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Walter de la Mare

No se ha comprendido con suficiente convicción que un crítico de poesía debe ser un crítico poético. La historia de la literatura está atestada con los desastres de buenos críticos que se convierten en malos, simplemente porque chocan con los buenos poetas. Pero una de las primeras realidades que un buen crítico de poesía debe comprender es una que el poeta comprende por necesidad: la limitación del idioma, y especialmente la pobreza y la torpeza del idioma de alabanza. Apenas existe un elogio a algún poeta que no suene como si todos los poetas fueran iguales, y esto es cierto aun cuando la alabanza lleve, exactamente, una intención contraria. Así, tiene carácter de universal el hábito de llamar a alguien «único» y debemos insistir en que un hombre es original y, no obstante, dejar la impresión de que la originalidad es casi tan extraña como el pecado original.

Pero esta dificultad se aplica de una manera especial a Walter de la Mare y a su poesía, porque los términos poéticos comunes de elogio a tal poesía también se aplican a un tipo de poesía totalmente diferente. Walter de la Mare está muy cerca en el tiempo, en el lugar y en la apariencia, de un grupo de escritores, la mayoría de ellos buenos y algunos grandes, de quienes él se distingue y a cuyo grupo, realmente, no pertenece. Sólo los epítetos aplicados a él se aplican también a los demás. Cuando se dice que es un poeta soñador y fantástico, un intérprete del mundo encantado, un cantor de rimas extrañas que para los niños tienen un encanto de hechicería y todo lo demás, estamos obligados a usar una cantidad de palabras que ahora están un poco gastadas, quizás por haber sido aplicadas a otros poetas talentosos completamente distintos. Las fuentes, los cimientos, los principios primarios de la imaginación y el punto de vista son completamente diferentes en un hombre como Walter de la Mare de lo que son, por ejemplo, en un hombre como sir James Barrie o como A. A. Milne. No es necesario que diga que esto no implica desprecio por estos autores, en absoluto, sino sólo la justa apreciación de cada uno en sí mismo. No obstante, existe una especie de maraña de tradición, y un tráfico reconocido de tales temas, que muy bien puede confundir al lector moderno cuando se trata de este tipo de literatura de la fantasía.

Por ejemplo, podríamos decir para comenzar que La isla del tesoro y sus piratas se continuaron en Peter Pan y sus piratas. Podríamos decir que los niños duendes de Peter Pan se continuaron en los niños duendes de Cuando éramos muy jóvenes. Y, por lo tanto, podríamos imaginar vagamente que todo esto, la botella de ron, la cena del cocodrilo y el desayuno del rey fueron batidos todos juntos en una mezcolanza llamada Pastel del Pavo Real. Pero así no se comprende el sentido respecto del poeta, y en especial cuando es más que un poeta. Sería fácil ligarlo a la tradición de La isla del tesoro; pues él mismo ha escrito una fantasía fascinante acerca de las Islas Desiertas. Mas la asociación sería un error, pues realmente no ha reservado para sí un tesoro en el mismo tipo de islas del tesoro. Hay, realmente, una especie de dinastía, una dinastía escocesa, de Stevenson y Barrie. Pero descendió de la línea infantil a escoceses como Kenneth Graham, y en la viril a escoceses como John Buchan. No tiene nada que ver con Walter de la Mare, porque su filosofía es diferente.

