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El fin de los modernos

Todas las escuelas del pensamiento, moderadas, revolucionarias o reaccionarias, están de a cuerdo en que el futuro está plagado de nuevas posibilidades o peligros, en que las diferentes formas de rebelión en arte o en pensamiento son el comienzo de los grandes cambios y, especialmente, en que ciertos genios, creadores o destructivos, han abierto las puertas de un nuevo mundo. Los comunistas podrán pensar que son las puertas del Paraíso; los conservadores, que son las del Infierno. Pero sustancialmente, ambos creen que marcan, no solamente el fin del mundo, sino también el comienzo de otro mundo. Los escritores modernos que han sido aclamados alternadamente por dinámicos o demoníacos, no son más que los precursores de otros todavía más dinámicos o más demoníacos. Ambas partes se han puesto, en este aspecto, totalmente de acuerdo; pero tengo la desgracia de disentir con ambas.

Creo que lo más importante de lo que, de una manera general, podemos llamar futurismo, es que no tiene futuro. Aún tiene un presente muy airoso e interesante. En verdad, tiene un pasado pintoresco y romántico. La vida de D. H. Lawrence, por ejemplo, se ha convertido ya en una simple leyenda, que puede tener cualquier antigüedad; y el encanto romántico y algo sentimental que ya lo rodea está tan distante y es tan difuso como el que rodeó a Byron o a Burns. En cuanto al presente, ningún período puede ser completamente opaco cuando en él escribe Aldous Huxley; pero es conveniente destacar qué escribe. En Un mundo feliz demuestra que, por más sombríamente que vea el presente, odia definitivamente el futuro. Y sólo difiero con él en que no creo que haya futuro para odiar.

Tomo estos dos nombres como típicos de lo que en la última década se ha dado en llamar modernismo o rebelión; pero la tesis que yo sugeriría abarca algo más grande y tal vez más sencillo. Los elementos revolucionarios en nuestra época no marcan el comienzo sino el final de una época de revolución. Vacilaría antes de calificar de rechazables a un montón de hombres de letras distinguidos y a menudo sinceros; de lo contrario, le hubiera dado ese título breve y conveniente a este artículo. Prefiero poner el mismo significado, o quizás la misma metáfora, en las palabras de un poeta revolucionario (cuya actual falta de popularidad basta para demostrar cuán inseguro es el futuro de la poesía revolucionaria) y, mientras brindo a la memoria de Lawrence o a la salud de Huxley, murmuro las palabras:

Todo tuyo, el último vino que sirvo

es el último que derramo en el cáliz.

Esto va a sugerir la misma idea pero con palabras menos agresivas. Resumiendo, es cierto, sin duda, en las palabras de Jefferson Brick (el pionero de la rebelión) que la Libación de la Libertad a veces es de sangre; pero, sea sangre o vino, la copa está muy próxima a secarse.

Mis motivaciones para tales pensamientos no tienen nada que ver con gustos o antipatías, o con aquello de que el deseo es padre del pensamiento; es la clase de lógica más parecida a la matemática o al ajedrez. A casi todos los sistemas morales y metafísicos modernos, tales como los establecen los mismos modernos, me contentaría con agregar como comentario: «Mate en tres movimientos». Lo que quiero decir es que esos pensadores se han ubicado en posiciones que ya están destinadas a morir por las leyes del pensamiento; o, cambiando la figura matemática en militar, se han flanqueado sus posiciones, se cortaron sus comunicaciones y las municiones están escaseando. En muchos casos, su forma de rebelión es tal que sólo puede ser una especie de formación temporaria.

Para explicar lo que quiero decir, tomaré primero un ejemplo extremadamente simple y hasta torpe. No alcanza a los tipos más distinguidos que he mencionado; pero manifiesta de una manera clara y simple el sentido en el que tales cosas son intrínsecamente fugitivas. Me refiero a lo que ha dado en llamarse el uso literario de la blasfemia. Anteriormente, cuando el espíritu de rebelión era más joven, fue usada por ciertos hombres de genio; por Swinburne, en cuya obra parece que ahora ha perdido su aguijón. Hace poco, un escritor moderno, designado para hacer un estudio especial de Swinburne, preguntó hastiado cómo era posible que alguien pudiera emocionarse con los versos que decían que el Galileo también bajaría hasta los muertos. También perturbó a la bella literatura y muy confusa filosofía cósmica de Thomas Hardy, que trató de decir (a la vez) que Dios no existía y que debía avergonzarse de existir; o posiblemente que Él debía estar avergonzado de no existir.

