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La nueva defensa de las escuelas católicas

Se han dicho muchas tonterías relacionadas con la necesidad de la novedad; en este sentido, nada hay de meritorio en ser moderno. Un hombre que, seriamente, describe su creencia como modernista, igualmente puede inventar un credo llamado lunismo, significando con ello que pone especial fe en las cosas que le ocurren los días lunes; o una doctrina llamada mañanismo, pues cree en los pensamientos que se le ocurren por la mañana y no en los que se le ocurren por la tarde.

El modernismo es solamente el período en el cual nos encontramos, y nadie que piense puede suponer que está obligado a ser superior a la época que viene después o a la que acaba de pasar. Pero, en sentido relativo y racional, podemos felicitarnos de conocer las novedades del momento, y de haber comprendido hechos recientes o descubrimientos que algunas personas todavía ignoran.

En este sentido, podemos decir, realmente, que el concepto fundamental de la educación católica es un hecho científico y en especial psicológico. Nuestra demanda de una cultura completa basada en su propia filosofía y religión es una demanda tal que resulta verdaderamente incontestable, a la luz de la psicología más vital y aun más moderna. En cuanto a eso, para aquellos que se preocupan de tales cosas, no puede existir otra palabra más moderna que atmósfera.

Ahora bien, mientras están ocupados en hacer cualquier cosa menos discutir con nosotros, nuestros amigos científicos y modernos jamás se cansan de decirnos que la educación debe ser tratada como un todo; que todas las partes de la mente se afectan entre sí; que nada es demasiado trivial para ser significativo y simbólico; que todos los pensamientos pueden ser coloreados por emociones conscientes o inconscientes; que el conocimiento jamás puede estar en compartimentos estancos; que lo que parece un detalle sin sentido puede ser el símbolo de un deseo profundo: que nada es negativo, nada está desnudo, nada permanece separado y solo.

Utilizan este argumento en toda clase de propósito; algunos, bastante sensatos; otros, tan tontos que llegan casi a la locura; pero, de manera general, así es como argumentan; y lo que no saben es que están discutiendo en favor de la educación católica, y en especial en favor de la atmósfera católica en escuelas católicas. Quizás, si lo supieran, abandonarían la discusión.

Realmente, aquellos que se niegan a comprender que los niños católicos deben tener una escuela completamente católica, retroceden hasta aquellos días malos, como ellos dirían, cuando nadie quería educación sino instrucción. Son reliquias de la época muerta, cuando se creía que era suficiente perforar a los alumnos con dos o tres aburridas e inconexas lecciones que se suponía que eran completamente mecánicas. Descienden del filisteo original que habló primero de «Las tres R»; y la burla que de él se hace es muy simbólica de su tiempo. Pues pertenecía a esa clase de hombres que insisten muy literalmente en la capacidad de leer y escribir, y en la misma insistencia se muestra muy analfabeto.

Hubo hombres ricos y muy ignorantes que exigieron a gritos la educación. Y entre los signos de su ignorancia y estupidez se encontraba ése, tan particular, de considerar las letras y los números como cosas muertas, separadas unas de otras y de un aspecto general de la vida. Al pensar en un niño que estudia las primeras letras, creían que era algo que no tenía nada que ver con un hombre de letras. Creían que un niño que calcula podía fabricarse como una máquina de calcular.

Por lo tanto, cuando alguien les decía «estas cosas deben ser enseñadas en una atmósfera espiritual», creían que era una tontería; tenían la vaga idea de que ello significaba que un niño sólo podía hacer una suma sencilla cuando lo rodeaba el olor a incienso. Pero creían que la suma era algo mucho más simple de lo que es. Cuando el polemista católico les decía «hasta el alfabeto puede ser aprendido de un modo católico», creían que era un fanático delirante; creían que quería decir que nadie debe leer otra cosa que un misal en latín.

Pero ese polemista católico hablaba muy en serio, y lo que decía es psicología absoluta y sensata. Hay un modo católico de aprender el alfabeto; por ejemplo, evita que uno piense que lo único que importa es aprender el alfabeto; o que despreciemos a personas mejores que nosotros, si no han tenido la oportunidad de aprender el alfabeto.