Una manera de expresarlo sería decir que, por poéticos que sean los cuentos de hadas de los escoceses, son cuentos de hadas de escépticos. Los cuentos de hadas de Walter de la Mare no son los del escéptico, sino los del místico. Tomemos la idea principal con que en verdad comenzaron todas las mejores obras imaginativas para la infancia, al estilo de Stevenson y Barrie. Partieron de la idea de «hacer creer». Es decir, estrictamente hablando, que fueron escritas por hombres que no creían; y hasta fueron escritas para niños que no creían; niños que, lógica y legítimamente, hacen creer. Pero el mundo de De la Mare no es simplemente un mundo de ilusión. Es un mundo real del cual la realidad sólo puede presentársenos en imágenes. En sentido material, De la Mare no cree que haya un ogro merodeando alrededor de la cosas, y que sea rechazado por la influencia del Niño Sagrado; así como tampoco Barrie cree que exista un niño inmortal que juega físicamente en Kensington Gardens. Pero De la Mare sí cree que existe un demonio devorador que está siempre en guerra con la inocencia y la felicidad; y Barrie no cree que la inocencia y la felicidad siguen ocupando legal e ininterrumpidamente Kensington Gardens.

Los cuentos de la línea de Peter Pan son sueños radiantes y refrescantes; pero son sueños. Son los sueños de alguien que busca refugio en la vida de la imaginación, en contra de la vida real; mas no son, necesariamente, los sueños de alguien que cree que también existe una vida universal más amplia, que corresponde a la vida de la imaginación. El primero es un fabulista y el segundo un simbolista; algo así como si comparásemos los animales que hablan en La Fontaine con los animales típicos de Blake. Blake (aunque sin duda estaba loco de un modo muy sereno) probablemente no creía que tigres y dorados leones se paseaban en las colinas de Albión; y La Fontaine no creía que los leones charlatanes se ponían a conversar con los zorros. Pero Blake sí creía que ciertas tremendas verdades, que sólo era posible mostrar como leones dorados, eran realmente ciertas. Y, lo que es más importante, no solamente estaban dentro de él, sino más allá de él mismo

De esta manera, la conversación de los cómicos cerditos y ositos de Milne es tan deliciosa como la de los animales de La Fontaine y sólo engañosa en el mismo sentido que la de La Fontaine. Es decir que no es falsa, porque es ficticia; o fabulosa. Pero las rimas del Príncipe Loco, aunque puedan ser llamadas fantásticas, no son simplemente fabulosas. El Príncipe Loco, como el Poeta Loco, personificado por el pobre Blake, es, después de todo, algo esencialmente distinto del Sombrerero Loco. Tienen un profundo doble sentido sus extrañas preguntas sobre el pasto verde para las tumbas, que realmente son resonancias de cosas profundas y secretas como la tumba.

Muchos que recuerden las rimas infantiles aparentemente sin sentido que figuran entre los versos de Walter de la Mare pueden imaginar que estoy haciendo un distingo sutil; pero no es una distinción de grado sino de dirección. El loro y el mono que atendían a los enanos en la Isla de Lone pueden aparecer tan desconectados de la historia natural corriente como la lechuza y el gatito que se fueron al mar. Pero queda una verdadera distinción, fuera de toda historia natural, entre la historia natural y la sobrenatural.

Los loros y los monos de De la Mare son tan simbólicos como las bestias extrañas en el libro del Apocalipsis. Sólo que son simbólicos en un sentido que tiene una significación mejor que la alegórica. El simbolismo es superior a la alegoría, en tanto encaja perfectamente; y, por lo tanto, no hay explicación superflua que necesite ser traducida al lenguaje ordinario, o necesite o pueda ser traducida en otras palabras. Si un loro significa solamente charla y un mono sólo significa travesura (lo que ocurre generalmente), entonces no hay más ganancia que una elegancia pictórica al no tratar directamente con la travesura o al no hablar directamente de la charla. Y la simple alegoría nunca va más allá de la elegancia pictórica, adornando lo que muy bien podría carecer de adornos. Pero el gran místico, a veces puede, presentarnos un loro rojo o un mono verde mar, de tal manera que sugieran ideas profundas o misteriosas, y hasta verdades, que no podrían de ninguna manera ser comunicadas por otro ser de cualquier otro color. El significado se adapta al símbolo y éste al signficado. No se puede separar uno de otro, como podemos hacerlo en el análisis de la alegoría.

