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Giotto y San Francisco

San Francisco de Asís ha sido durante muchísimo tiempo un santo popular; en nuestra propia época, ha corrido el peligro de convertirse en un santo de moda. Esa clase de distinción de los salones, que dicen ha sido una tentación que muchos santos rechazaron y es un verdadero peligro que acecha durante toda su vida a los predicadores más populares, ha llegado por fin a este predicador popular, seiscientos años después de su muerte. Es natural que los artistas se interesen por el poeta que prácticamente creó el arte medieval, y por lo tanto el moderno. Y es real que, donde quiera que admitamos al artista, es muy difícil excluir al esteta.

Esta clase de ligera alharaca literaria, aunque a menudo sincera como sentimiento y hasta valiosa como tributo, es precisamente lo opuesto a esa popularidad sólida y tradicional que san Francisco tuvo entre incontables generaciones de campesinos. Las tradiciones campesinas, y hasta las leyendas campesinas, tienen algo que las mantiene cerca de la tierra. Es un signo de verdadero folclore que aun el cuento evidentemente silvestre es eminentemente sano. Esto lo vemos en las más extravagantes historias de santos, si las comparamos con las extravagantes teorías de los sofistas y los sentimentalistas.

Tomen, por ejemplo, aquel hermosísimo atributo por el cual san Francisco es amado con justicia en todo el mundo moderno: su ternura con los animales más simples. En el folclore medieval, se lo ha ilustrado con imaginación y no con modas pasajeras. Es imposible imaginar una fábula más fabulosa, en el sentido de fantástica y francamente increíble, que la historia de san Francisco cuando hace un trato con un lobo muy grande y peligroso; hacen un contrato con promesas cuidadosamente numeradas por una parte y concesiones por la otra; la bestia salvaje que pone a recaudo una declaración escrita por el número de veces que inclina la cabeza... Y, sin embargo, en ese cuento de hadas hay una sagacidad rústica y realista que surge de las relaciones reales con los animales, y que tal vez por eso mismo ha recibido el nombre de horse-sense, lo que ahora llamamos sentido común. No fue escrita por el moderno monomaníaco que adora a los animales. Es un relato agradable porque el Santo considera a los campesinos tanto como al lobo.

San Francisco no era el tipo de hombre capaz de estar de acuerdo con el hipotético hindú a punto de ser devorado lentamente por el tigre de Bengala, y permanecer en un estado de distracción filosófica porque los tigres son tan cósmicos como los hindúes. El sentido común cristiano de san Francisco, aun en esta fábula popular, captaba el hecho vital: que los hombres deben ser salvados de los lobos y que esto sólo puede lograrse por algún arreglo definitivo. Y pone el dedo en la llaga: la ausencia de comunicación y, por lo tanto, de contrato entre hombres y bestias. Entiende que una obligación moral debe ser una obligación mutua. San Francisco, contemplando al lobo montaraz, golpea el mismo clavo que Job contemplando al monstruoso Leviatán: «¿Hará un pacto contigo?» Eso es una especie de sólido instinto popular, que jamás perdió el santo realmente popular, a pesar de cuanto puedan observar los extraños, con insolencia, en sus ridiculeces o en sus agonías. Los hombres recordaron que había sido un buen amigo de ellos, así como de los pájaros y de las bestias; y el hecho es evidente hasta en los rumores más extravagantes y remotos que de él corren.

Es en esto en lo que difiere de algunos de los humanistas de los tiempos modernos, un tanto faltos de equilibrio y de naturalidad. En realidad, san Francisco no permanece solo, de ninguna manera, entre los santos medievales o de otras épocas, en esta protesta y protección de los animales contra los hombres, aunque tal vez esté solo en su poder poético e imaginativo de grabar su recuerdo en imágenes pintorescas en la mente popular.

Algunos de los más grandes sacerdotes de la Edad Media, mucho antes que san Francisco, san Anselmo, por ejemplo, fueron famosos porque exigían bondad hacia las bestias; muchos de ellos, san Hugo de Lincoln, por ejemplo, tenían una preferencia muy excéntrica por los animales domésticos; pues san Hugo, en lugar de predicar a los pájaros, parece que permitió que un ave muy grande lo acompañara a todas partes como teniente cura. Pero lo notable de esta teoría medieval de la misericordia es algo que en esencia es sutil y razonable, por más antojadiza que resulte su expresión: la comprensión de las necesidades comunes de la gente simple, y un humanismo que no excluía la humanidad. En ese sentido, la época moderna es la de los fanáticos.

