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IV.- La tribulación primera de John Braintree
Ese caballero al que llamaban el Mono se encaminó por una amplia franja de césped hacia el aislado monumento, si así puede llamarse, o curiosidad, o reliquia, que se alzaba en el centro de un gran espacio abierto.
Era un trozo grande de lo que fueron los portones góticos de la antigua abadía, que habían puesto caprichosamente sobre un pedestal bastante más moderno, algo, sin duda, que se debió a los entusiasmos de algún caballero romántico de unos cien años atrás, o puede que más; un caballero que, con toda probabilidad, creyó que con la acumulación de musgo y luz de luna aquello pasaría a convertirse en lo que pudo haber sido tema propicio para la inspiración del ingenioso Marmion[20]. Examinándolo con atención, cosa que nadie había hecho, y reparando las líneas rotas, podía trazarse la forma de un monstruo repugnante, con los ojos saltones, como un dragón agonizante, sobre el que se levantaban dos piedras verticales, como dos tristes astas que bien podían sugerir las extremidades inferiores de una persona. Mr. Murrel no se dirigió, sin embargo, hacia aquel punto, llevado de alguna especie de ardoroso fervor de anticuario para observar estos pequeños detalles; lo hizo porque la muy impaciente dama que le había obligado a salir de la biblioteca le señaló aquel punto para citarse. En efecto, a través del jardín pudo ver a Miss Olive Ashley de pie, junto a una de las grandes piedras del monumento, y observó que no estaba tan tranquila como la piedra.
Aun a bastante distancia se percibía en ella la inquietud y su gesto de nerviosismo. Miss Olive Ashley era probablemente la única persona que se fijaba de vez en cuando en aquella mole de roca laboriosamente labrada, para decirse invariablemente que era algo muy feo y que a saber qué demonios significaba. Ahora, sin embargo, no se preocupaba por mirarla.
—Hazme un gran favor —fue lo primero que dijo a Murrel antes de que éste pudiera hablar, añadiendo temblorosa—: La verdad es que no se trata de un favor personal... A mí no me importa... ¡Te lo pido por el mundo entero, por la sociedad y todo eso!
—¡Vaya! —exclamó Murrel con fingida gravedad.
—Es buen amigo tuyo, lo sé; me refiero a Braintree —y cambió de tono para decir—: ¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Tú me lo presentaste!
—¿Pero qué ocurre? —preguntó él con enorme paciencia.
—Ocurre que... lo detesto, se ha mostrado como un perfecto grosero, y además...
—¡Ah, era eso! —dijo Murrel cambiando de actitud, con un tono de voz dolorido.
—¡No, no! —casi gritó Olive enfadada—. ¡No me refiero a lo que estás pensando! En realidad no quiero que nadie le pegue una paliza... Se ha portado groseramente... pero sin perder las formas... Se ha mostrado obstinado y aferrado a sus ideas, que me expuso largamente, con palabras sacadas de esos abominables folletos extranjeros, gritando cuantas estupideces se le venían a la cabeza sobre el sindicalismo organizado y no sé qué de la historia proletaria...
—Claro, no son palabras que deba oír una dama, ni mucho menos decirlas ella—dijo Murrel de nuevo sarcástico, moviendo la cabeza—. Ahora bien, querida, me parece que no acabo de entender de qué se trata... ¿Cómo es que no quieres que le sacuda por hablarte del sindicalismo? La verdad es que me parece razón suficiente para apalear a un hombre... ¿Qué quieres que haga?
—Quiero devolverle a la realidad —dijo la joven dama dando un respingo—. Quiero que alguien le haga comprender de una vez por todas que no es más que un absoluto ignorante. ¡Jamás ha tenido trato con gente educada! Se le nota en la manera de vestir, en su forma de andar... Pero aún es peor lo de su negra barba; creo que incluso podría soportarle todo lo demás, si se la quitara... Al menos estaría un poco presentable.
—¿Me pides que vaya a afeitar a ese hombre por la fuerza? —preguntó Murrel.