Y hay un aspecto de la vida espiritual, por así decir, que muy bien puede representarse con monos verde mar, cuyo colorido no es arbitrario, como el de los monstruos misteriosos en aquella rima admirable pero absolutamente disparatada en la que los Jumblies tenían las cabezas verdes y las manos azules. Aquí resulta muy agradable el artificio del color, pero no es una falta de respeto hacia el gran Lear de Nonsense Rhymes decir que su filosofía cósmica no se hubiera visto convulsionada aunque tuvieran la manos verdes y las cabezas azules. El disparate de Walter de la Mare nunca lo es en este sentido. Si su mono es verde mar, lo es por un motivo tan profundo y significativo como el mar; aunque no pueda expresarlo de ninguna otra manera más que por medio de un verdor paciente y complaciente. Y jamás mencionaría una hierba verde, ni una bardana, ni una ortiga, si no fuera que su situación atestiguara lo mismo del mismo modo.

La primera paradoja que nos presenta es que podemos encontrar la evidencia de su fe en su conciencia del mal. La segunda paradoja es que, en su prosa, podemos encontrar la fuente espiritual de muchas de sus poesías. Si miramos, por ejemplo, ese poderosísimo y hasta terrible cuento breve llamado La tía de Seaton, nos vemos tratando directamente con lo diabólico. Y esto se da de una manera que es imposible de ver en los maestros puramente románticos o irónicos de esa tontería que se admite como ilusión. La tía de Seaton no impresiona como una tontería, en absoluto. No había ninguna ilusión en su malignidad concentrada y paralizante; pero era una malignidad que se extendía más allá del mundo. Era una bruja; y comprender que las brujas pueden existir en ocasiones es parte del realismo y una prueba para cualquiera que reclama un sentido de la realidad. Porque no queremos especialmente que existan; pero existen.

Por el contrario, el país de las maravillas de los otros encantadores de la niñez consiste completamente en cosas que queremos que existan y que ellos quieren que existan. Ya sean de la escuela inglesa más antigua o de la victoriana de Lewis Carroll y Lear, o de la escuela escocesa posterior de Stevenson y Barrie, su única meta es crear una especie de cosmos dentro del cosmos, que será libre de males; una esfera de cristal en la cual no habrá ruidos, ni grietas, ni nubes de maldad. Peter Pan es una maravillosa evocación de los sueños felices de la niñez. Hay mucha lucha y mucha ferocidad, porque la lucha y la ferocidad se encuentran entre los sueños más inocentes de una niñez verdaderamente feliz y cristiana. Pero el capitán Garfio no es realmente malo, sólo feroz; lo cual, después de todo, no es más que un simple deber de pirata sincero y trabajador.

Pero hay poesías de Walter de la Mare, aun para niños, en las cuales el estremecimiento es un estremecimiento verdadero, no sólo de la médula sino del espíritu. Tienen una atmósfera no sólo emocionante sino escalofriante. Apoyan un dedo que no es carnal sobre un nervio que no es del cuerpo, en su manera de sugerir el escalofrío del cambio o de la muerte, o de la antigüedad. Hacer esto era contra el propósito y origen del país de las hadas de los victorianos posteriores. Como toda la literatura, no se la puede comprender realmente sin hacer referencia a la historia; y como toda historia, no puede comprenderse realmente sin hacer referencia a la religión.

Mientras el escepticismo rechazaba la religión convencional de los ingleses y hasta de los escoceses, los espíritus poéticos y humanitarios se volvieron cada vez más hacia la construcción de un mundo íntimo de fantasía, que fuera al mismo tiempo un refugio y un sustituto. William Morris, uno de los más grandes y humanitarios de esos victorianos posteriores, admitió esto al reconocer la visión puramente decorativa de su propia obra:

Así ocurre en este paraíso terreno,

si me leen acertadamente y me perdonan,

ya que trato de construir una umbrosa isla de bienaventuranza

en medio del golpeteo del mar inflexible.

