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Respecto de una ciudad extraña

Cada uno tiene su propia selección particular y casi secreta de ejemplos del misterioso poder de las palabras, y el poder que una determinada combinación verbal tiene sobre las emociones y hasta sobre el alma. Es un lugar común que la literatura tiene, a veces, un encanto, no sólo en el sentido en que lo posee una mujer, sino en el que lo tiene una bruja. Estudiosos de la historia preguntan cómo la imaginación ignorante de la Edad Media transformó al poeta Virgilio en un mago; y una de las respuestas a esa pregunta es que posiblemente lo fuera. Teólogos y filósofos debaten en torno a la inspiración de las Escrituras; pero quizás el argumento más filosófico en defensa de que ciertos dichos de las Escrituras fueron inspirados, es que sencillamente lo parecen. Los grandes versos de los poetas son como paisajes o visiones; pero la misma luz extraña puede hallarse no sólo en las cimas de la poesía, sino en los rincones oscuros de la prosa.

Y en mi caso personal, no hay palabras en literatura que puedan producir más directamente este efecto que unas pocas que aparecen casi por accidente en un episodio del Romance de Arturo de Malory. Aparecen en una visión de sir Galahad; o quizás de sir Percivale, pues el resto de la escena se me ha borrado de la memoria, salvo por la constelación de palabras que relumbran en medio de ella. Pero creo que san José de Arimatea muestra al caballero la visión de un objeto velado, presumiblemente el Santo Grial. Y agrega la frase: «Pero lo verás sin velo en la ciudad de Sarras, en el lugar espiritual».

El alma de esto, obviamente, escapa al análisis; pero, a pesar de eso, tiene ciertos aspectos interesantes que dan lugar al análisis. Sólo puedo expresar lo que quiero diciendo que la parte finita de la imagen es la que en realidad sugiere una idea de infinito. Alguien más digno y serio habría dicho, en vez de «lugar espiritual», el mundo espiritual. Otro, más lúgubre y odioso, en vez de decir el «lugar espiritual», diría el «plano espiritual». Y el desencanto y el enfriamiento inmediato de estos cambios se debe a un sentido vago pero vívido de que lo espiritual se ha convertido en algo menos real. Un mundo parece un diagrama astronómico, y un plano parece un diagrama geométrico; y ambos son abstracciones. Pero un lugar no es una abstracción sino una realidad. Y el escritor no solamente dice de una determinada manera que es un lugar, sino que también le da un nombre determinado, como el de un lugar. Sarras no es una abstracción, ni siquiera una alegoría. No es como si hubiera dicho la Ciudad del Paraíso o la Ciudad del Cielo. Éstas, aunque no irreales, por lo menos son universales. Pero el nombre dado tiene una identidad, es algo mucho mayor que la universalidad. Sarras sólo significa Sanas, así como Sarum sólo significa Sarum, o (para el caso) Surbiton sólo significa Surbiton. Pero el hecho de que nunca hemos oído hablar antes de ella y de que nunca se la vuelva a mencionar, el hecho de que sólo se la nombra de paso, y sin explicación, da una curiosa intensidad al atisbo de algo que es al mismo tiempo remoto y definido. El estremecimiento espiritual está en la idea de que el lugar es un sitio, por más espiritual que sea; que está en algún lugar extraño donde el cielo toca la tierra o donde la eternidad logra vivir en la frontera del tiempo y del espacio.

Ojalá hubiera una verdadera filosofía de religión comparada, y que no estuviera llena de tonterías inhumanas. Ojalá no tendiera a una trampa particular de la sinrazón como, por ejemplo, cuando Wells dice que el sacramento cristiano de pan y vino fue un modo de suavizar los primitivos sacrificios de sangre. O a veces alguien dirá que el sentimiento que inspira una Madonna solamente es el renacimiento del culto a Isis, o que la idea de san Miguel aplastando a Satán es la misma que la de Mitras cuando mató al toro. Hay muchas más objeciones históricas a esta especie de cosas, pero mi primera objeción es que no sólo pone el carro delante del caballo, sino que también me da instrucciones para hallar mi propio caballo en mi propio establo, al buscar una primitiva carroza micénica de la que no quedan rastros. En lugar de explicar x diciendo que es igual a 5, trata de explicar 5 diciendo que es igual a x. Es como si alguien dijera. «Usted puede no haberse dado cuenta de que sus sentimientos por su esposa se describen mejor diciendo que son como los del eslabón perdido ante la caparazón de una ostra. »

Sé lo que siente el cristianismo al pensar que Miguel castigó a un ángel rebelde. Ignoro qué sintió un mitraísta ante la idea de que Mitras mató a un toro. Es muy posible que haya sido algo semejante al sentimiento cristiano; también pudo haber sido un sentimiento pagano de la peor especie. Pero que me expliquen lo que sé mediante algo que no sé, es un disparate digno de Alicia en el País de las Maravillas. Es ofrecer algo inexplicable para explicar algo que no necesita explicación. No puedo decir si alguien sintió por Isis algo comparable a lo que los hombres sienten por María; si alguien sintió así, lo felicito. Pero me niego a que me revelen mis propios sentimientos a la luz de algunos supuestos sentimientos remotos que no ha sentido ningún hombre vivo.