—¡No digas tonterías! —replicó molesta—. Quiero decir que me gustaría, aunque sólo fuera por un momento, que deseara ir afeitado... Quiero enseñarle cómo se comportan las personas educadas... Por su bien, claro. Se le podría... se le podría mejorar tanto...
—¿Quieres entonces que lo matricule en una escuela nocturna? —dijo Murrel simulando inocencia—, ¿Quizás en una escuela dominical?
—Nadie aprende eso en una escuela. Quiero que vaya al único lugar donde la gente puede aprender bien: el gran mundo —dijo ella—. Quiero que vea que en el mundo hay algo más importante que su protesta de maníaco, que oiga a la gente hablar de música, de arquitectura, de historia y todo eso que los intelectuales de verdad conocen. Él se ha quedado a medias, por gritar en las calles y hablar de las leyes en las tabernas más inmundas... Pero estoy segura de que si llegara a tratar con personas cultas se daría cuenta de su estupidez, sé que es inteligente.
—De manera que, como quieres tener a tu lado a un intelectual, a un hombre cultísimo hasta la punta de los dedos, te acordaste de mí —observó el Mono—. Quieres que te lo ate a una silla del salón y le dé té, Tolstoi y Tupper[21], o algún favorito de la culta modernidad... Mi querida Olive, te aseguro que no conseguiríamos nada.
—También lo he pensado, no creas —se apresuró a decir la dama—. Por eso te pido que me ayudes; por eso te pido que le hagas el favor, y con ello a la humanidad entera... Quiero que convenzas a lord Seawood para que se entreviste con él y hablen de la huelga. Es a lo único que se prestará; luego le presentaremos a una serie de gente reputada, de conocimientos superiores, para que le hablen. Así, poco a poco, estoy segura, se irá desarrollando su sensibilidad... Te hablo completamente en serio, Douglas, no sonrías... Este hombre tiene un gran influjo sobre los obreros; si no le hacemos comprender la verdad, capaces serán de... Porque es un magnífico orador, eso sí, aunque a su manera.
—Siempre he sabido que eres una gran aristócrata —dijo mirando con candor a la joven y frágil dama—. Aunque nunca supuse que fueses tan hábil diplomática,
(21) querida— Bueno, te prestaré toda la ayuda que me sea posible en tan horrendo complot... Pero sólo si me aseguras que, en el fondo, será por su bien.
—Pues claro que sí, naturalmente —dijo ella—. De lo contrario no se me habría ocurrido pedírtelo.
—Pues claro que sí, naturalmente —asintió Murrel a su vez y se encaminó hacia la gran casa, andando mucho más despacio que cuando salió para encontrarse con la joven.
Sin embargo, y aunque pasó por el cobertizo, iba tan abstraído que no reparó en la escalera de la biblioteca, allí apoyada. De haberlo hecho entonces, esta historia hubiese tenido un desarrollo distinto, acaso se habría alterado calamitosamente.
Las tesis de Miss Olive Ashley sobre la educación del ignorante, merced a la asociación de éste con personas de educación elevada, proporcionó material considerable al pensamiento de Murrel, mientras caminaba sobre el césped con las manos en los bolsillos. Concedía que aquellas tesis tenían algo de eficaz intención; algunos, por ejemplo, acceden a cierta cultura acudiendo a Oxford, y descubren de qué modo han descuidado hasta entonces su educación, aunque después sigan descuidándola... Nunca había conocido Murrel, sin embargo, un experimento semejante con alguien que perteneciera a ese estrato social tan oscuro como la negra mina de carbón a cuyos trabajadores representaba el sindicalista. No podía imaginarse a un tipo tan obstinadamente demagogo como su amigo Jack Braintree aprendiendo lentamente cómo sostener con elegancia un cigarrillo entre los dedos, o como mantener en alto, no menos elegantemente, una taza de té mientras hablaba del Shakespeare rumano de turno.
