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III.- La escalera de la biblioteca

El nombre del bibliotecario de lord Seawood había aparecido una vez en los periódicos, aunque seguramente ni él mismo lo supo. Fue durante el controvertido debate a propósito de la importancia secular del número de los camellos, en 1906, cuando el profesor Otto Elk, aquel temible sabio hebreo, se afanaba en su extraordinaria campaña contra el Deuteronomioy valiéndose de la rara intimidad lograda con el oscuro bibliotecario, que a su vez tenía una intimidad aún mayor con los paleohititas... Ha de advertirse al culto lector de que no eran éstos los hititas comunes, los hititas vulgares, podría decirse, sino una raza de hititas mucho mas remota. El bibliotecario sabía muchísimo acerca de los hititas, pero sólo, como tenía mucho cuidado en explicar, desde la unificación del reinado de Pan-El-Zaga (vulgar y tontamente llamado Pan-Ul-Zaga), hasta la devastadora batalla de Uli-Zamal, tras la cual puede asegurarse que la verdadera civilización de origen paleohitita desapareció del mapa. De todo esto, ésa es la verdad, nadie sabía tanto como él.

Nunca, no es menos cierto, había escrito un solo libro sobre los hititas, pero sí lo hubiese hecho seguro que tendríamos ahora, en ese único volumen, la más completa biblioteca al respecto. Claro que, probablemente, nadie hubiera sido capaz de leer libro semejante. Salvo su autor, claro.

En aquella pública controversia, su aparición y su desaparición habían sido igualmente aisladas y raras. Parece que hubo un sistema de alfabeto de los jeroglíficos, y que, en efecto, no parecían al indolente ojo del mundo, a pesar de esta indolencia, indiferentes o vanos jeroglíficos de ninguna especie, sino superficies irregulares de piedra medio desgastada. Pero como la Biblia dice en algún lado que alguien viajó con cuarenta y siete camellos, el sabio profesor Elk pudo proclamar la grande y buena nueva de que en la narración hitita sobre el mismo caso de los camellos había conseguido descifrar el sabio bibliotecario Mr. Herne una alusión distinta, una cifra diferente, la de cuarenta camellos, descubrimiento que afectaba de manera muy profunda y grave a los fundamentos de la cosmogonía cristiana, cosa que a muchos les pareció que abría perspectivas alarmantes, y a otros muy prometedoras, para la institución del matrimonio.

El nombre del bibliotecario, muy a su pesar y aunque él no se enterase, se hizo famoso durante un tiempo entre los periodistas, y la insistencia en la persecución o descuido sufrido a manos de los ortodoxos por Galileo, Bruno y Mr. Herne, suponía una bonita variación con respecto al conocido trío formado por Galileo, Bruno y Darwin. Descuido sí lo hubo, la verdad, porque el bibliotecario de la casa de lord Seawood prosiguió laboriosamente en su tarea de descifrar los jeroglíficos sin ayuda de nadie, y así y todo llegó a descubrir que las palabras cuarenta camellos iban seguidas de y siete, pormenor, empero, que no hizo que un mundo moderno y avanzado se interesara en los estudios de aquel sabio solitario.

El bibliotecario era realmente uno de esos hombres que detestan la luz diurna; era en verdad una sombra entre las sombras de la biblioteca. Alto y muy firme, tenía no obstante un hombro más bajo que el otro y el cabello de un rubio polvoriento y sin brillo. Su cara era larga y enjuta, pero sus ojos azules parecían a más distancia el uno del otro de lo que es común en un rostro humano. A primera vista parecía tener sólo un ojo. Como si el otro perteneciese a otra cabeza. Puede que fuese así; puede que ese otro ojo estuviera en la cabeza de un hitita de diez mil años atrás, quién sabe.

Michael Herne tenía algo que quizás sea propio de todos los especialistas, no importa en qué materia lo sean; algo enterrado bajo sus montañas de papel, un algo que le daba la fuerza para sostener las montañas de papel sin ayuda. Un algo, pues, que a veces llamamos poesía.