Pero, aunque hay un abismo de agnosticismo entre la fe muerta y la fe viva, y entre las religiones que se experimentan y las que sólo se exploran, sería posible establecer alguna conexión humana si quienes lo hacen fuesen más humanos. Si tomaran, simplemente, lo que es similar, en vez de tratar específicamente de asimilar las cosas civilizadas a las bárbaras, realmente podrían tender un puente sobre esos abismos en nombre de la hermandad de los hombres. Si no estuviesen tan ansiosos por decir que el sacramento y el sacrificio eran orgías caníbales (lo que es un disparate), podrían decir que ambos eran sacrificios y que tenían algo que ver con la filosofía del sacrificio, lo que tiene más sentido. Y luego, en lugar de tener menos respeto por los cristianos, podríamos tener más respeto por los caníbales. Si no estuvieran tan ansiosos por comparar a la Virgen con una diosa pagana, podrían comparar a las dos con una madre humana, y por lo menos acercarse a algo humano, ya que no a algo divino. Y de la misma manera, si no estuvieran tan apurados por comparar un altar o un lugar sagrado con el fetichismo y el tabú, podrían comprender lo que los hombres quieren significar al hacer local a una deidad o al hablar de un lugar espiritual.

Por lo menos en la mente del hombre, si no en la naturaleza de las cosas, parece haber alguna conexión entre la concentración y la realidad. Cuando queremos preguntar, en lenguaje humano, si una cosa tiene o no existencia, preguntamos si realmente está «allí» o no. Decimos «allí», aun cuando no comprendemos claramente dónde. Un hombre no puede entrar en una casa por cinco puertas a la vez; pero podría hacerlo si fuese una atmósfera. Mas no quiere ser una atmósfera. Tiene una creencia subconsciente muy aferrada de que un animal es más grande que una atmósfera. En proporción, cuando algo tiende a elevarse, tiende a localizarse y hasta a disminuir sus funciones naturales. Un hombre no puede absorber su sustento por todos sus poros, como una esponja o algún organismo marino; no puede asimilar una atmósfera de chuleta o una esencia abstracta de bollos. Si se le arrojan bollos, como al oso del zoológico, debe actuar con tal habilidad que el bollo llegue hasta una abertura particular en su cabeza. En cierta manera, en la naturaleza hay elección aun antes que voluntad; la planta o el bulbo se angostan y taladran en un lugar mejor que en otro; y todo crecimiento es un modelo de esas cuñas verdes; pero, sea como fuere, en estas cosas inferiores, siempre han existido esta selección y esta concentración en la concepción que tiene el hombre de las cosas más altas. Y comparado con ello, hay algo no sólo vago sino vulgar en la mayoría de lo que se dice del infinito. El panteísta tiene razón hasta cierto punto, mas también la tiene la esponja.

Vital y verbalmente, este infinito es el enemigo de todo lo finito. Tales puntos filosóficos a veces son más que meras pedanterías o juegos de palabras. Y es más un juego de palabras pedante decir que la mayoría de las cosas que son finas son finitas. Lo atestiguamos cuando decimos de algo hermoso que es refinado o acabado. Se la lleva a su fin como hoja de una hermosa espada; no sólo a su fin en el sentido de extinción, sino a su fin en el sentido de propósito. En este sentido, las cosas finas están terminadas, aun cuando sean eternas. La poesía está entregada a esta concentración tanto como la religión; pues el país de las hadas siempre ha sido un lugar, podríamos decir, tan parroquial como el Paraíso.

Si la religión, en el sentido reconocido, fuera suprimida mañana, los poetas comenzarían a actuar como lo hicieron los paganos. Comenzarían a decir «Mirad, aquí» y «Mirad, allá», por la incurable comezón de la idea de que el algo debe hallarse en alguna parte y no simplemente en todas partes. Aun si en algún sentido se lo fuera a encontrar en todas las cosas, seguiría estando en todas las cosas y no simplemente en todo. Y si los hombres realmente buscaban un secreto en los sacrificios primitivos, era un secreto y no algo superficial como el culto fetichista. Si en verdad lo buscaban detrás del velo de Isis, era un secreto y no una trivialidad como el culto a la naturaleza. Y si en verdad es mejor buscarlo de otro modo, será un secreto, y por lo tanto una verdadera revelación para aquellos que lo ven sin velo en la ciudad de Sarras, en el lugar espiritual.

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