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I.- Un desconchón en la casta

Había mucha luz en el extremo de la habitación más larga y amplia de la Abadía de Seawood porque en vez de paredes casi todo eran ventanas. Esa parte de la habitación daba al jardín, haciendo terraza y asomándose al parque. Era una mañana de cielo despejado. Murrel, a quien todos llamaban el Mono por algún motivo que ya nadie recordaba, y Olive Ashley, aprovechaban la buena luz para pintar. Ella lo hacía en un lienzo pequeño y él en otro muy grande.

Meticulosa, se aplicaba la joven dama en la elaboración de pigmentaciones extrañas, como remedando esas joyas lisas e impresas de brillo medieval que tanto la entusiasmaban y a las que tenía por una especie de expresión vaga, aunque ella la pretendía explícita, de un pasado histórico rutilante. El Mono, por el contrario, era decididamente moderno; usaba de latas llenas de colores muy crudos y de pinceles que de tan grandes parecían escobas. Con eso manchaba grandes lienzos y también no menos grandes láminas de latón, destinado todo ello a decorar una obra de teatro de aficionados de la que aún sólo estaban en los ensayos. Hay que decir que ni ella ni él sabían pintar; y que ni se les pasaba por la cabeza saberlo. Ella, sin embargo, al menos lo intentaba con denuedo. Él no.

—Me parece bien que aludas al peligro de desentonar —dijo él intentando en cierto modo defenderse de los escrúpulos que mostraba la dama—. Sin embargo, tu estilo y técnica pictóricos empequeñecen el espíritu, me parece... La pintura de decorados, al fin y al cabo, es mucho más que una iluminación vista bajo la lente de un microscopio.

—Odio los microscopios —se limitó a responder ella.

—Pues yo diría que necesitas uno, al menos por la forma en que te inclinas para mirar lo que pintas —dijo él—. A algunos he visto enroscarse en el ojo cierto instrumento, para poder pintar... Confío, sin embargo, en que tú no precises de algo así... No te quedaría nada bien.

Tenía razón. Era una joven alta, morena y de facciones suaves, regulares y equilibradas, como suele decirse; su traje de chaqueta de un verde oscuro, sobrio, nada bohemio, respondía sin embargo a las exigencias de su esfuerzo en el trabajo que desarrollaba. Aun siendo una mujer bastante joven, había en ella un sí es no es de solterona, sobre todo en sus gestos y modales. Y aunque la habitación estaba desordenada, llena de papeles y de trapos que no hacían sino demostrar la brillantez de los reiterados fracasos artísticos de Mr. Murrel, ella tenía a su alrededor, bien dispuestos, en perfecto orden, su caja de pinturas, su estuche, el resto de los instrumentos para pintar; tan en orden y bien dispuesto estaba todo que daba la impresión de que por encima de cualquier otra cosa pretendía cuidar amorosamente de aquellos objetos. No era una de esas personas a las que van destinados los avisos adheridos a las cajas de pinturas, pues no era preciso avisarla de que no debía meterse los pinceles en la boca.

—Me refiero —dijo ella como si deseara resumir y acabar de una vez por todas con el asunto del microscopio— a que toda vuestra ciencia y pesada estupidez moderna no ha hecho otra cosa sino que todo sea más feo... Y la gente también... Yo no me creo capaz de mirar a través de un microscopio de manera diferente a como lo haría a través de un tubo. Un microscopio sólo muestra horribles bichos moviéndose endemoniadamente. Además, no quiero mirar hacia abajo. Por eso me gustan la pintura y la arquitectura góticas, te obligan a levantar los ojos. El gótico eleva las líneas, hace que señalen al cielo.

—Pues a mí me parece que señalar no es de buena educación —dijo Mr. Murrel—; esas líneas a las que aludes ya deberían saber que estamos perfectamente al tanto de la existencia del cielo.

—A pesar de todo, me parece que sabes muy bien a qué me refiero —replicó la dama, que seguía pintando inalterable—. La mayor originalidad de las gentes del medievo radica en su manera de erigir las iglesias... Los arcos en punta, he ahí la importancia máxima de lo que hacían.

—Claro, y sus espadas también en punta —remachó él haciendo un movimiento de afirmación con la cabeza—. Quiero decir que atravesaban de parte a parte, con sus espadas, a quien no hacía lo que ellos querían... Sí, todo era entonces muy puntiagudo... Tan puntiagudo como una sátira hiriente.