Esta irritante blasfemia, que está ya un poco rancia entre las personas cultas, aparentemente está muy fresca para los comunistas; pero eso se debe a que la Rusia bolchevique es el Estado más atrasado de Europa. Hasta se dice que trató de imprimir afirmaciones ateas en cajas de cerillas para venderlas en Inglaterra, a modo de propaganda. Si es verdad, deben tener una idea muy extraña de Inglaterra, para suponer que su población, un poco demasiado inerte, puede ser inducida a declarar la guerra civil universal por malas palabras impresas en cajas de cerillas. Mas lo que nos interesa aquí es que esta clase de malas palabras, como todas las malas palabras, necesariamente se debilita con el uso.

La literatura del ateísmo está destinada al fracaso, exactamente en la misma proporción en que triunfa. Los bolcheviques no solamente intentaron abolir a Dios, lo que para algunos es una tarea que exige cierto ingenio, sino que trataron de hacer una institución de la abolición de Dios y, cuando el Dios queda abolido, queda abolida la abolición. No puede haber futuro para la literatura de la blasfemia; porque, si fracasa, fracasa; y si triunfa, se convierte en literatura respetable. Resumiendo, todo esto puede ser un efecto instantáneo; como hacer pedazos un valioso vaso que no puede hacerse trizas nuevamente.

El ademán que desafía al cielo sólo puede ser imponente como último ademán. La blasfemia es, por definición, el fin de todo, incluso del blasfemo. La esposa de Job vio el sentido común de ello cuando instintivamente dijo: «Maldice a Dios y muere». El poeta moderno, por algún descuido impensado, olvida morir, a menudo.

Éste es un ejemplo muy popular y sencillo; mas define exactamente lo que quiero decir cuando afirmo que estas mociones dinámicas que negocian con la muerte son portadoras de las semillas de su propia muerte. Y cuando volvemos a los escritores más sutiles y sugerentes, como los mencionados, descubrimos que es ésta su condición. No están abriendo las puertas del Cielo ni las del Infierno; están en un callejón sin salida, al final del cual no hay ninguna puerta. Siempre están filosofando pero no tienen ninguna filosofía. No han alcanzado esa realidad, esa razón de las cosas o, si prefieren, esa sinrazón de las cosas comprendidas en su totalidad, que buscan evidente y reconocidamente. Pero lo que aquí hace a la cuestión es que ellos no saben (al revés de lo que les ocurría a los antiguos revolucionarios) en qué dirección deben buscar. No han sabido descubrir no solamente cuál es su propósito en el mundo, sino que tampoco han sabido descubrir su propósito en la voluntad. Son insolventes a la vez que ingeniosos, brillantes y elegantes. Han llegado al final; pero no al Fin. Los revolucionarios anteriores eran felices en su condición de pioneros de los más adelantados movimientos de su época; como Walt Whitman que, con el hacha en la mano, marchó al frente de la democracia industrial. Pero Aldous Huxley no se inflama ante la palabra «democracia». D. H. Lawrence, por su parte, podía inflamarse ante la palabra «industrialismo».

En relación con todo esto, el caso es bastante simple. Lawrence, a quien tantos modernos han convertido en una especie de modelo del modernismo, en realidad estaba en violenta rebelión contra todo lo que puede llamarse moderno. No odiaba, solamente, la maquinaria industrial y la sociedad servil que ha producido; odiaba casi todos los efectos de la ciencia, de la educación pública y hasta del progreso político. Todo esto está muy bien y es muy justo; pero también odiaba el intelectualismo junto con el industrialismo; aunque no puedo imaginar por qué podría ocurrírsele a alguien pensar que el industrialismo es particularmente intelectual. Pero tenía toda la razón en su rebelión contra esas cosas, sólo que todas ellas, por su naturaleza misma, son muy modernas o muy recientes. Él estaba en favor de cosas muy antiguas, y en especial de una de las cosas más antiguas de la Tierra, la adoración a la Tierra, a la Gran Madre: Deméter. Pero no podía, y así lo aceptó, ni siquiera hacer eso, sin cortarse, casi literalmente, la cabeza. Para un pensador, sería el equivalente a cortarse la garganta. Él confesó, realmente, que solamente podía adorar a Deméter del cuello para abajo. Sólo podía hacerlo si enfrentaba al subconsciente contra la conciencia o, en otros términos, los sueños contra la luz del día. Seguramente, es un evangelio digno de destacarse para una época realista. En un texto famoso, escribió: «En mis sueños oscuros los dioses son»; pero agregó, que en «su mente blanca» los dioses no eran, pues la más elemental educación los había aniquilado. Pero la mente moderna educada no es blanca; sólo es pálida.