Aquella misma tarde iba a producirse un besamanos de esa especie allí mismo, en la residencia de lord Seawood, pero no se le pasaba por la cabeza cómo encajar a Braintree. Por supuesto que había un sinfín de cosas interesantes, de las cuales no tenía la menor noticia aquel endemoniado hombre de los barrios bajos. Aunque no estaba muy seguro Murrel de que esas cosas pudieran interesar mínimamente a su amigo.
Así y todo, decidió prestar a la joven dama Miss Olive Ashley el auxilio que le pedía, arriesgándose a mostrar por ahí a su iletrado amigo representante de los mineros como si fuese un esclavo tan gracioso como borracho. Pensó muy seriamente en cómo hacerlo. Una de las características más destacables del Mono era la de cubrir su seriedad con una sonrisa; quizás por eso era un bromista muy grave, extraordinariamente severo. Pero el tipo con quien ahora se las tenía que ingeniar para someterlo a su broma ofrecía unas cuantas dificultades. Pensando en todo eso se dirigió al ala de la mansión donde estaba el despacho de lord Seawood, un lugar vedado para la mayor parte de las visitas. Permaneció allí una hora y salió al fin sonriente.
Y ocurrió al cabo que, como consecuencia de unas maniobras de las que no tenía la menor idea, el anonadado Braintree se vio aquella misma tarde con sus rizos y su barba negros, rizos y pelos de la barba erizados en todas las direcciones posibles (tras una entrevista misteriosa con el gran capitalista), lanzado a través de una puerta hasta el gran salón de la más deslumbrante aristocracia, aristocracia del intelecto igualmente, destinada a la ardua tarea de su educación más conveniente.
A primera vista, aquel hombre parecía en verdad falto de unas cuantas cosas, por no decir incompleto. De pie, en mitad del gran salón, cargado de hombros y no menos cargado de entrecejo, resultaba tan desagradable de contemplar como lo era su propio interior. No es que fuese un tipo feo, pero resultaba inexplicablemente antipático. Eran los otros los que, dicho sea en su honor, le demostraban amabilidad e interés en su persona, incluso de manera sincera. Un señor muy alto y calvo, por ejemplo, un hombre especialmente franco y comunicativo, y nunca más ruidoso que cuando pretendía adoptar un aire confidencial con alguien, un hombre, en definitiva, que tenía en la voz cierto aire de canción obscena por cuanto su susurro era un grito indefectiblemente horrible, le dijo:
—Lo que nosotros necesitamos —hablaba mientras cerraba la mano como si pulverizase algo en ella—, lo que precisamos para que se haga eso que podríamos llamar la paz industrial, es sólo lo que también podríamos llamar instrucción industrial... No haga usted caso de esos reaccionarios que pululan por todas partes; no crea usted a esos hombres que dicen que la educación del pueblo es una falacia, o una grave equivocación... Las masas necesitan la educación, y sobre todo, la educación que podríamos llamar económica... Si logramos meter en la cabeza de la gente unas cuantas nociones de las leyes que rigen las relaciones económicas, y muy especialmente las leyes de la economía política, cesarán las disputas, esas querellas constantes que arruinan el comercio de nuestro país y amenazan con poner una pistola en el pecho de los ciudadanos... Sean cuales sean las opiniones que ambos podamos defender, seguro que deseamos acabar con todo eso. No importa cuál sea nuestro partido, seguro que deseamos lo mejor para todos... Y le aseguro que no hablo por el interés de ningún partido político, sino de un interés mayor, un interés que está por encima de todos los partidos.
—Pero si yo digo —replicó Braintree— que nosotros también queremos la extensión de las reivindicaciones efectivas, ¿no hablo de algo que está igualmente por encima de todos los partidos?
El hombre alto y calvo lo miró rápida y disimuladamente, y dijo después con la vista en otro lado:
—Por supuesto... Claro, claro que sí.