—Bueno, en aquel tiempo era costumbre que los caballeros se atravesaran los unos a los otros con sus lanzas —replicó Olive, imperturbable—. Pero no tomaban asiento en cómodos butacones para ver a un irlandés cualquiera pegarse puñetazos con un negro cualquiera... Te aseguro que por nada del mundo asistiría a uno de esos modernos combates, y en cambio no me importaría ser la dama de honor de un torneo antiguo.

—Pues yo no sería un caballero, por mucho que tú fueses la dama de honor de un torneo antiguo, te lo aseguro —dijo el pintor de escenografías, secamente, algo molesto—. No se me concedería esa ventura... Ni aun siendo un rey se me concedería la facultad de sonreír... Quizás fuera un leproso, no sé, alguno de esos personajes medievales que eran como auténticas instituciones de la época. Sí, seguramente sería algo parecido... En el siglo XIII, apenas vieran asomar mi nariz por ahí me nombrarían capitán de los leprosos o cosa por el estilo. Y encima me obligarían a oír misa desde un ventanuco, apartado de los demás.

—Pero si tú no ves una iglesia ni de lejos —apostilló la joven dama—. Pero si no te asomas ni a la puerta de una iglesia...

—Bueno, ya lo haces tú —dijo Murrel y siguió manchando de pintura en silencio.

Trabajaba entonces en lo que habría de ser un modesto interior de la Sala del Trono de Ricardo Corazón de León, usando abundantemente del escarlata carmesí y del púrpura, cosa que en vano había tratado de impedir Miss Ashley, si bien no hacía dejación de su derecho a protestar ya que ambos habían elegido el tema medieval y hasta habían escrito la obra, al menos hasta donde se lo permitieron sus colaboradores. La obra versaba acerca del trovador Blondel, el que cantaba en honor de Ricardo Corazón de León, y en honor de muchos otros más. Incluso a la hija de la casa, que era muy aficionada al teatro. Mr. Douglas Murrel, el Mono, sin embargo, no hacía sino constatar pugnazmente su fracaso en la pintura de escenografías, después de haber obtenido éxito semejante en muchas otras actividades. Era hombre de cultura tan vasta como sus frustraciones.

Había fracasado, muy señaladamente, en la política, aunque en cierta ocasión estuvo a punto de ser designado jefe de partido, que no sabemos cuál era.

Fracasó justo en ese momento, realmente supremo, en el que hay que comprender la relación lógica que se da entre el principio de talar los bosques en los que viven los corzos hasta destruirlos y el de mantener un modelo de fusil obsoleto para el ejército de la India. Algo así como el sobrino de un prestamista alsaciano, en cuyo preclaro cerebro se hacía más evidente la necesidad de la relación antes aludida, acabó alzándose con la jefatura del partido. Y el Mono pasó a demostrar, desde aquel preciso momento, que tenía ese gusto por la clase baja del que hacen ostentación muchos aristócratas que se pretenden ajenos a los prejuicios sociales, manifestándolo incongruentemente, cual suele decirse, en lo estrafalario de su atavío, cosa que a menudo le hacía parecer un mozo de cuadra.

Tenía muy rubio el cabello, aunque le comenzaba a blanquear con rapidez. Era, en fin, un hombre joven, aunque no tanto como Olive. Y era además un hombre de rostro afable y sencillo, pero no vulgar, en el que se percibía una expresión de compungimiento casi cómica, que resultaba más notable en contraste con los indescriptibles colorines de sus corbatas y de sus chalecos, casi tan mezclados y vivos, eso sí, como los que salían de sus pinceles como escobas.

—En realidad, mis gustos son los propios de un negro —dijo al cabo de un rato, mientras procedía a extender una gruesa pincelada de color sangre—. Esas mezclas de gris de los místicos me aburren y hastían tanto como aburridos y hastiados son los místicos... Ahora se habla de un Renacimiento etíope... Y el banjo es un instrumento más hermoso que la flauta del viejo Dolmetsch[2]. Para mí no hay danza tan profunda como el Break—Dance, cuyo sólo nombre hace llorar de emoción. Ni personajes históricos como Toussaint Louverture[3] y Booker Washington[4], ni personajes ficticios como el Tío Remo[5] y el Tío Tom[6] ... Te apuesto lo que quieras a que no se necesitaría mucho para el SmartSet[7] se pintara la cara de negro tan tranquilamente como se blanquea los cabellos... Algo en mi interior me dice que estaba destinado a ser un negro de Márgate[8]... En el fondo, creo que la vulgaridad es cosa muy simpática. ¿Tú qué opinas?