El hecho de que san Francisco se convirtiera en una moda moderna, después de haber sido por tanto tiempo una tradición medieval, puede muy bien provocar en sus admiradores el temor de que su culto se convierta en algo simplemente artístico, en sentido artificial. Y sin embargo, a pesar de una o dos intervenciones incongruentes, en realidad eso no ha ocurrido. Quizás sea el más alto tributo a la verdad y a la sinceridad de san Francisco que hasta ahora puede mantener su sencillez frente a la admiración elegante, como el franciscano de la historia que mantenía a la distancia a la multitud elegante haciendo el ridículo en un columpio. Y esta huida destacada de la sofocación de lo sofisticado no se expresa en ningún lugar mejor que en lo que queda todavía, a la vista del viajero: la nobleza desnuda de su ciudad natal.

Un viajero experimentado en la manera de actuar de los turistas, para no llamarlos excursionistas, se aproximará a la empinada ciudad de Asís con cierto sentimiento de duda y hasta de miedo. Sabrá que el descubrimiento moderno del santo de la Edad Media puede estar seguido de desastres, más sutiles que aquellos que la superstición ha trazado en la exhumación del faraón egipcio. Sabrá que hay cosas para las cuales los guías de viajes no son los mejores; que son cosas mejor vistas por peregrinos solitarios que por sociales turistas; y sin ninguna superioridad, y mucho menos misantropía, ya habrá tenido experiencia de lugares que las multitudes de visitantes han hecho menos dignos de ser visitados. Sabrá que disputas alcanzadas por el charlatanismo han insultado el gran silencio de Glastonbury; sabrá que hay algo de cierto en el informe de que el bullicio de turistas y el pregoneo de los bakshees han arruinado para muchos la aventura espiritual de Jerusalén. Sabiendo cuántos estetas a la ventura, cuántos intelectuales irresponsables, cuántas meras ovejas de la moda y del espectáculo siguen este sendero a través de Italia, muy bien podrá temer encontrar borrada la antiquísima simplicidad de Asís. Pero cuando la ve, si puedo responder por lo menos por uno entre tantos viajeros idénticos, recibirá lo que solamente se puede describir como el frío choque del consuelo.

La ciudad se levanta sobre una roca, la ciudad es una roca; y es demasiado simple para que cualquiera pueda arruinarla; ha resultado prácticamente imposible pintar, o lustrar o forrar, o siquiera raspar aquella roca. En líneas generales, sólo permanece en la memoria una idea de austeridad. Puede haber, como en realidad hay, la acumulación común de elementos de devoción, que ofenden a algunas personas desgraciadamente demasiado puntillosas; pero ése no es el tipo de peligro en el que estoy pensando, ni siquiera desde el punto de vista de aquellos que admitirían que en otro sentido son peligrosos. No es cuestión de profanaciones de ninguna clase entre los ignorantes o los inocentes que respetan al santo, no es una cuestión relacionada con importar idolatrías en la institución de un santo patrono; sino que es cuestión de patrocinar al patrono.

Y aunque multitudes en este dilatado estado de ánimo deben haber pasado por una estación tan específica del peregrinaje italiano, en rea¡¡dad no han dejado huella a su paso, como lo han hecho en lugares similares; las montañas los han olvidado y sus personalidades han desaparecido como el olor de su gasolina. San Francisco sigue solo con sus propios frailes y en especial con sus propios amigos; sobre todo, con aquel gran primer amigo que fue su intérprete ante la creciente civilización que vino después de él; el amigo que pudo expresar en imágenes lo que san Francisco mismo había sentido siempre como imaginería, o lo que llamamos imaginación; el pintor que tradujo al poeta: Giotto.

El avance de la crítica de arte es un continuo retroceso; parecería que de un modo extraño está destinado a marchar perpetuamente hacia atrás, hacia períodos más y más antiguos. A comienzos del siglo XIX, los críticos habían aceptado, finalmente, la normalidad de los antiguos griegos. A fines del siglo XIV, los críticos ya estaban inaugurando la novedad de los antiguos egipcios. Para esta época, ya todos debemos estar familiarizados con distintas expresiones de admiración por el arte del hombre cavernícola, garrapateado en la roca con rojo y ocre, con un espíritu inconfundible y hasta distinción de dibujante; es el culto a lo prehistórico el que ha dado nuevo significado al culto de los primitivos. Pronto parecerá completamente natural hablar de la sofisticación modernizada y decadente de la Segunda Edad de Piedra, comparada con la civilización rica y bien equilibrada de la Primera Edad de Piedra.