Se hizo un silencio y ambos pasaron a hablar después, alegremente, a propósito de la temperatura y el tiempo en general. Braintree pudo ver así que aquel hombre, a no mucho tardar, se deslizaría suave y silenciosamente hacia otros mares, como un pez gigantesco, abandonándole. La gran cabeza calva de aquel hombre, y sus lentes ostentosos, le habían dado la impresión, por cierto, de que no era un hombre sino un pez gigantesco. La primera lección del curso de cultura de Mr. Braintree fue, quizás, desgraciada. No por nada, sino porque dejó en su carácter ya de por sí muy sombrío la impresión de que el partidario de la educación económica de las masas no tenía la menor noción de lo que significaba una reivindicación efectiva.
No hay que tener en cuenta este fracaso inicial, en cualquier caso, porque aquel señor alto y calvo (que era un tal sir Howard Pryce, jefe de negociado de una empresa fabricante de jabones) había errado gravemente el tiro, quizás de manera accidental, al pretender apuntar a los estrechos dominios del sindicalista. En el gran salón había una buena cantidad de personas que no podían discutir sobre la instrucción industrial o sobre demandas económicas. Entre ellos se contaba, y no haría falta decirlo, Mr. Almeric Wister. No haría falta decirlo porque Mr. Almeric Wister estaba siempre donde se reunían veinte o treinta personas de esa clase que gusta de los fastos sociales al atardecer.
Mr. Almeric Wister era y es el punto fijo alrededor del cual se han asociado innumerables maneras, levemente diferenciadas entre sí, de la frivolidad social. Sabía arreglárselas para ser tan omnipresente en Mayfair a la hora del té, que no han sido pocos los que llevan años sosteniendo que no se trataba de un hombre sino de un sindicato de plutócratas; claro que eso lo decían quienes aseguraban que un gran número de Wisters se esparcía y diseminaba por los diferentes salones de sociedad, todos ellos altos y de ojos hundidos, todos cuidadosa y respetablemente vestidos, y todos con voces profundas y el cabello y la barba finos, bien arreglados y largos. Pero también en las reuniones campestres había siempre una buena cantidad de Wisters, por lo que parecía que el sindicato de plutócratas mandaba compañías de turistas idénticos a la campiña.
Tenía Mr. Almeric Wister una reputación, más bien oscura, de experto en obras de arte. Era de esa clase de hombres capaces de hablar de sus recuerdos de Rossetti[22] y capaz de contar anécdotas inéditas de Whistler[23]. Cuando le presentaron a Braintree no pudo evitar que sus ojos se clavaran en la corbata roja del demagogo, de lo que dedujo al instante que estaba ante un tipo que no era precisamente un experto en arte. Eso, sin embargo, hizo que el experto se sintiera mucho más experto. Sus ojos hundidos pasaban, como para liberarse de la alarma, de la corbata del sindicalista a un cuadro de Lippi o de cualquier otro italiano antiguo que hubiera en la pared, porque lo que fue en tiempos Abadía de Seawood albergaba una buena pinacoteca, además de una buena biblioteca. Una simple asociación de ideas hizo a Wister repetir inconscientemente el lamento de Miss Olive Ashley de que el color rojo que lucían las alas de uno de los ángeles del cuadro de Lippi La última cena era algo así como la pérdida de un secreto técnico.
Braintree asintió cortésmente, sin embargo, pues no poseía conocimientos especiales de pintura, y mucho menos de pigmentación. Esa ignorancia o indiferencia demostraban el porqué de su corbata, tan cruda. Y el experto en arte, dándose cuenta de que hablaba con un ignorante, se dio rienda suelta con alegre condescendencia. Eso quiere decir que se sintió como en una cátedra.
—Ruskin[24] es muy profundo en ese extremo —comenzó a decir—. Lea usted a Ruskin sin temor, aunque sólo sea para introducirse en el arte. La democracia, por supuesto, no es muy favorable a la autoridad. Por eso, mucho me temo, Mr. Braintree, que la democracia no tienda en exceso al arte.
—Si alguna vez tenemos democracia, es posible que podamos comprobarlo —se limitó a decir Braintree.