Mr. Herne elaboraba detallados cuadros sinópticos de las cosas que eran objeto de sus estudios. Pero ni siquiera esos hombres de probada discreción, capaces de apreciar los más extraños estudios, hubieran visto en él otra cosa que un anticuario polvoriento capaz de pasarse horas buscando pucheros antiguos y hachas de guerra que cualquiera de nosotros preferiría dejar enterrados. No es justo juzgarle a la ligera, sin embargo... Para él, esos objetos inanimados no eran ídolos, sino instrumentos eficaces para su estudio. Cuando veía un hacha hitita se la imaginaba matando algo que echar al puchero hitita; cuando contemplaba un puchero hitita, se lo imaginaba con agua hirviendo para cocer algo que el hacha había cazado. Claro que él jamás hubiese llamado algo a eso, sino que le hubiera dado el nombre de cualquier ave o de cualquier cuadrúpedo susceptibles de ser comidos, que no en vano se contaba entre sus saberes el de la descripción de un menú hitita cualquiera... Así, con débiles fragmentos había logrado erigir no ya un cuerpo de doctrina, sino una ciudad y estados visionarios y arcaicos, todo lo cual eclipsaba la Asiría clásica, si no la dejaba reducida a polvo. El corazón de Mr. Herne siempre estaba muy lejos, como si latiera para llevarlo bajo extraños cielos de color turquesa y oro a caminar entre gentes con peinados que parecían sepulcros y entre sepulcros más altos que ciudadelas, y cruzándose con hombres que llevaban las barbas trenzadas como tapices. Cuando miraba por la ventana de la biblioteca y veía al jardinero barriendo lentamente los estrechos caminos de piedra del jardín de la casa de lord Seawood, no era eso lo que veía sino aquellos enormes brutos y aquellos pájaros gigantescos que parecían labrados en las montañas. Contemplaba, simplemente, esas formas que parecían haber sido hechas para albergar ciudades en su interior.

Por otra parte, circularía después durante un tiempo una historia de un profesor, un hombre bastante incauto, que había dicho alguna indiscreción acerca de la moralidad de la princesa hitita Pal-Ul-Gazil, profesor al que el bibliotecario había apaleado por ello con una escoba de las que utilizaba para quitar el polvo a los libros hasta obligarlo a subirse en lo más alto de la escalera de la biblioteca. La opinión pública, sin embargo, andaba un tanto dividida. Unos daban por cierto el sucedido y otros decían que no era más que una invención de Mr. Douglas Murrel.

No obstante, cabría tomar aquello, si no por una anécdota, sí por una alegoría. Pocos saben algo de la guerra imparable de controversias y de los sucesivos tumultos que se esconden bajo la ocupación de un amateur, por oscura que ésta sea. En efecto, el más cruel espíritu guerrero halla amparo en las ocupaciones de un amateur, como si de toperas se tratasen, logrando así la ocultación de los auténticos debates que deberían producirse en un campo tan llano como limpio, a cielo abierto. Podría suponerse que el Daily Wire es un periódico que llama a la violencia, y que la Review of Asyrian Esxcavations[18] es una publicación pacífica y de prosa elegante. Todo lo contrario... El periódico popular parece en los últimos tiempos frío y distante, hasta convencional; utiliza los clichés más manidos... La revista de los excavadores, de los estudiosos, por el contrario, suelta fuego por todas sus páginas; incita al fanatismo y a la guerra sin cuartel contra quien no suscriba sus tesis.

Mr. Herne no podía moderarse lo más mínimo cuando pensaba en el profesor Pool y en su fantástica y monstruosa insidia a propósito del tipo de sandalia prehitita. Perseguía sañudamente el bibliotecario al profesor hasta blandiendo una pluma de escribir, si no tenía a mano una escoba cualquiera; es más, invertía en cosas así, cosas de las que nadie tenía la menor noticia ni el menor interés por recibirla, cantidades torrenciales de elocuencia, de lógica y de entusiasmo incuestionable, algo, por cierto, de lo que el mundo entero jamás sabrá una palabra. Cuando descubría lo que para él eran hechos novedosos y perfectamente contrastados, o cuando exponía errores aceptados generalmente, o cuando se concentraba en sus propias contradicciones que pasaba a explicar con lucidez enorme, sin embargo, no por todo eso, lograba el menor reconocimiento público. Hay que decir, a pesar de todo, que el bibliotecario era así una cosa que por lo general no pueden ser los hombres públicos: era feliz.

Hijo de un clérigo pobre, fue el único que en su etapa de estudiante en Oxford consiguió ser por completo insociable, y no porque mostrase un odio indecible e insobornable hacia la sociedad, sino por su positivo amor a la soledad. Sus pocos pero repetidos ejercicios físicos eran solitarios, como caminar o nadar, o excéntricos, si no extraños, como la esgrima, que practicaba sin un contrario. Poseía un buen conocimiento general de los libros, y como necesitaba ganarse la vida, ahí estaba, a cambio de un sueldo muy modesto, un sueldo más bajo que el de los criados, cuidando de la biblioteca bien seleccionada por quienes habían sido los anteriores propietarios de la antigua Abadía de Seawood. Sólo una vez se permitió tomar vacaciones, que más que placenteras le resultaron muy duras, cuando fue como asistente de grado menor a participar en unas excavaciones hechas en Arabia, donde se suponía que estaban enterradas algunas ciudades hititas. Por las noches, después de aquello, soñaba invariablemente con esas excavaciones. También lo hacía despierto.