Nada respondió Olive. Parecía ensimismada. Su delicado perfil, con los labios entreabiertos, sugería la presencia de un niño, además perdido.

—Recuerdo ahora una antigua iluminación —dijo al fin— en la que había un negro. Representaba a uno de los tres reyes de Belén y lucía una corona de oro. Era completamente negro pero su ropón, muy rojo, parecía una llamarada... Observa qué delicadeza, la de aquel tiempo, hasta para representar a un negro y su vestimenta... Hoy somos incapaces de conseguir ese rojo que se usaba en aquel tiempo, y sé de algunos que lo han intentado por todos los medios... Es un arte irremisiblemente perdido, como el del cristal pintado.

—Bueno, este rojo está muy bien, para nuestras modernas intenciones —dijo Murrel alegremente, señalando su brochazo.

Ella contemplaba ahora el bosque lejano bajo el límpido cielo de la mañana, como abstraída.

—A veces me pregunto qué propósitos albergan tus modernas intenciones —dijo lentamente.

—Supongo que pintar de rojo la ciudad —contestó él.

—Tampoco vemos ya aquel color oro viejo que antes tanto se usaba —prosiguió ella como si no le prestara atención—. Ayer mismo estuve viendo un libro religioso antiguo en la biblioteca... ¿Sabes que en otro tiempo siempre se ponía con letras doradas el nombre de Dios? Pero, en nuestros días, me parece que si se decidiera dorar una palabra no sería otra que la palabra oro.

Una voz distante rompió el largo silencio que se hizo entre ambos. Una voz que, desde el corredor, gritaba «¡Mono!» escandalosa e imperativamente.

A Murrel, la verdad, le importaba poco que lo llamasen así, aunque la excepción ocurría precisamente cuando se lo decía... Julián Archer. No era envidia porque Archer gozara del éxito tanto como Murrel acumulaba fracasos. Más bien era por una leve sombra, entre la intimidad y la familiaridad, que hombres como Murrel jamás se permiten confundir, y por lo que están dispuestos incluso a llegar a las manos en un momento dado. Cuando vivió en Oxford, muchas veces se dejó llevar por las gamberradas propias de los estudiantes, gamberradas, algunas, a muy corta distancia de lo criminal. Pero no llegó a tirar a cualquiera por la ventana de un último piso, aunque a veces pensara que quienes eran sus amigos más próximos bien se lo merecían.

Julián Archer era uno de esos tipos que parecen tener el don de la ubicuidad y ser muy importantes, aunque sería difícil señalar en qué radicaba su importancia. No era un villano, ni mucho menos un imbécil; siempre, además, salía bien librado de cualquier lance, por comprometido que fuese, en el que se implicara. Pero los más agudos observadores de sus hazañas no acertaban a comprender por qué razón se le obligaba a veces a superar determinadas pruebas, en vez de obligar a ello a cualquier otro. Si una revista hacía una encuesta, por ejemplo, a propósito de algo así como ¿debemos comer carne?, se acudía en solicitud de respuesta a Bernard Shaw, al doctor Saleebeg, a lord Dawson of Penn[9] y a Mr. Julián Archer, y si se conformaba un comité para la programación de un teatro nacional, u otro para erigir un monumento a Shakespeare, y desde una alta tarima lanzaban sus discursos Miss Viole Tree[10], sir Arthur Pinero[11] y Mr. Comyns Carr[12], allí que aparecía igualmente, y para hacer lo mismo que ellos, Mr. Julián Archer. Que se publicaba un libro de composiciones varias, titulado por ejemplo La esperanza en el más allá, libro en el que aportaban su colaboración sir Oliver Lodge[13], Miss Marie Corelli[14]y Mr. Joseph McCabe[15], allí estaba también la firma de Mr. Julián Archer. Era miembro, por otra parte, del Parlamento. Y de unos cuantos clubes más... A él se debía una novela histórica, además de todo lo anterior, y como era un actor excelente, si bien sólo aficionado, nadie se veía con la fuerza moral necesaria para evitar que interpretase el papel principal en la obra El trovador Blondel.