—Me temo —siguió Wister, negando con la cabeza—que ya tenemos suficiente democracia como para que haya perdido su importancia la autoridad artística.
En ese momento se acercó a ellos Rosamund, la joven dama del cabello rojo y el rostro hermoso y sensible, llevando de la mano a un joven que también tenía una expresión sensible. Ahí, sin embargo, cesaba todo parecido entre ambos; el joven era bajo y rechoncho hasta la vulgaridad y lucía un bigote que parecía un cepillo de dientes. No obstante, poseía los ojos claros de los hombres valientes y sus modales eran gratos y sencillos. Era un terrateniente vecino, apellidado Hanbury, con fama de buen conocedor y explorador de los Trópicos. Después de presentarlo y de cambiar unas palabras con los tres hombres, Rosamund dijo a Wister:
—Perdone, me parece que le he interrumpido...
Y no se equivocaba.
—Iba diciendo —prosiguió Wister altaneramente— que temo que hayamos descendido a la democracia y a la edad de los infrahombres... Los grandes Victorianos han desaparecido.
—Sí, por supuesto —dijo la muchacha mecánicamente.
—Ya no quedan gigantes entre nosotros —resumió Wister.
—Supongo que ésa sería una queja común en Cornwall[25] —pareció reflexionar Braintree en voz alta—, mientras Jack[26], el gigante más asesino entre los gigantes, hacía su profesionales rondas nocturnas.
—Cuando haya leído usted la obra de los gigantes Victorianos —dijo Wister con bastante insolencia— acaso comprenda a qué me refiero.
—Pero no pretenderá usted que maten a los grandes hombres, Mr. Braintree —dijo inocentemente la joven dama del cabello rojo.
—Debo admitir que algo así pienso —replicó Braintree—. Tennyson mereció la muerte por escribir May Queen. Y Browning mereció que lo mataran por rimar promise con from mice. Y Carlyle mereció la muerte por ser Carlyle. Y Herbert Spencer mereció que lo mataran por escribir El Hombre contra el Estado. Y Dickens mereció que lo mataran por no matar al pequeño Nell rápidamente. Y Ruskin mereció la muerte por decir que el hombre debía ser más libre que el sol. Y Gladstone mereció que lo mataran por dejar a Parnell[27] en la estacada. Y Disraelí mereció que lo mataran por aquella su alusión a un tímido garañón... Y Thackeray...
—¡Por Dios! —exclamó la dama—. ¿Es que no va a parar nunca? ¡Hay que ver cuánto ha leído!
Wister, por alguna razón, parecía molesto, incluso agresivo.
—Lo que quiero decir —comenzó a explicarse— es que eso es lo que asegura el populacho por su odio a quienes son superiores. El populacho siempre quiere echar por tierra los méritos de los hombres superiores. Por eso sus infernales Trade Unions no quieren que se pague mejor a un buen obrero que a uno malo.
—Hay quien lo ve de otra manera y dice que los malos obreros ganan lo mismo que los buenos —atajó Braintree.
—Supongo que eso lo habrá dicho Karl Marx—soltó abruptamente el experto en arte.
—No, eso lo dijo John Ruskin —replicó el de la corbata roja—. Uno de sus gigantes Victorianos —y tras una pausa añadió—: Pero el texto y el título donde lo dice no son de John Ruskin sino de Jesucristo, que no tuvo, para su desgracia, la suerte de ser Victoriano.
El joven bajo y rechoncho apellidado Hanbury sintió probablemente que la conversación comenzaba a ser en exceso religiosa como para ser pacífica, por lo que intervino con mucho sosiego para decir:
—¿Tiene usted relación con las áreas de explotación minera, Mr. Braintree?
El otro asintió tenebrosamente.
—Supongo —siguió diciendo Mr. Hanbury— que habrá mucha agitación, ahora mismo, entre los mineros.
—No, nada de eso —respondió Braintree—. Los mineros están muy tranquilos.
El joven arqueó las cejas, sorprendido, y dijo apresuradamente:
—¿Quiere decir que se ha desconvocado la huelga?