Estaba de pie ante la ventana abierta, tapándose los ojos con las manos, cuando a través de los dedos vio que la verde línea del jardín se rompía abruptamente por la oscura aparición de tres figuras, dos de las cuales, en su opinión, podían considerarse extrañas, por no decir chocantes e inapropiadas. Podía haberse tratado de tres espíritus llegados del pasado y revestidos de colorines, aunque su manera de cubrirse no era precisamente la de los ratitas, de eso se hubiera dado cuenta incluso alguien no especializado. Sólo una de aquellas tres figuras, vestida con chaqueta y pantalón de lana clara, ofrecía un aire de modernidad tranquilizadora.

—¡Buenos días, Mr. Herne! —le dijo una dama joven y educada, maravillosamente peinada y vestida con un traje azul ceñido y de mangas en punta—. Venimos a pedirle un gran favor, sólo usted puede ayudarnos.

Los ojos de Mr. Herne parecieron salirse de sus órbitas, como para adaptarlos a una especie de lente invisible que le ayudara a acortar la distancia y fijarse en el primer fondo, lleno de la presencia de la joven dama. Eso pareció producirle un efecto curioso, pues quedó como mudo. Al cabo de un buen rato dijo con más calor de lo podría esperarse por su mirada:

—Todo lo que esté en mi mano...

—Se trata sólo de hacer un corto papel en una función que preparamos —dijo la dama—. Es una pena darle un papel tan breve como modesto, pero la verdad es que nos han fallado todos aquellos en los que confiábamos y no queremos renunciar a nuestra obra.

—¿De qué obra se trata? —preguntó el bibliotecario.

—¡Bah! Una tontería, naturalmente —dijo ella a la ligera—. Se titula El Trovador BlondeI y trata de Ricardo Corazón de León, y hay serenatas, y salen princesas en sus castillos y todas esas cosas... Pero necesitamos de alguien que haga el papel de segundo trovador, que tendrá que seguir a Blondel a todas partes y cruzar con él algunos diálogos, cortos, eso sí... Porque Blondel es el que más habla, claro... Blondel lo dice todo. Seguro que no le cuesta nada aprenderse el papel...

—Y no tendrá más que rasguear una guitarra de cualquier manera, eso no es importante —dijo Murrel para animarlo—. Vamos, como si tocara usted una variante medieval del banjo...

—Lo que más nos interesa —intervino Archer algo más tranquilo que los otros— es poner un rico fondo romántico... Para eso está el segundo trovador, como el que aparece en The Forest Lovers, esa obrita infantil que ya conocerá usted... Caballeros andantes, ermitaños, todo eso...

—La verdad es que es un poco atrevido por nuestra parte pedirle de frente a un hombre que sea un fondo —admitió Murrel—, pero hágase usted cargo de nuestra situación, caballero.

La cara larga de Mr. Herne adoptó una expresión de lástima.

—Lo siento de todo corazón —dijo—, crean que me encantaría ayudarles, pero esa obra no trata de mi época...

Lo miraban perplejos y tras una breve pausa siguió diciendo el bibliotecario:

—Cartón Rogers es el hombre que precisan. Floyd tampoco lo haría mal, aunque lo suyo sea la cuarta Cruzada. Pero les aconsejo que se dirijan a Mr. Cartón Rogers de Balliol.

—Yo le conozco un poco —dijo Murrel mirándole y aguantándose la risa—. Fue profesor mío.

—¡Magnífico! —exclamó con júbilo el bibliotecario.

—Sí, claro que le conozco —dijo Murrel ahora más serio—. Está a punto de cumplir setenta y tres años y hace muchos que se quedó completamente calvo... Y es tan gordo que apenas puede moverse.

La joven dama no pudo evitar que se le escapase una fuerte carcajada.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Traer a ese hombre desde Oxford para vestirlo así! —y señaló las piernas de Mr. Archer, que tampoco eran especialmente bellas.

—Es el único que podría interpretar bien el papel, por el conocimiento que tiene de esa época —dijo el bibliotecario moviendo la cabeza afirmativamente—. Pero hacerlo venir desde Oxford... El único hombre que podría conseguirlo está en París... Les aseguro que no hay otro como él. Uno o dos franceses y un alemán, quizás... Pero no hay otro historiador inglés de su altura, se lo aseguro.