Y lo irónico de este tema es que estos hombres, que contemplan el mundo real con ojos realistas y racionales, por esa misma razón estaban resueltos a ser radiantes optimistas en tanto se encontraban dentro de la ciudad de los sueños que era su ciudad de refugio. Los pesimistas insistieron en tener drogas omnipotentes. Pero el místico no trafica con sueños sino con visiones; es decir, cosas vistas pero no aparentes. El místico no quiere drogas, sino beber del vino que despierta a los muertos, distinto en su naturaleza de cualquier narcótico que alivia a los vivos.

En resumen, podemos decir que, a comienzos del siglo XX, se produjeron dos movimientos hacia lo imaginativo o fantástico, que se alejaban de lo estrictamente racional y material: un movimiento centrípeto y uno centrífugo. Una espiral espiritual que marchaba hacia adentro, hacia los secretos sueños subjetivos del hombre, y otra, que marchaba hacia los poderes o la verdades que parecen estar más allá de su alcance. El nuevo mundo logrado por la primera fue la burbuja grande, ardiente, iridiscente de la quimera de Barrie; el mundo revelado por la segunda fue ese mundo de cielos extraños, en las extremidades del mundo y en los confines del mar, que aparece a gran distancia entre los relampagueos de imaginación de Walter de la Mare. Podríamos decir, brevemente, que Stevenson y Barrie pueden producir bucaneros espantosos que chorrean sangre, sin asustar a los niños; mientras que De la Mare puede producir sauces podados o graneros encalados con riesgo inminente de asustar a los niños, y hasta a los grandes.

Pero sólo es justicia decir que hay una sutileza posible solamente al primer método así como una sutileza posible sólo al segundo. Como se ha sugerido, es la sutileza de una ironía que, al mismo tiempo, acepta la ilusión y la desestima. Todo el rasgo característico de la mejor obra de Barrie, por ejemplo, es que alguien se está engañando, pero también que alguien está mirando a ese alguien que se está engañando; y si ambos están engañados, mucho mejor para el tercero que está mirando desde un tercer ángulo. Una gran parte de este tipo de obra semeja un mundo de espejos reflejado: la reduplicación del reflejo, la sombra de una sombra.

Para mencionar un ejemplo: un palacio de cuento de hadas en sí mismo no es más que una fantasía; pero la escena de la corte de Un beso para Cenicienta no es sólo la fantasía de un cuento de hadas, sino la de un niño en torno a la fantasía. Esta especie de sutileza intensa e imaginativa es, en teoría, algo de infinitas posibilidades y pertenece a la escuela puramente subjetiva del simbolismo. Pero lo que he llamado la verdadera escuela simbólica pertenece a otro mundo que, no puedo evitarlo, me parece más amplio. Es todo ese mundo de los poderes y los misterios del más allá de la humanidad, que hasta el escéptico consentiría en cubrir con el famoso rótulo «Importante, si es cierto».

Quizás el mejor ejemplo que se puede encontrar es aquella extraordinaria obrita corta de De la Mare titulada El árbol. Puedo imaginar infinidad de personas muy inteligentes incapaces de comprenderla. Se trata de un mercader de frutas y de su hermano, un artista, y de un árbol, del que se habla de una manera completamente indescriptible; como si no solamente fuese más importante que todo lo demás, sino como si estuviera fuera del mundo. Barrie se las hubiera arreglado admirablemente con un tema como éste; y probablemente hubiera hecho más clara la comedia humana. Pero allí reside precisamente la diferencia. Hasta el lector que no puede comprender absolutamente nada más en el cuento de Walter de la Mare comprenderá definitivamente esto: de un modo u otro, el mercader de frutas estaba equivocado, y el artista estaba en lo cierto; y sobre todo, el árbol estaba en lo cierto. Si Barrie hubiera contado el cuento, se habría sentido orgulloso de dejarnos con la duda a este respecto; de sugerir que el escéptico podría ser el hombre cuerdo, y el árbol, una ilusión. Pero el árbol no es una ilusión.

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