirijan. Los modernos, estén o no de acuerdo con ello, siempre se refieren a esa idea como a algo nuevo y jamás visto. Con calma y persistencia, se supone que los grandes escritores del pasado, digamos Shakespeare, por ejemplo, no sostuvieron esa idea porque jamás se les ocurrió, porque jamás la habían imaginado. Recorramos el último acto de Ricardo III de Shakespeare y encontraremos no sólo todo lo que Nietzsche tenía que decir, resumido en dos líneas, sino también las mismas palabras de Nietzsche. Ricardo el Jorobado dice a sus nobles:

Conciencia es sólo una palabra que usan los cobardes,

creada al principio para infundir terror a los fuertes.

Como ya he dicho, el hecho es evidente. Shakespeare había pensado en Nietzsche y en el Jefe de la Moralidad; pero le dio su propio valor y lo colocó en el lugar que le corresponde. Este lugar es la boca de un jorobado medio loco en vísperas de la derrota. Esa rabia contra los débiles es sólo posible en un hombre morbosamente valiente pero fundamentalmente enfermo: un hombre como Ricardo, un hombre como Nietzsche. Este caso sólo debía destruir la absurda idea de que estas filosofías son modernas en el sentido de que los grandes hombres del pasado no pensaron en ellas. Pensaron en ellas, sí, sólo que no pensaron demasiado. No se trata de que Shakespeare no viera la idea de Nietzsche; la vio, pero también vio a través de ella.

Tomaré otro ejemplo: Bernard Shaw, en su sorprendente y sincera obra de teatro llamada Mayor Bárbara, arroja uno de sus desafíos verbales más violentos a la moral proverbial. La gente dice: «La pobreza no es un crimen». «Sí —dice Bernard Shaw—, la pobreza es un crimen y la madre de los crímenes. Es un crimen ser pobre cuando es posible rebelarse o enriquecerse. Ser pobre significa ser pobre de espíritu, servil o falso».

Shaw muestra señales de querer concentrarse en esta doctrina, y muchos de sus discípulos hacen lo mismo. Pero sólo la concentración es nueva, no la doctrina. Thackeray hace decir a Becky Sharp que es fácil ser moral con mil libras al año y muy difícil serlo con cien. Pero, como en el caso de Shakespeare que antes mencioné, lo importante no es solamente que Thackeray conocía esta doctrina, sino que también sabía exactamente su valor. No sólo se le ocurrió, sino que supo dónde colocarla. Debía hacerlo en una conversación de Becky Sharp, una mujer astuta y no carente de sinceridad, pero que desconocía totalmente las emociones más profundas que hacen que valga la pena vivir. El cinismo de Becky, con Lady Jane y Dobbin para equilibrarlo, tiene cierto aire de verdad. El cinismo del Undershaft de Bernard Shaw, presentado con la austeridad de un predicador de campaña, simplemente no resulta verdadero. No es verdad, en absoluto, decir que los pobres son en su conjunto menos sinceros o más serviles que los ricos. La verdad a medias de Becky Sharp se convirtió primero en una locura, después en un credo y, finalmente, en una mentira. En el caso de Thackeray, como en el de Shakespeare, la conclusión que nos concierne es la misma. Lo que llamamos ideas nuevas son, generalmente, fragmentos de las viejas ideas. No es que una idea particular no se le ocurriera a Shakespeare. Es que, simplemente, encontró muchas otras aguardando para quitarles toda la tontería.

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