Nada había en él, pues, que objetar; y nada de cuanto hacía podía considerarse una excentricidad. Su novela histórica, que trataba de la Batalla de Agincourt[16], había sido considerada una buena novela histórica... moderna, o lo que es lo mismo, algo así como las divertidas aventuras de un estudiante de nuestros días en un baile de máscaras. Aunque cabe decir, en honor a la verdad, que no era muy partidario del disfrute de la carne ni de la inmortalidad personal... en vida. No obstante, proclamaba sus opiniones, siempre mesuradas, en alto y decididamente, con su voz honda, campanuda. Esa misma voz que ahora parecía llenar toda la casa. Era Archer una de esas personas capaces de soportar un largo silencio que sigue a una plática, pues su voz le precedía por todas partes, como su reputación, como su fotografía en todas las páginas de los periódicos que hablaban de los más brillantes acontecimientos sociales, fotos en las que se le veía siempre impecable, con sus rizos negros y su hermoso rostro. Miss Ashley dijo que parecía un tenor. Mr. Murrel hubo de conformarse con decir que a él no se lo parecía, que su voz no le sonaba precisamente de eso.

Entró Julián Archer en la habitación, vestido como un trovador de antaño, aunque desentonaba con su atavío el telegrama que llevaba en una mano.

Venía de ensayar su papel y se mostraba cansado, incluso sofocado, aunque acaso sólo fuera de triunfo. Parecía haberlo desconcertado aquel telegrama.

—¡Escuchadme! —clamó—. Braintree no quiere actuar.

—Bien, yo nunca me creí del todo que fuese a hacerlo —dijo Murrel sin dejar de dar brochazos.

—Bastante enojoso ha sido tener que pedirle el favor a un tipo como él, pero lo cierto es que no teníamos a nadie más —siguió diciendo Mr. Archer—. Ya le dije a lord Seawood que es mala época, porque todos nuestros mejores amigos están lejos. Braintree es un perfecto desconocido. Y mira que me cuesta creer que haya podido llegar siquiera a ser eso...

—Fue una equivocación llamarlo —dijo Murrel—. Lord Seawood fue a verle porque le dijeron que era unionista, sólo por eso. Cuando se enteró de que en realidad era trade unionista se desconcertó un poco, lógicamente, pero no podía montar un escándalo... Es más, me parece que le pondríamos en un gran aprieto si tuviera que explicar lo que significa cada uno de esos términos.

—¿Cómo no va a saber lo que significa unionista? —preguntó Miss Olive.

—Eso no lo sabe nadie; hasta yo he sido uno de ellos —replicó el pintor.

—Yo no renegaría de un hombre por el solo hecho de que sea socialista —dijo Mr. Archer, demostrando su generosidad de espíritu—. Por lo demás, había...

Y guardó silencio de golpe, sumido en sus recuerdos.

—Ese tipo no es socialista —intervino Murrel—. Es un sindicalista.

—Pues eso es mucho peor, ¿no? —dijo la joven dama con enorme candidez.

—Claro, todos queremos que mejoren los asuntos sociales, todos queremos arreglar lo que está mal —dijo Archer—, pero nadie puede defender a un hombre que incita a una clase contra otra, como hace él, al tiempo que pondera el trabajo manual y propala utopías imposibles. Yo siempre he dicho que el capital tiene ciertas obligaciones, al igual que...

—Bueno —lo interrumpió Murrel—, con eso que dices me ofendes; a nadie encontrarás que se emplee tanto en una actividad manual como lo hago yo.

—Bien, dejémoslo; el caso es que ese sujeto no quiere trabajar en nuestra función... Claro que no hacía más que del segundo trovador, un papel que puede interpretar cualquiera. Pero tiene que ser joven... Por eso acudí a Braintree.

—Sí, es verdad, aún es joven —aceptó Murrel—. Como tantos hombres jóvenes, por lo demás, incluso los que lo siguen.

—Yo lo detesto a él y a todos sus hombres jóvenes —dijo Olive con energía desconocida—. En otro tiempo, la gente se lamentaba porque los jóvenes, de tan románticos, llegaban a perder la cabeza. Estos jóvenes como Braintree, sin embargo, pierden la cabeza porque son vulgares, sórdidos, prosaicos, de bajos instintos... Porque se pasan el día hablando de máquinas y de dinero. Porque son materialistas y quieren un mundo habitado por ateos. Un mundo de monos.

Se hizo un largo silencio que rompió Murrel cruzando la habitación, descolgando el teléfono y gritando un número a la operadora. Entonces siguió una de esas conversaciones a medias que hacen sentirse a quienes las escuchan como si literalmente les faltara la mitad del cerebro. Aunque ahora la cuestión se entendía con enorme claridad.

