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El lebrel del cielo

El lebrel del cielo, el poema religioso más importante de los tiempos modernos y uno de los más grandes de todos los tiempos, se produjo en ciertas condiciones históricas peculiares que acentúan su singularidad. En primer lugar, el poema religioso lo es no sólo en sentido real sino también en lo que algunos llamarían el sentido limitado.

Actualmente, se usa la palabra «religión» en una forma expansiva o telescópica, a veces inevitable, a veces casi intolerable. Se la aplica a distintos dominios de la emoción, o de la especulación espiritual, que limitan más o menos con la religión misma; se aplica a otras cosas que son casi idénticas a la religión. Pero el límite entre la expansión legítima e ilegítima de una palabra es tan difícil de trazar, que hay muy poco que ganar en discutirlo, excepto esa simple discusión sobre una palabra que se llama logomaquia. Siempre hay discusiones respecto de una definición o excepciones a una regla. El gran principio de que Pigs es Pigs no impide la existencia de lingotes de hierro[1], o que los caníbales digan que un hombre es un cerdo largo.

Todos conocemos al hombre práctico, al escéptico de la multitud, al ateo, que se jacta de llamar al pan, pan, y al vino, vino. Pero hasta él puede tener que vérselas con el hombre culto y sofisticado que le probará que, aun en el caso del as de espadas que él presenta cuando juega al póquer, la azada no es en realidad una azada, pues la palabra deriva de la española espada.[2]

En cuanto nos ponemos sutiles y discutimos sobre lo que las palabras tendrían que significar, o pueden querer significar, nos encontramos en un mundo de palabras, sumamente aburridor para quienes se ocupan del mundo de los pensamientos. Para éstos, será suficiente comprender que, sin duda, fue y es cierta cosa, a la que nuestros padres encontraron más práctico atribuir y limitar el nombre de religión; que reconocieron que el asunto tenía muchas formas y que había muchas religiones; que estaban igualmente seguros de qué cosas no eran religiones, en las que se incluía mucho de aquello que los modernos moralistas llaman una vida religiosa más amplia. Reconocían una religión protestante y una religión católica, y posiblemente creían que una de las dos era la verdadera; reconocían una religión musulmana, aunque la creyeran falsa; reconocían una religión judía, que una vez fue la verdadera y por una traición se había convertido en falsa; y así sucesivamente. Pero no reconocían una religión de Humanidad; o una «religión de la Fuerza Vital»; o una religión de la evolución creadora; o una religión que tiene el objeto de producir, finalmente, un dios aún inexistente. Y la distinción se mantiene mejor que nada notando estos ejemplos que tratan de fijar las evasiones fugaces de los sofistas verbales de hoy.

Lo que queríamos significar al decir que El lebrel del cielo es un verdadero poema religioso es simplemente que no tendría sentido si supusiéramos que se refiere a cualquiera de esas abstracciones modernas o a cualquier cosa que no sea un Creador personal en relación con una criatura personal. Puede ser, y realmente es, una actitud generosa y caritativa contemplar todas las multitudes de hombres con simpatía y lealtad social. Pero no eran las multitudes de hombres quienes perseguían al héroe de este poema «todas las noches y todos los días». Puede ser bueno para los hombres aguardar ansiosamente que la humanidad produzca algún día algún ser superior, dentro de miles de años, que será como un dios comparado con la masa común de los hombres. Mas no era ninguna persona superior nacida de mil años a esta parte quien arrojó al pecador de este cuento de refugio en refugio. No huía de la Fuerza Vital, de un simple resumen de toda la vitalidad natural, que estaría igualmente expresada en el perseguido o en el perseguidor. Pues exige igual Fuerza Vital huir de alguien que perseguirlo. No escapa raudamente de un lento proceso de adaptación llamado evolución, como un hombre perseguido por un tortuga. No lo preocupa una transformación biológica gradual, por la cual un sabueso del Paraíso podría convertirse en un sabueso del Infierno. Tenía que vérselas con las relaciones individuales directas de Dios y Hombre, y la historia carecería totalmente de sentido para quien pensara que el servicio al Hombre es un sustituto del servicio a Dios.