Cuanto más lejos vayamos en nuestra exploración, más cosas encontraremos dignas de ser exploradas; y cuanto más nos acerquemos al verdadero hombre primitivo, más nos alejaremos del mono, y hasta del salvaje. Si esto es verdad aun cuando lo refiramos a la tremenda esfera de acción de toda la historia de la tribu humana, no debe asombrarnos que los hombres hayan hecho el mismo descubrimiento en torno a la elevada y completa cultura del cristianismo. La luz intensa del interés y la concentración artística ha estado desplazándose firmemente hacia atrás desde que era un niño. Recuerdo, vagamente, que en mis primeros años se tenía la impresión de una paradoja cuando se sostenía que la belleza arcaica de Botticelli podía considerarse con la misma seriedad que la terminación sólida de Guido Reni; cuando se decía que Ruskin seguía siendo revolucionario porque prefería la aurora del Renacimiento en el siglo XIV a las heces del Renacimiento en el siglo XVIII.

Pero aun en esa época tan tardía, para la mayoría de las personas, Giotto no era tanto un primitivo como un hombre primitivo. Era una especie de salvaje que había prestado cierto servicio al descubrir que era posible reproducir algo parecido a una figura humana rudimentaria en las paredes de su caverna. Para la mayoría, todo el arte serio seguía en manos de Rafael y de Reynolds. A medida que fui creciendo, prevaleció la revolución de Ruskin, y la mayoría llegó a darse cuenta de que Giotto era un gran pintor; pero hasta aquella mayoría lo contemplaba como el primer gran pintor. Pero ahora, en épocas más cercanas, los artistas cada vez más parecen arqueólogos, en el sentido de que retroceden a lo que es aún más arcaico. Este caso particular de Giotto puede bastar para sugerir el cambio que ha sufrido la fase más reciente de la crítica de arte. En algún lugar, y a la manera de Ruskin, me referí a Giottto como a la figura que se eleva en los inicios del arte cristiano. Uno de los más destacados escultores modernos, a quien muchos denominarían medieval, me escribió para asegurarme que Giotto se yergue al final del arte cristiano; con algo así como una amplia sugerencia de que Giotto lo llevó a su fin.

La luz intensa ha retrocedido más todavía, y ahora ilumina lo que hasta Ruskin y los admiradores románticos de la Edad Media hubieran considerado un desierto de formalismo muerto y bárbaro: la verdadera Edad Media o Edad del Oscurantismo. Nuestros progresistas ahora están atados con cadenas de oro a la decadencia de Bizancio, más que al surgimiento de Florencia. Resulta curioso pensar qué poco daño puede hacer, finalmente, un apodo inapropiado. Todos los admiradores del gótico lo llaman gótico, aunque en sus orígenes la palabra tuvo la misión de tildarlo de bárbaro. Todos los admiradores del bizantino lo llaman bizantino, aunque el mismo adjetivo está ya en uso como símbolo de la decadencia y de la rígida degradación.

Las nuevas teorías del ritmo y del dibujo han hecho justicia a los antiguos cuadros que los románticos consideraban simples diagramas o esquemas. El cambio de Cimabue a Giotto, por lo menos, no es, con tanta certeza, un progreso sin mezcla como creyeron los estudiosos de la Edad Media en la época victoriana. Es, en verdad, una nueva escuela de prerrafaelistas que no son solamente pre-Rafael, sino también pre-Giotto. La resplandeciente figura del pastor ya no luce contra un fondo de negra y bárbara oscuridad, sino en una especie de doble luz, que en sí misma involucra algunos de estos problemas más sutiles del equilibrio y la repetición: a su derecha, el amanecer amplio de Roma, Asís, París, y todo el occidente; y a la izquierda, el ocaso dorado, largo y magnífico de la gran ciudad de Constantino.

Pero, realmente, esta doble luz puede hacer que se logre un mejor esclarecimiento de Giotto y de su maestro, san Francisco. Los dos movimientos artísticos, que llegaron uno después del otro, han hecho cierta justicia a dos mitades de historia medieval, y a un período anterior y posterior al cristianismo, que habían sido menospreciados y mal comprendidos. En la rudeza del arte bizantino, existe una suerte de belleza matemática que sólo ahora comenzamos a comprender, pero también existe otra clase de belleza más animada en el arte más humanizado de la Edad Media posterior; algo que sugiere el momento en que un diseño muerto cobra vida, o en que un esquema comienza a moverse o a bailar.