—¿Eres tú, Jack? Sí, ya lo sé... Precisamente quiero hablarte de eso. Sí, en casa de lord Seawood... No puedo ir a verte, hombre, estoy pintando de rojo, como los indios... ¡Qué estupidez! ¿Qué más da? Vendrás para que hablemos de negocios, sólo eso... Sí, claro, lo comprendo... ¡Pero qué bestia eres! Que no hay aquí ninguna cuestión de principios, tenlo en cuenta... Que no te voy a comer, hombre... Vamos, ni siquiera te voy a pintar a brochazos... De acuerdo, muy bien.

Colgó el auricular y siguió con su creativa tarea, silbando relajadamente.

—¿Conoces a Mr. Braintree? —preguntó entonces Miss Olive con mucha curiosidad.

—Ya sabes que adoro el trato con gente de baja estofa—dijo Murrel.

—¿Extiendes eso también a los comunistas? —preguntó Archer alarmado—. Lo cierto es que se parecen bastante a los ladrones.

—El trato con gente de baja estofa no convierte a nadie en un ladrón —replicó Murrel—. Al contrario, es el trato con gente de alta alcurnia lo que suele hacerlo.

Y se puso decorar un pilar con un color violeta y grandes estrellas anaranjadas, de acuerdo con el famoso estilo ornamental de los salones del palacio de Ricardo I.

Notas

[2] Arnold Eugéne Dolmetsch (1858-1940), músico inglés, aunque nacido en Francia, especializado en la orquestación de la música antigua. Curiosamente, más que de la flauta, como indica Chesterton, fue un virtuoso del piano, del órgano y del violín. (N. del T.)

[3] También llamado Toussaint-Louverture, François Dominique Toussaint (1743-1803), líder de la independencia de Haití y primer gobernante negro de la isla, aún bajo protectorado francés, al que se debe la libertad de los esclavos. (N. del T.)

[4] Booker Taliaferro Washington (1856-1915), maestro de escuela, orador, religioso y líder de gran influjo entre los negros norteamericanos, de 1895 a 1915. Fue uno de los primeros líderes negros que lucharon por los derechos civiles. (N. del T.)

[5] Personaje de la novela El tío Remo, de Joel Chandler Harris. (N. del T.)

[6] Personaje de la novela La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. (N. del T.)

[7] Magacín literario editado en Nueva York a partir de 1917 por H. L. Mencken y George Jean Nathan, bajo el lema Revista de la sabiduría. Chesterton lo criticó a menudo, por vincularse decididamente a los movimientos vanguardistas y a la izquierda política. El sarcasmo es evidente: dice que no dudaría dicha publicación en tiznarse de negro, para hacerse más progresista, como, según Chesterton, se blanqueaba los cabellos para hacerse más respetable. (N .del T.)

[8] En el Condado de Kent, en el estuario del Támesis. En el siglo XVIII atracaban allí los barcos destinados al tráfico de esclavos. (N. del T.)

[9] George Geoffrey Dawson (1874-1944), escritor y periodista, director del Times a partir de 1912. (N. del T.)

[10] Parece una alusión jocosa a la actriz Ellen Tree (1863-1937), esposa del actor sir Herbert Tree, a los que Chesterton denostaba frecuentemente. (N. del T.)

[11] Sir Arthur Wing Pinero (1855-1934), dramaturgo muy crítico con el período Victoriano y eduardiano; en sus obras, la mujer adquiere una importancia que jamás había tenido hasta entonces en el teatro. (N. del T.)

[12] Joseph William Comyns Carr (1849-1916), crítico y dramaturgo, autor del drama en verso E1 Rey Arturo. (N. del T.)

[13] Sir Oliver Joseph Lodge (1851-1940), profesor de Física y Matemáticas en el University College de Londres. Investigó acerca de la propagación y recepción de las ondas electromagnéticas. (N. del T.)

[14] Seudónimo de Mary MacKay (1855-1924), autora muy popular en vida merced a sus melodramas teatrales y a sus novelitas de amor. (N. del T.)

[15] Joseph McCabe (1867-1955), franciscano que una vez que decidió colgar los hábitos pasó a convertirse en uno de los mayores propagandistas del ateísmo en el Reino Unido. Su obra, de más de veinticinco volúmenes, está considerada como una auténtica biblioteca del ateísmo. (N. del T.)

[16] Batalla librada el 25 de octubre de 1415, que supuso la victoria decisiva de los ingleses sobre los franceses en la Guerra de los Cien Años, en Agincourt, hoy Azincourt en el Departamento francés de Pas-de-Calais. (N. del T.)

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