Es aquí donde la costumbre práctica del discurso, entre nuestros religiosos antepasados de todas las religiones, prueba su validez y su veracidad. Francis Thompson era católico, muy católico. En ciertos aspectos del arte, de la poesía y la pompa, el católico se acerca al pagano; en ciertos aspectos de la filosofía y la lógica (aunque esto se comprende muy poco), tiene más simpatía por el escéptico o el agnóstico. Pero, en el sólido hecho central del tema o de la materia de que se trata, sigue siendo algo completamente apartado de los escépticos y hasta de los paganos; y todos los cristianos forman parte de él. Un miembro perfectamente sencillo y sincero del Ejército de Salvación sabe de qué trata El lebrel del cielo, aunque lo conozca mejor sin leerlo, y reconocerá su teología central con la misma rapidez que el Papa. Sin embargo, el simple humanista, el simple humanitarista, el admirador universal del arte, el que patrocina todas las religiones, nunca sabrá de qué trata, pues nunca ha estado tan cerca de Dios como para huir de Él.

El siguiente punto de interés es que este poema de religión puramente personal, tan devoto, tan dogmáticamente ortodoxo, apareció en el momento en que menos se lo podía esperar, y al término de un proceso histórico que en apariencia lo hacía imposible.

El siglo XIX había sido, por lo menos en apariencia, una triunfal sucesión de progresos, que se alejaba de estas relaciones teológicas, que se consideraban estrechas, hacia ideales de hermandad o vida natural que parecían ser más amplios. Podríamos decir que los poetas habían encabezado la procesión, pues, a comienzos del siglo XIX, Shelley, Landor, Byron y Keats se habían inclinado de diversas maneras hacia un paganismo panteísta; Víctor Hugo continuó la tendencia en Europa y Walt Whitman en América. Por supuesto, hubo corrientes cenizadas y confusiones continuas. Hasta un llamado al panteísmo es parecido a un llamado al teísmo, y fue difícil imitar a los paganos sin descubrir, como san Pablo, que eran muy religiosos. La contradicción apareció de manera caprichosa en el caso de Swinburne, que siempre trató de probar que era ateo invocando a diez dioses distintos en un estilo copiado exactamente del Antiguo Testamento.

Generalizando, no obstante, recuerdo bastante bien las curiosas condiciones culturales en que surgió el genio de Francis Thompson; pues aunque era un muchacho en aquella época, a veces un joven puede absorber la atmósfera de un sociedad con el mismo instinto subconsciente sutil con que un niño puede absorber la atmósfera de una casa. Leí a todos los poetas menores; y era, especialmente, una época de poetas menores. Lo curioso es que Francis Thompson era considerado, criticado, apreciado o admirado como uno de los poetas menores. Reconozco que Richard Le Gallienne, que es uno de los sobrevivientes de aquella época, se defendía con espíritu, pero con cierto aire de audacia, del cargo de exageración que le hacían por decir que los poemas de Thompson tenían una riqueza isabelina y a veces casi un esplendor shakespiriano. Le Gallienne tenía mucha razón; pero lo trascendente es que su defensa era una defensa en general de los poetas menores, y de este poeta como tal. Al mundo en general no se le había ocurrido pensar que Francis Thompson era un poeta mayor, hasta podríamos decir un profeta mayor. En todo ese mundo de la cultura, reinaba una atmósfera de paganismo que se iba desgastando. Pero casi nadie pensó que el futuro de la poesía fuera otra cosa que un futuro de paganismo. Fue entonces, en el silencio que, lentamente, se hacía más profundo, como en el poema de Conventry Patmore, cuando se oyó por primera vez, muy lejano, el aullido de un lebrel.

Eso es lo principal de la obra de Francis Thompson; es aun más importante que su colorido aparato escénico de imágenes y palabras. El despertar de los domini canes, los Perros de Dios, significó que otra vez había comenzado la cacería, la cacería de las almas de los hombres, y que la religión de tipo realista no estaba muerta. En el poema de Patmore, el perro es un «viejo lebrel guardián»; y podemos decir, sin irreverencia, que la primera impresión o lección fue que el perro viejo todavía vive. En todo caso, fue un suceso de la historia, tanto como un suceso de la literatura, cuando la religión personal regresó de súbito con algo del poder de Dante o de Dies Irae, al cabo de un siglo durante el cual tal religión se había ido debilitando cada vez más, y cuando religiones cada vez más impersonales parecían ir tomando posesión del futuro.

Y aquellos que comprenden mejor al mundo saben que el mundo ha cambiado y que la cacería continuará hasta que todo el mundo esté acosado.

Notas

[1] El autor juega con las palabras pig, «cerdo» y pig-iron, «lingotes de hierro». (N. del T.)

[2] Azada se dice spade en inglés, al igual que el palo de la baraja correspondiente al de espada de la baraja española. (N. del T)

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