—No, no, la huelga va viento en popa —señaló Braintree con terrible orgullo—. Por eso no hay agitación. Y esperamos que no la haya en lo sucesivo.
—¿A qué se refiere? —inquirió la joven dama, la que estaba destinada a ser en el escenario princesa de los trovadores.
—Quiero decir lo que digo —respondió el sindicalista—. Digo que hay y habrá tranquilidad entre los mineros... Ustedes hablan de la huelga como si fuera unas vacaciones.
—¡Bueno, es que es una paradoja! —exclamó la joven alegremente, como si participase en un nuevo juego de salón en el que tenía la oportunidad de resultar triunfante.
—Hay que admitir que durante la huelga los obreros descansan, lo cual supone para muchos de ellos una experiencia absolutamente novedosa, créalo —dijo Braintree.
—¿Me permite decirle que no hay mayor descanso que el que ofrece el trabajo? —intervino Wister conteniendo apenas su rabia.
—Diga usted lo que quiera —respondió Braintree secamente—. Estamos en un país libre, ¿no? Por lo menos para usted... Pero ya que se refiere a eso, también podría decir que el verdadero trabajo radica en el descanso. Por lo que estaría usted encantado con la huelga.
La dama lo miraba con una expresión diferente. Era la expresión con que la gente de proceso mental lento, pero sincero, reconoce algo con lo que hay que estar de acuerdo, al menos parcialmente, y hasta respetarlo. Porque aunque —o quizás como— se había criado con todo lujo y riqueza, era una joven inocente y podía mirar sin ruborizarse a la cara de sus semejantes.
—¿No le parece que discutimos por una palabra, sólo eso? —preguntó.
—No, sinceramente, no lo creo; pero ya que me lo pregunta —respondió Braintree tajante—, creo que argumentamos desde lados opuestos, con un abismo en el medio... Y creo que esa palabreja es el abismo que separa a la humanidad en dos grupos. Si de veras tiene usted interés sincero, le daré un consejo: cuando quiera hacernos creer que comprende la situación, y que aun así desaprueba la huelga, diga usted cualquier cosa menos eso. Diga, por ejemplo, que el Demonio acompaña a los mineros; diga que los mineros son todos unos locos blasfemos... Pero no diga que hay agitación entre los mineros. Esa maldita palabra revela lo que hay en lo más profundo de su mente. Tiene un nombre muy antiguo: esclavitud.
—Eso es realmente extraordinario —dijo Mr. Wister.
—¿Verdad que sí? —intervino inocentemente la joven dama—. ¡Es tan interesante!
—No, qué va, es muy simple —siguió diciendo el sindicalista—. Suponga usted que hay un hombre en su carbonera, en vez de en su mina... Suponga que su oficio consiste en partir el carbón todo el día, y que usted le oye martillar incesantemente. Supongamos que usted cree que le paga lo que merece, y que lo cree honestamente. Pero usted le oye martillear incesantemente todo el día, mientras usted fuma o toca el piano, hasta que el ruido en la carbonera cesa de pronto... Quizás haya razón para que cese, o quizás no; puede obedecer a una causa cualquiera... Pero no sabe usted cómo hacerle ver qué piensa realmente, cuando dice, como Hamlet a su incansable roedor: Descansa, espíritu perturbador.
—¡Ah! —exclamó Mr. Wister algo más tranquilo—. ¡Cuánto me alegra que haya leído usted a Shakespeare!
Braintree siguió hablando sin prestarle la menor atención:
—El martilleo constante se para... ¿Y qué le dice usted al hombre que está ahí metido, sumido en la oscuridad? No le dice: «Muchas gracias por lo bien que hace su trabajo», pero tampoco le dice: «Yo te maldigo por hacer mal tu trabajo». Usted va y le dice: «Descansa, sigue durmiendo, continúa en esa quietud, natural en ti, una quietud que nada debería turbar; sigue ese movimiento rítmico y arrullador, que para ti debe ser lo mismo que el descanso, que para ti es una segunda naturaleza y parte de la naturaleza de las cosas».
