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Libros para niños

Una correspondencia reciente sobre lo que se llama literatura perniciosa ha dado origen a varias declaraciones con respecto a que la literatura popular que en la actualidad está al alcance de los niños es inferior a la de dos o tres décadas atrás.

A primera vista, una persona reflexiva podría sugerir que quizás había más elemento psicológico involucrado en aquellos lejanos entretenimientos juveniles, y que en eso, como en otros ejemplos de placeres de la juventud, nosotros no disfrutábamos tanto de los cuentos, como disfrutábamos de nosotros mismos. Por lo menos, es posible que el laudator temporis acti de quien estamos hablando contemple la tarea de leer esas novelas perdidas de la misma manera que contemplaría la acción de un mozo de restaurante que le trae catorce peniques de bollos y un plato de ojos de buey.

La digestión mental de los niños es tan fuerte como su digestión física. No le prestan atención a la cocina del arte ni al arte de la cocina. Pueden comer la manzanas del árbol de la sabiduría, pero pueden comerlas verdes. Es un gran error suponer que los niños sólo leen libros pueriles. No solamente disfrutan en privado de los libros más sentimentales de sus hermanas, sino que también consumen carradas de información inútil. Un muchacho en particular, cuya carrera, desde sus inicios, tenemos razones para conocer, solía leer volúmenes enteros de Chamber's Encyclopaedia y de una Historia de la industria inglesa muy antigua y poco digna de confianza. Todo esto no era más que un simple y torpe placer de leer, un placer por la receptividad pausada y rítmica. Es el tipo de goce que una vaca debe experimentar cuando pasta el día entero.

Pero cuando se ha tenido en cuenta esta «omnivoracidad» de la juventud, nos inclinamos a pensar que, probablemente, hay mucho de verdad en la idea de que, en cierta medida, han degenerado los libros para niños. Probablemente, han degenerado por la misma razón que lo hacen todas las formas del arte: porque se las desprecia. Probablemente, se las despreciaba menos en los días en que sobre ellas recaía el encanto, por así decir, de los grandes maestros de la novela histórica. El espíritu de Scott, de Ainsworth y de Fenimore Cooper permanecía en ellos aun cuando fuera sólo el reflejo de un centenar de reflejos, cada uno de ellos en un espejo deformante.

Nadie comprenderá el espíritu que hay detrás de la literatura juvenil y popular a menos que comprenda el hecho de que buena parte es el resultado de ese entusiasmo del lector joven que le hace anhelar conocer cada vez más a ciertos héroes y leer más y más ciertos tipos de libros. No se sorprende si Dick Deadshot o Jack Hackaway renuevan su juventud en una serie de libros más larga que la Encyclopaedia Britannica. Esos libros tienen la filosofía vital de la juventud, una filosofía en la que la muerte no existe, excepto, realmente, en un incidente externo y pintoresco que les ocurre a los villanos.

Quien estudie seriamente este clase de libros observará que una gran cantidad de ellos ha surgido directamente del interés que se tiene en las creaciones de los grandes maestros. Un escritor irresponsable de principios de siglo continuó las aventuras de Pickwick. Un libro interminable de aventuras orientales que leímos durante nuestra niñez fue, en forma confesa, un suplemento de Las mil y una noches que mezclaba a Aladino, a Simbad y a Alí Babá en un larguísimo cuento. Para mencionar un ejemplo más simple: se dice que «Ally Sloper» es sencillamente una versión infinitamente degradada de Mr. Micawber; el zoólogo literario encontrará rastros de los mismos órganos rudimentarios, el sombrero, la corbata y la calva. Todo esto se asienta en una de las grandes leyes del tema: el hecho de que la mente juvenil se aferra a ciertas figuras, insiste en ellas, las arranca, por decirlo de alguna manera, de las tapas del cuento y podría seguir sus aventuras en un número infinito de ensueños. De allí una de las cualidades esenciales de la literatura barata: su asombroso tamaño. La biblioteca que lleve registros de ella necesitará un espacio inmenso.

Como dijimos, de esto puede deducirse que es muy probable que haya cierta decadencia desde los últimos años, dado que cada vez nos hemos ido alejando más de los grandes novelistas históricos, que dejaron una especie de resplandor sobre toda la ficción histórica. Han surgido nuevas modas literarias, pero es muy difícil que sean imitadas en la literatura para jóvenes. Ningún editor ha publicado con ilustraciones de colores llamativos Las nuevas aventuras de Judas el Oscuro. No se dedicó ni una moneda a lo que les ocurrió con el tiempo a Peleas y Melisande. Y de esta manera llegaremos a la conclusión inevitable acerca de las degradadas formas del arte: que se degradaron porque no fueron respetadas. Todo lo que existe en el mundo, desde un niño hasta un tipo de novela, será malo hasta que consintamos en tratarlo como bueno. Y, de todas las formas literarias del mundo, la que ha sido más descuidada, desde el punto de vista artístico, ha sido el libro de aventuras destinado a los niños.

Es algo muy extraño que, mientras la clase media culta de nuestra época gasta muchísimo dinero y trabajos en rodear al niño con las más nobles obras del arte y de la literatura, al niño se lo trata como si fuera un salvaje, medio idiota y digno de consideración. Se espera que la desdichada criatura de cuatro años beba en los versos de Stevenson y en los melindres decorativos de Walter Crane. Pero cuando ha absorbido esta atmósfera, cuando se ha despertado su apetito estético a través de hipótesis, cuando su mente se ha desarrollado con el rápido crecimiento de la juventud, de repente se lo entretiene con libros y diarios que no son literatura, en lo absoluto. Se cultiva, atentamente, el amor del niño por lo bello, como el amanecer del sentido estético, pero nadie parece darse cuenta de que el amor por la aventura que siente un niño es otro sentido estético igualmente noble y apropiado. Se trata del amor que siente el niño por el color como si fuera algo espiritual, algo así como un atisbo del cielo, mas del afecto del niño por la aventura se habla como si fuera un apetito animal, excusable en un joven que está creciendo. Si el niño dice «me gustan las lindas flores», se lo aplaude por su instinto poético, pero si el muchacho dice «me gustan los cuentos de piratas», se lo trata como si hubiese pedido otra chuleta de cerdo.

Mientras continúe este método de considerar las cosas, no es posible que haya una escuela novelística de aventuras valiosa. Debe comprenderse que tanto el afecto del niño por lo lindo como el amor del joven por lo bravo son instintos artísticos sanos y admirables. Ninguno de los dos demuestra que el individuo es un querubín que no puede estar en este mundo sino que, por el contrario, ambos demuestran que son almas humanas bien equipadas y sanas. En el cuento de hadas, se canoniza al niño que corre tras una mariposa. En la novela de aventuras, se denuncia al joven que escapa al mar. Pero el mar es más hermoso que cualquier mariposa.

Entonces, si coincidimos en que la primera necesidad de este problema es comprender, de una vez y para siempre, que el amor por la aventura no es un salvajismo temporario que debe satisfacerse sino una tendencia artística esencial que debe coronarse y llevarse a cabo, no puede menos que afectar seriamente nuestra consideración de la literatura para jóvenes en su totalidad. Nos falta comprender que el instinto de soñar despierto y de la aventura es un alto instinto espiritual y moral, que no requiere ni que lo disuelvan ni que lo excusen, que es la madre de todos los grandes viajeros, misioneros, caballeros errantes, y madrina de los valientes. Lo único esencial de un autor para niños es que no se rebaje al escribir para ellos. Mucho mejor hará si se eleva, ardorosa y reverentemente, tanto como pueda, hasta el misterioso espíritu de la juventud.

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