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La vulgaridad

La vulgaridad es uno de los inventos modernos más grandes y nuevos; como el teléfono o el aparato de radio. Puede sostenerse plausiblemente que el teléfono no es un instrumento de tortura tan fuerte como las empulgueras o el potro de tormento y, de la misma manera, que otras épocas tuvieron sus vicios, los que fueron peores que este vicio moderno. Así como en los cuadernos de bosquejos de Leonardo da Vinci podemos encontrar imaginativos esquemas de aeroplanos, o especulaciones semejantes a las de la física moderna en los filósofos de la antigua Grecia, de la misma manera podremos encontrar aquí y allá, en la historia, una insinuación o un anuncio de la visión grande y dorada de la vulgaridad que habría de estallar luego en el mundo. Podemos encontrarla en el olor de la plutocracia púnica que apestó en la narices de griegos y romanos, o en ciertos toques de mal gusto en un admirador de las artes como fue Nerón.

A pesar de todo, esto es tan nuevo que el nuevo mundo aún no le ha encontrado nombre y se ha visto obligado a tomar prestado una nombre un tanto engañoso, que en realidad es la palabra latina para designar otra cosa. Del mismo modo, tenemos que seguir usando la palabra griega que designa el ámbar como el único nombre de la electricidad, porque no tenemos idea de cuál es el verdadero nombre o la verdadera naturaleza de la electricidad. Así, tenemos que seguir usando la palabra latina vulgus, que sólo significó «gente común», para describir algo que no es particularmente común entre la gente común.

Verdaderamente, a través de extensos períodos de la historia humana y en vastos espacios del globo, es muy poco común entre la gente común. Los granjeros que viven según largas tradiciones agrícolas, los campesinos en sus villas normales, hasta los salvajes en sus tierras salvajes, difícilmente son vulgares. Aunque masacren y esclavicen, aunque ofrezcan sacrificios humanos o coman carne humana, difícilmente son vulgares. Todos los viajeros atestiguan la natural dignidad de su continente y la ceremoniosa gravedad de sus costumbres. Aun en las ciudades y en la civilizaciones modernas más complejas, los pobres como tales no son particularmente vulgares.

No; existe algo nuevo, que realmente necesita un nombre nuevo y más aún una nueva definición. Yo no digo que puedo definir la vulgaridad pero, como terminé de leer un libro moderno acerca del amor, me siento propenso a ofrecer unas cuantas sugerencias.

Hasta donde puedo acercarme a su esencia, consiste, en gran medida, de dos elementos; los llamaría facilidad y familiaridad. El primero significa que un hombre realmente «chorrea», es decir que su autoexpresión surge sin esfuerzo, selección ni control. No sale de él en forma de palabras punzantes y espinosas, que pasan por un órgano articulado; simplemente, brota de él como transpiración. No necesita detenerse para explicarse, pues ni se comprende a sí mismo ni comprende los límites de la explicación. Es la clase de hombre que comprende a las mujeres, que siempre se lleva bien con los jóvenes; al que le resulta fácil conversar, escribir, hablar en público, pues su propia autosatisfacción lleva implícita una especie de enorme nube o ilusión de aplauso.

Y el segundo elemento es la familiaridad; que, bien comprendida, sería profanación. Horacio habló del «vulgar profano» y es verdad que esta familiaridad es la pérdida del miedo sagrado y un pecado contra el aspecto místico del hombre. En la práctica, significa manipular las cosas con confianza y con desprecio, sin la concepción de que todas las cosas, a su manera, son sagradas. Su moda más reciente es la predisposición para escribir torrentes de tonterías a favor de cualquier aspecto de un tema serio, pues raramente se observa una verdadera vulgaridad en torno a un tema frívolo.

Lo destacable es que el tonto es tan subjetivo que nunca se le ocurre temer al tema. Por ejemplo, puede ser un tonto pagano igual que un puritano, en el debate de la moral moderna; pero en el primer caso, habrá torrentes de tonterías en torno al amor, la pasión y el derecho a la vida; y en el segundo, torrentes exactamente iguales en torno a la hombría cristiana, y a la adolescencia sana y a la noble maternidad y al resto. El inconveniente es que están infernalmente familiarizados con esas cosas.

Nunca se encontrará algo así en el verdadero enamorado que escribe sobre la mujer que ama, ni en el santo verdadero que escribe sobre los pecados que odia. Ambos dicen lo que se debe, porque de otra manera no dirían absolutamente nada.

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