Lo importante es que, desde cualquier punto de vista, antiguo o moderno, su solución no es una solución. Un hombre no puede dejar su cabeza en casa y enviar su cuerpo a bailar al mundo y a hacer lo que le place; y no hay ninguna razón para suponer que hará lo que debe, desde un punto de vista moderno o desde cualquier otro punto de vista. Por ejemplo, si se le ocurriese comida, robaría; y robaría con la misma buena predisposición de un almacén comunista que de una casa privada. Éste no es el comienzo de una nueva vida; una selva magnífica que se abre frente al hombre como una especie de Mowgli. Es el fin de un argumento imposible, que no puede ir más allá. Un hombre que se revolcase en la tierra con los animales no sería un animal. Sólo sería un loco, que es exactamente lo opuesto a un animal. No había forma de salir del impasse intelectual o anti-intelectual en el que se metió Lawrence; excepto ese tercer camino en el que nunca pensó... posiblemente porque conduce a Roma.

Si el simple racionalismo es insuficiente, debemos elevarnos a la razón y no descender. El llamado directo a la naturaleza está completamente fuera de lo natural. Es verdad que a él se sometieron con debilidad los panteístas de la primera época revolucionaria, ahora remota; y lo aceptaron muchos considerados piadosos. El profesor Babbit señaló algunas de las concesiones peligrosas en Wordsworth.

Otro escritor, aun más ortodoxo, de ese período expresó el error. Dijo que a través de la naturaleza debemos elevarnos hasta el Dios de la naturaleza. Estaba equivocado. Debemos descender desde Dios hasta la naturaleza de Dios. La naturaleza está bien sólo cuando se la contempla a la luz de un bien más alto; ya sea en la mente del hombre, como sostendrían los humanista, ya sea en la mente de Dios, como dirían los cristianos. Pero ellos creían realmente en su Dios; mientras que Lawrence no creía, realmente, en su diosa. Él, apasionadamente, no creía en nada, excepto en algo en lo que no podía realmente creer.

Aldous Huxley, a quien he tomado como el otro talento sobresaliente de esa época, ve esta posibilidad y la evita. Pero sólo puede evitarla disminuyendo su propia norma hasta algo tan fino que apenas puede sostenerse. En una de sus novelas, uno de los personajes resume la doctrina general del autor, diciendo que el Hombre no debe tener la esperanza de ser ni animal ni ángel. Agrega, significativamente, que es un tema semejante al de la cuerda floja. Ahora bien, el caminar en la cuerda floja es difícil y peligroso; y el autor hace de la buena vida algo mucho más difícil que la vida de un asceta.

No solamente debe evitar ser un animal, sino que además debe cuidarse de cualquier accidente desdichado que lo convierta en un ángel. Vale decir que le están prohibidos el entusiasmo y las ambiciones espirituales que han sostenido a los santos y, no obstante, debe convertirse, a sangre fría, en algo mucho más excepcional que un santo. Nadie le pide a un realista como HuxIey que idealice lo real. Pero un realista de este tipo debe saber, sin duda, que la naturaleza humana no puede mostrar, a cada instante, el valor y el desvelo de un equilibrista espiritual, que no puede sufrir por este ideal más que todos los héroes, al mismo tiempo que se le prohíbe idealizar su propio ideal. El plan de vida es simple y evidentemente impracticable; mientras que los planes de los místicos y de los mártires más valientes han probado ser practicables.

Afirmo que no detesto a estos hombres como si fuesen las primeras figuras de un ejército de anarquistas en pleno avance. Contrariamente, los admiro como las últimas figuras de un ejército anarquista derrotado. Tomo a estos dos escritores originales y enérgicos como prototipos de muchos otros; pero lo importante es que no son, como los anarquistas de la historia, los cabecillas de un ejército que marcha en una dirección determinada. Eso, precisamente, es lo que no son. Lawrence arremetió contra casi todo; Huxley, más sensitivo, retrocede ante casi todo. Pero, por más valiosa que sea la vívida descripción de uno o la aguda crítica del otro, no son guías valiosas, y mucho menos para una revolución. Carecen de la simplificación que dan la religión o la falta de religión. Había algo grandioso en D. H. Lawrence que andaba a tientas en la oscuridad; pero estaba realmente a oscuras no sólo en lo que respecta a la voluntad de Dios, sino en lo que respecta a la voluntad de D. H. Lawrence. Estaba listo para ir a cualquier parte; pero realmente no sabía adónde. Aldous Huxley es idealmente ingenioso; pero no sabe qué hacer.