Un humorista escribió una obra titulada Los amores del triángulo y un teólogo podrá encontrar en ella un profundo significado referente a los amores de la Trinidad. En otros términos, la antigua expresión abstracta de la belleza divina era la expresión de una verdad, pero la otra verdad de su expresión en lo concreto no era menos verdadera. Lo que es verdad respecto del arte abstracto anterior y de la revolución humanística de Giotto, es igualmente cierto respecto de la teología abstracta y de la revolución humanista de Francisco. Algunos escritores modernos que se han ocupado de los primeros franciscanos hablan como si Francisco hubiera sido el primero en inventar la idea del Amor de Dios y del Dios del Amor; o, por lo menos, el primero en regresar y encontrar la idea en los Evangelios. La verdad es que cualquiera podría encontrarla en cualquiera de los credos y definiciones doctrinales de cualquier período, entre los Evangelios y el movimiento franciscano. Pero lo encontraría en los dogmas teológicos, así como lo encontraría en los cuadros bizantinos, dibujado con líneas desnudas y simples como un diagrama matemático, aseverado con una especie de realidad oscura para aquellos capaces de apreciar la idea de contenido y equilibrio lógicos. En los sermones de san Francisco, como en los cuadros de Giotto, se hizo popular por la pantomima. Los hombres comienzan a actuar como en el teatro, en vez de representarlo en un cuadro o en un esquema.

Así descubrirnos que san Francisco fue, en muchos sentidos, el creador de aquella forma teatral de la Edad Media que se llamó milagro; y en la historia de su contacto con el Bambino, que ilustró Giotto en uno de sus dibujos, existe toda esta sugerencia de algo rígido que cobra vida. Y así encontramos en el mismo Giotto una cualidad única, que difícilmente se repetirá en la historia. Es una impresión no sólo de movimiento, sino del primer movimiento. En sus figuras, todavía existe algo que sugiere las columnas de una iglesia movidas por el terremoto espiritual de una visita divina, pero aún así, movidas lentamente y con una especie de grandeza renuente. Los cuerpos aún son parcialmente arquitectónicos, mientras que los rostros tienen la vida de los retratos. Este primer momento de un movimiento tiene. mucho que ver con esa impresión de amanecer y juventud que han sentido muchos admiradores de la Edad Media. Nada está más cercano al nervio de la primera admiración, alma de todas las artes, que esas extrañas palabras del ciego de los Evangelios, cuando despertó a medias a la vista y vio «hombres como árboles caminando». En las figuras de Giotto, hay algo que sugiere hombres como árboles caminando. La escuela bizantina no me permitirá decir que, antes de que sus ojos se abrieran de ese modo, el artista había estado totalmente ciego. Pero seguiré manteniendo que había algo así como un milagro en la transición de tratar a los árboles como tracería y a los hombres como árboles, hasta la comprensión del nuevo choque de la liberación; y cómo, ante la Palabra de Dios, podían levantarse y andar.

Y nuevamente llegamos al paralelo entre el artista y el Santo. Los discípulos de san Francisco fueron, por encima de todo, hombres que podían caminar. Muchos de ellos hasta lo hacían con una especie de falta de familiaridad ofuscada y equilibrio dudoso, privados de pronto, por un torbellino, de todos los apoyos de la propiedad. Pero caminaban, porque un nuevo espíritu del caminante, hasta del vagabundo, había penetrado en el esquema estático del cristianismo medieval; así como un nuevo espíritu de acción y drama lo había hecho en el esquema estático del arte decorativo. La diferencia entre frailes y monjes fue, después de todo, que los frailes ya caminaban como hombres, mientras que los monjes una vez habían permanecido inmóviles como estatuas. No siento otra cosa que admiración por los monjes benedictinos, así como por los mosaicos bizantinos; o, para el caso, por el racionalismo grandioso y casi torvo de los grandes dogmas abstractos. Pero estas cosas chatas y espaciosas, talladas en piedra u ordenadas como estatuas, habían dado con una nueva profundidad o dimensión; una nueva claridad de drama y movimiento.

La propaganda popular de san Francisco, que arrojó a los senderos del mundo a miles de frailes andariegos, fue el inicio de lo que llamamos el espíritu moderno; el espíritu de romance, experimento y aventura terrena. Por una vez, una frase moderna que ha sufrido mucho mal uso puede aplicarse con exactitud; los benedictinos fueron, en el sentido exacto, una orden; así como el plan de una catedral es un orden. Los franciscanos fueron, en sentido exacto, un movimiento. Históricamente, tal vez, la más interesante de las grandes pinturas de Giotto que se exhiben en la Iglesia superior de Asís es aquella que conmemora el famoso sueño del gran papa Inocencio III, en el que vio al extraño mendigo, a quien había casi echado a la calle, sosteniendo todo el peso derribado de san Juan Letrán, y en verdad, en un simbolismo mayor, todo el peso de san Pedro y de la Iglesia fundada sobre una piedra. Más de un historiador ha sugerido que, humanamente hablando, fue san Francisco quien evitó que el cristianismo llegara a su fin bajo la doble destrucción del impulso y el arrastre de los musulmanes desde el exterior y de la herejías pesimistas desde el interior. Este cuadro en particular es digno de notar como ejemplo perfecto de aquella solidez que marcó la simplicidad de la mentalidad medieval.