—¡No diga usted eso, hombre! —exclamó Archer—. Bancock es el historiador más prestigioso desde Macaulay[19]... Su fama se extiende por el mundo entero.

—¿Bancock? Escribe libros, ¿no? —dijo el bibliotecario con bastante desdén—. No, no... Cartón Rogers es su hombre, créanme...

La dama del peinado que sugería una cornamenta terció de nuevo:

—¡Pero por el amor de Dios, caballero! ¡Si sólo serán dos horas!

—Tiempo más que suficiente para que se noten los fallos, las equivocaciones —dijo con suma seriedad el bibliotecario—. Reconstruir una época pasada durante dos largas horas supone más trabajo del que usted cree... Si la obra tratase de mi época, tenga por seguro...

—Mire, es que necesitamos la ayuda de un sabio. ¿Quién mejor que usted? —dijo la joven dama como si estuviese segura de su triunfo.

Mr. Herne permaneció un rato en silencio, observándola con algo que podría calificarse como triste inquietud. Luego fijó su mirada a lo lejos, muy a lo lejos, y dijo tras exhalar un suspiro:

—Creo que no me entiende... La época de un hombre es una parte fundamental de su vida... Es indispensable que un hombre viva entre cuadros y tallas medievales antes de que pueda caminar por las estancias como lo hizo un hombre del medievo. Yo sé cuanto concierne al período al que he dedicado mis estudios, lo que significa mi época. He oído decir a muchos que las tallas de los antiguos sacerdotes hititas, las que representaban a sus dioses, carecen de gracia, de tan rígidas. Yo, sin embargo, creo que esa rigidez, o tiesura, como dicen algunos, explica cómo eran sus danzas... Y al contemplarlas a veces me parece oír incluso la música de los hititas.

Se hizo un silencio, una pausa en aquel intercambio de opiniones; y en ese silencio los ojos del sabio bibliotecario quedaron fijos, cual si fueran los ojos de un idiota, en algo así como el fin del mundo. Pero una vez rehecho, siguió diciendo su soliloquio:

—Si deseara representar un período que se escapa a mi mente, fracasaría sin remedio. Seguro que confundía unas cosas con otras y las mezclaba. Si me viese obligado a tocar una guitarra, esa de la que ustedes hablan, seguro que sentiría inevitablemente que no pulsaba la guitarra adecuada. La tocaría como si fuese una shenaum, o todo lo más una hinopis, que es un instrumento más helénico... Cualquiera podría darse cuenta de que mis movimientos no eran los propios ni siquiera de finales del XIX, por ejemplo, si a esa época se refiriese la obra. Todo el mundo diría nada más verme que mis movimientos eran los de un hitita.

—Claro, claro —dijo Murrel mirándole con sarcasmo—, eso es lo que dirían cien labios a la vez, nada más verle.

Murrel siguió mirando de la misma manera al bibliotecario, fingiendo gran admiración, pero algo en su interior empezaba a hacerle comprender la seriedad del caso que planteaba el bibliotecario pues veía en la cara de Mr. Herne esa expresión de inteligencia que no es sino la máxima demostración de la simplicidad.

—¡Caramba! —exclamó Archer como si despertara de un sueño hipnótico—. Pero si sólo se trata de una función teatral, caballero, permita que se lo recuerde... Mire que yo me sé mi papel de memoria y le aseguro que es bastante más largo que el que le ofrecemos a usted.

—Usted ha tenido la oportunidad de estudiarlo, señor —replicó Herne—, y así, al hacerlo, ha podido pensar en los trovadores, y al pensar en ellos, ha vivido ese período— La gente, sin embargo, se daría cuenta de que yo no he estudiado lo suficiente mi papel. Por eso cometería la torpeza de descuidar cualquier detalle importante; incluso me olvidaría de los trucos necesarios para la representación... Créalo, me equivocaría gravemente en cualquier momento, haría algo que no fuese medieval.

Tenía el sabio ante sí el bello y ahora completamente blanco rostro de la joven dama. Archer, que estaba tras ella, como a su sombra, parecía tan divertido como desesperanzado. El bibliotecario, de pronto, salió de su abstracción, de su inmovilidad meditabunda, y dio toda la impresión de que por primera vez despertaba a la vida.

—Sin embargo, yo les podría buscar en la biblioteca algo muy útil —dijo volviéndose con brío hacia los volúmenes de una de las estanterías—. Ahí arriba hay una obra francesa, creo recordar, que trata de todos los aspectos que conciernen a la época sobre la que versa su función, es magnífica, ya lo verán.