Naturalmente, hay innumerables imitadores y adeptos, que se denominan revolucionarios, que dirían que saben adónde ir, sencillamente porque se contentan con una palabra convencional, como comunismo. Pues comunismo es casi la misma palabra que convención; significa gente que se «junta», sólo eso. Y esto mismo ejemplifica lo que digo, cuando afirmo que el ejército se está quedando sin municiones y que el fin está cercano. Cuando comenzó el gran movimiento democrático, estuvo sostenido por emociones verdaderamente democráticas. Sólo la camaradería puede ser el alma del comunismo; de otro modo, está sin alma. Pero, cuanto más notemos el verdadero estado de ánimo de los nuevos rebeldes, tanto más notaremos que todo ha terminado. Los hombres que se llaman comunistas no son camaradas. Su tono es amargamente individualista y crítico.

Cuando Walt Whitman contemplaba una multitud, es absolutamente cierto que la amaba. Cuando un poeta moderno, imitando el verso libre de Whitman (que fue poco libre, por cierto), describe una multitud, siempre es para describir su disgusto ante ella. No posee ninguno de los sentimientos naturales que corresponderían a sus naturales dogmas. En otros términos, el ejército se está quedando sin pólvora, sin pasión, sin los impulsos primeros que impulsan a un ejército así. Pues no son una vanguardia en plena marcha, sino el final de una aventura revolucionaria, para bien y para mal, que comenzó hace más de cien años; y está librando la batalla como una retaguardia de retirada.

Libertad, igualdad y fraternidad en verdad significaron algo para las emociones de aquellos que crearon primero la frase. Pero la fraternidad es la última emoción que se encuentra en un artículo o en un poema ácido de un rebelde moderno; la libertad se perdió en los dos sistemas, el viejo y el nuevo; y la igualdad sólo queda en forma de un esfuerzo obtuso por lograr uniformidad, copiada de ese mismo capitalismo mecánico que los rebeldes rechazan.

Junto a aquellos que aceptan esto como rótulo, o tienen la esperanza de aceptarlo como moda, existen otros que lo aceptan de una manera más noble pero muy negativa, por los motivos ya expuestos en este artículo. Quiero decir que lo aceptan desesperadamente, como el único medio de salir de una impasse intelectual. No es exagerado decir que Middleton Murry acepta a los soviets con los ademanes de un gran pagano al aceptar el suicidio. Parece regocijarlo el pensamiento de que es el fin de todo, o por lo menos el fin de casi todo lo que a él le gusta. Es éste otro ejemplo de la psicología que traté de describir; la psicología de hombres que han llegado a su término. No quiero confundir esta clarísima impresión con la charla periodística acerca del pesimismo. Muchos dirán que Aldous Huxley es un pesimista, en el sentido en que lo es alguien que sufre horrores por ello. Para mí, es un carácter sombrío: es alguien que a ello le saca provecho. Da los mejores consejos que puede, en condiciones de imposibilidad convergente.

No escribo aquí acerca de estos escritores realistas o revolucionarios recientes con espíritu hostil; por el contrario, simpatizo sinceramente con ellos porque, a diferencia de los primeros revolucionarios, saben que están en un atolladero intelectual. Sin duda, hay miles de innovadores alegres y vivaces que no son lo bastante inteligentes para saberlo. Pero en todos reina el mismo plan de derrota. Es posible notarlo, por ejemplo, en los miles de novelas «sexuales» atolondradas, cuyos autores, evidentemente, no se dan cuenta de que han llegado a una contradicción lógica en cuanto a la posición que ocupa el sexo. Heredan la idea de que el sexo es una crisis y un enigma; pues realmente eso es necesario por la misma naturaleza de la novela. En este aspecto, siguen atados al último legado del romanticismo; que, a su vez, vivió con el último legado de la religión. Pero la nueva y sencilla filosofía de esos autores les enseña que el sexo es solamente un tipo de necesidad que es al mismo tiempo trivial; que no es más decisivo que fumar.

De esta manera, el novelista moderno, desgarrado por dos ideas, tiene que intentar escribir una novela de un hombre que fuma veinte cigarrillos y trata de pensar que cada uno es una crisis. En todo esto hay un gran embrollo intelectual; es el tipo de cosas que con el tiempo aprieta y asfixia. De esta clase de filósofos, se puede decir, ciertamente, que, si les dan suficiente soga, ellos mismos se ahorcarán. Consuela pensar que el suicidio tiene un lugar sublime en esta filosofía.

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