La antigua escuela de instructores, no psicológicos, decía: «¿Qué sentido puede tener mezclar la aritmética con la religión?» Pero la aritmética está mezclada con la religión o, aún más, con la filosofía. Tiene mucha importancia que el maestro diga que la verdad es real, o relativa, o cambiante o una ilusión. El hombre que dijo «Dos más dos son cinco en las estrellas fijas» estaba enseñando aritmética de una manera antirracional, y por lo tanto anticatólica. El católico está mucho más seguro de las verdades fijas que de las estrellas fijas.

Mas ahora no quiero discutir qué filosofía es la mejor; solamente, quiero señalar que cada educación enseña una filosofía; si no por el dogma, por deducción, por atmósfera. Cada parte de esa educación tiene conexión con cada una de las demás partes. Si no se combinan todas para transmitir cierto sentido de la vida, no es educación. Y los educadores modernos, los psicólogos modernos, los hombres de ciencia modernos están de acuerdo en afirmar y reafirmar esto, hasta que comienzan a discutir con los católicos sobre las escuelas católicas.

En suma, si hay una verdad psicológica que se puede descubrir por medio de la razón humana, es ésta: que los católicos deben pasársela sin enseñanza católica o que deben poseer y gobernar escuelas católicas. Hay una causa para negarse a permitir que las familias católicas crezcan como católicas, mediante una maquinaria que merezca llamarse educación en el sentido actual. Hay una causa para negarse a hacer concesiones a los católicos y negar su idiosincrasia como si fuese una locura. Hay una causa, porque siempre ha habido una causa para la persecución; para que el Estado se apoye en el principio de que ciertas filosofías son falsa y peligrosas, y deben ser destruidas, aunque se las sostenga sinceramente; verdaderamente, deben ser destruidas, especialmente si se las apoya con sinceridad.

Pero, si los católicos deben enseñar el catolicismo todo el tiempo, no pueden enseñar teología católica sólo parte del tiempo. Son nuestros oponentes, y no nosotros, quienes adjudican una posición realmente injuriosa y supersticiosa a la teología dogmática. Ellos son quienes suponen que la «materia» especial llamada teología puede meterse en la mente por medio de un experimento que dure media hora; y que esta inoculación mágica les alcanzará para una semana en un mundo que está completamente empapado en un concepto contrario de la vida.

La teología es religión articulada; pero, por más extraño que parezca a los verdaderos cristianos que nos critican, tan necesaria es la religión como la teología. Y la religión, como a menudo tienen la amabilidad de recordarnos cuando no está en el tapete este problema en particular, es algo de todos los días de la semana y no solamente para los domingos o para los servicios religiosos.

La verdad es que el mundo moderno se ha comprometido con dos conceptos totalmente distintos e inconsistentes de la educación; y siempre trata de excluir de ella toda religión y toda filosofía. Pero esto es absolutamente estúpido. Se puede tener una educación que enseñe el ateísmo porque el ateísmo es verdadero y puede ser, desde su punto de vista, una educación completa. Pero no se puede tener una educación que proclame que enseña toda la verdad y después se niegue a discutir si el ateísmo es una verdad.

Desde el advenimiento de la educación psicológica más ambiciosa, nuestras escuelas han proclamado que desarrollan todos los aspectos de la naturaleza humana; es decir, que dan lugar a un ser humano íntegro. No es posible hacer esto e ignorar totalmente una tradición viva, que enseña que un ser humano completo debe ser un ser humano cristiano o católico. Hay que perseguir esa tradición o permitirle que complete su propia educación.

Cuando se suponía que la enseñanza consistía en deletrear, contar y hacer garabatos y ganchos, podría haber cierto motivo para decir que podía impartirlo tanto un baptista como un budista. Pero cuál es el sentido de tener una educación que incluye lecciones de «ciudadanía», por ejemplo, y pretende no incluir nada que se parezca a una teoría moral, e ignora a todos los que sostienen que una teoría moral depende de una teología moral.

Nuestros maestros de escuela declaran que sacan a la luz todos los aspectos del alumno: el aspecto estético, el atlético, el político y así sucesivamente; y no obstante siguen con la cantinela anticuada del siglo XIX, que dice que la instrucción pública no tiene nada que ver con el aspecto religioso.

La verdad es que, en este tema, son nuestros enemigos quienes están atrapados en el lodo, y permanecen en la atmósfera sofocante de la educación no desarrollada y no científica; mientras que nosotros, por lo menos en esto, estamos de parte de los psicólogos modernos y de los educadores serios, al reconocer la idea de atmósfera. Ellos, a veces, prefieren llamarlo medio ambiente.

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