La biblioteca tenía los techos excepcionalmente altos, los techos de un tejado oblicuo como el de una iglesia y es posible que en tiempos fuera el tejado de una iglesia, o al menos el de una capilla, porque aquello formaba parte del ala más vieja de la Abadía de Seawood, cuando lo que ahora era posesión de lord Seawood había sido, en efecto, una abadía. De ahí que el último estante era en cierto modo la sima de un precipicio más que un estante al que se accedía desde la cumbre de una escalera de biblioteca muy alta, apoyada, claro está, contra la estantería. Con una energía inusitada, el bibliotecario, apenas sin que lo advirtieran, se subió a lo más alto de la escalera y husmeó entre una hilera de volúmenes polvorientos, que desde abajo sólo parecían eso, un montón de polvo. Tomó al fin acaso el volumen más grueso de cuantos manoseó, y como era un poco incómodo consultarlo mientras la escalera se balanceaba peligrosamente, se acomodó en el hueco que había dejado libre al extraer la obra, sentándose allí tranquilamente. Desde esa altura alcanzó a encender una lámpara eléctrica que pendía del techo. Los otros le miraban en absoluto silencio desde abajo, mientras él, en su altísimo asiento, con sus largas piernas colgando en el aire, quedaba con la cabeza completamente oculta por el grueso volumen que consultaba.

—Es un completo chiflado —dijo Archer en voz baja—, un loco... Se ha olvidado de nosotros; seguro que si le quitamos de ahí la escalera ni se entera... Bueno, Mono, acabo de sugerirte una de tus muy poco sutiles bromas...

—No, gracias, no me apetece hacerlo —replicó Murrel—. Ni una broma con este hombre, por favor.

—¿Por qué no? —se extrañó Archer—. Tú fuiste quien quitó la escalera al primer ministro cuando estaba en lo alto de aquella columna, descubriendo una estatua... Y le dejaste allí tres horas...

—Eso fue otra cosa —replicó Murrel con aspereza, aunque sin explicar por qué fue aquello otra cosa.

Acaso no supiera Murrel por qué lo había hecho, salvo que el primer ministro era primo suyo y se había expuesto deliberada y francamente a la broma por el simple hecho de dedicarse a la política. No obstante, sí sabía Murrel que ahora las cosas eran distintas, percibía claramente la diferencia entre ambas situaciones, y cuando el siempre zascandil Mr. Archer agarró con fuerza la escalera para quitarla de su punto de apoyo, Murrel le conminó con voz fuerte e inequívoca, incluso ruda, a que la dejara donde estaba.

Ocurrió, empero, que justo en ese instante una voz muy conocida lo llamó por su nombre desde la puerta que daba al jardín. Se volvió y vio la figura de Olive Ashley, que parecía exigirle una respuesta inmediata.

—Te pido que no toques esa escalera —dijo de nuevo a Archer volviendo hacia él la cabeza mientras se dirigía hasta Miss Olive—, o te juro que...

—¿Qué? —preguntó desafiante Archer.

—Te juro que haré contigo lo que este hombre llamaría un gesto hitita —dijo Murrel y corrió hasta Olive.

La otra joven salió también al jardín, deseosa de hablar con Olive, como si alguna preocupación la embargase, y así quedó Archer a solas con el bibliotecario y la atractiva escalera.

Archer se sintió entonces como un escolar al que se le hubiera prohibido hacer algo. Era bastante vanidoso y poco cobarde. Quitó la escalera de su punto de apoyo en la estantería, con mucho cuidado, sin hacer ruido ni levantar una mínima mota de polvo. Igual de silenciosamente se la llevó al jardín y la ocultó contra un cobertizo. Luego se dirigió con absoluta tranquilidad a reunirse con los otros, que parecían mantener una conversación muy interesante. Ni podían imaginar la travesura de su amigo. Hablaban de otra cosa, por supuesto, algo que habría de ser el primer paso hacia extrañas consecuencias; el primer paso de un raro cuento que iba a sorprender a varias personas, alejándolas de sus ocupaciones habituales tanto como lo estaba de la biblioteca aquella escalera.

Notas

[18] Ambas publicaciones existían, en efecto. (N. del T.)

[19] El Barón Thomas Babingion Macaulay (1800-1859), poeta, novelista e historiador, autor de Historia de Inglaterra, obra en cinco volúmenes aparecida de 1849 a 1861, que comprende el período que va de 1688 a 1702. (N. del T.)

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