Los escritores modernos se han referido con bastante frecuencia a los sueños medievales, y a las nubes oscuras y a las fantasías confusas y místicas. Pero, en realidad, la gente de la Edad Media jamás negoció con estas cosas, aun cuando hubiesen estado muy justificados al hacerlo. No creo que ningún moderno, de ninguna escuela, pueda deliberadamente dibujar un cuadro de una visión de los desvelos de la noche, en especial de una visión tan visionaria, tan trascendental y tan tremendamente simbólica como ésa de un santo desconocido que sostiene una Iglesia universal, sin llevar al cuadro cierta sombra de irrealidad, o cierta calidad de remoto, o un halo fantástico de lo preternatural; por lo menos, de misterio y de los matices de la aurora. Pero el sueño medieval es más sólido que la realidad moderna. El artista medieval lo trató de un modo directo que pertenece al vigoroso realismo de la inocencia y de la niñez; es el tipo de actualidad que ha permanecido totalmente intocada por los variados escepticismos que se disfrazan de misticismo. El sueño está lleno de algo muy extraordinario; algo que, para aquellos que pueden entenderlo, brilla en lo bueno y en lo malo de toda esa época que llamamos la Edad del Oscurantismo: clara luz del día.

Por otra parte, el espíritu que ilumina estos grandes diseños medievales, en general, no es tanto el espíritu de la plena luz, como, en un sentido algo curioso y peculiar, el espíritu del amanecer. De aquel diseño profundamente medieval es acertado decir algo de lo que Keats dijo del diseño altamente clásico de su urna griega. Es una suerte de inmortal diseño mañanero, y aquello que en el tiempo fijo resulta una mera transición es un absoluto para la eternidad. En estos tiempos modernos, estamos tan acostumbrados a pensar en términos de lo que llamamos progreso, que muy pocas veces admitimos, excepto en paréntesis poéticos, que existe un momento perfecto que es mejor que lo que vendrá luego, así como es mejor que lo ocurrido antes. Sin embargo, convendría insistir en que el arte, en toda la historia, no tuvo mejor momento, ni antes ni después, que este en el cual todo lo que fue bueno en el antiguo encuadre y en el antiguo formalismo mantuvo la fuerza de un gran edificio, pero en el que había entrado aquel ímpetu de vida y de crecimiento que lo había convertido en algo así como un bosque, sin convertirlo todavía en una jungla.

El espíritu naturalista del siglo XIX, cuando comenzó a comprender el genio de Giotto y de san Francisco, tal como lo interpretaron Ruskin o Renan, se vio obligado a fijarse, especialmente, en el fantástico y encantador episodio del Sermón a los Pájaros. Pues aquella generación se preocupaba menos por la conservación de las iglesias que por la conservación de los pájaros, aun en el erróneo sentido de conservar los animales de caza. Sería fácil ilustrar todo el desarrollo de esta idea — hasta podríamos decir el ascenso y descenso— bajo el emblema o el ejemplo del pájaro. Los pájaros de la época primaria y simbólica fueron simples y, en cierto modo, terribles: como el Águila del Apocalipsis o la Paloma del Espíritu Santo. Todos los otros pájaros del esquema bizantino hubieran sido tan abstractos y típicos como los pájaros de un antiguo jeroglífico egipcio. Los pájaros de la época realista posterior, cuando los pintores del siglo XIX habían llevado a la última perfección —o a la última saciedad— los estudios de los ópticos y los físicos, comenzados en el siglo XVI, muy bien pudieron ser una exhibición sumamente detallada y hasta asombrosa de ornitología. Pero los pájaros a quienes predicó san Francisco, en la visión del arte del siglo XIII, eran pájaros que podían cantar y volar, pero que aún no habían llegado a ser pájaros para cazar o embalsamar; habían dejado de ser puramente heráldicos sin haber llegado a ser puramente científicos.

Y, como en todos los estudios de san Francisco volvemos siempre a aquella gran comparación que él negaba con toda su humildad, al mismo tiempo que deseaba con todo su corazón, podemos decir que no eran totalmente distintos de aquellos otros pájaros extraños de la leyenda, que el Niño Sagrado había formado con trozos de arcilla, y a los que dio vida y ligereza con una palmada de sus manitas sagradas.

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