Notó que, al hablar así, con vehemencia pero sin violentarse, muchas eran las caras que le miraban, y no de manera impertinente. Vio a Murrel que le observaba con una sonrisa melancólica dibujada por encima del cigarrillo que pendía blandamente de sus labios, y a Archer que lo miraba también, aunque un poco por encima del hombro, como temiendo que fuera a prender fuego a la mansión de lord Seawood. Observó igualmente las expresiones adustas pero respetuosas de algunas damas de esas que siempre parecen hambrientas de que suceda algo. Pero en quien más se fijó fue en la frágil Miss Olive Ashley, que observaba la escena desde el otro extremo del gran salón.
—El hombre de la carbonera —siguió diciendo— es sólo un extraño, un hombre de la calle, que se ha metido en un hueco negro para golpear una dura piedra, como si atacase una bestia salvaje o cualquier otra fuerza de la naturaleza. Partir carbón es peligroso. Las bestias salvajes matan en sus cavernas. Luchar contra las bestias salvajes es una inquietud eterna del hombre. Una epopeya como la del que se abre camino en la procelosa selva africana.
—Mr. Hanbury acaba de volver de una expedición a la selva —dijo Miss Rosamund sonriendo.
—Claro —dijo Mr. Braintree—. Pero cuando este caballero no anda de expediciones, ustedes no dicen que hay agitación en el Club de los Viajeros...
—¡Eso ha estado muy bien! —aplaudió Hanbury, superficial como siempre.
—No ve —siguió diciendo Braintree— que cuando usted asegura eso de nosotros quiere decir, en realidad, que somos algo así como relojes, y que usted no se da cuenta del tictac hasta que el reloj se para.
—Claro, claro —admitió Rosamund—; me parece que ya entiendo lo que quiere decir... Y tenga por seguro que no lo olvidaré.
Aunque no era la joven dama una mujer de especial inteligencia, sí era una persona realmente valiosa por cuanto jamás olvidaba lo que aprendía.
Notas
[20] Simón Marmion (1425-1489), pintor flamenco que trabajó en la corte del duque de Borgoña, Felipe el Bueno, para quien ejecutó en 1467 la iluminación con miniaturas de las Grandes Crónicas de Francia que se conservan en la Biblioteca de San Petersburgo. (N. del T.)
[21] Martin Farguhar Tupper (1810-1889), londinense, autor que gozó en su día de gran predicamento en todos los países de habla inglesa gracias a su obra Proverbial Philosophy, una recopilación de máximas morales escritas en verso. (N. del T.)
[22] Dante Gabriel Rossetti. (N. del T.)
[23] Jacob Whistler (1834-1903), pintor y grabador norteamericano, residente en París, primero, y en Londres después, adscrito al impresionismo francés. (N. del T.)
[24] John Ruskin. (N. del T.)
[25] El ducado de Cornwall, creado en 1337. En 1863 el Parlamento de Londres reguló el gobierno del mismo en lo que a su sucesión se refiere. Es una de las instituciones monárquicas inglesas de más abolengo. (N. del T.)
[26] Se refiere a Jack el Destapador. (N. del T.)
[27] Charles Stewart Parnell (1846-1891), nacionalista irlandés e impulsor de la Irish Home Rule, o autonomía irlandesa, con el apoyo en el Parlamento británico del primer ministro, el liberal Gladstone, a partir de 1870. Diputado por Irlanda en Londres, de 1875 a 1891, Parnell fue no obstante repudiado por la jerarquía católica irlandesa por haberse casado con Katherine O'Shea, divorciada de William O'Shea, otro líder independentista irlandés, que a raíz de este episodio pasó a conspirar abiertamente contra Parnell, apoyado por la jerarquía católica y los Sein-Feinners (embrión del IRA). El personaje de Chesterton alude a la retirada de Gladstone de la política por razones de salud, perdiendo Parnell con ello el único apoyo políticamente significativo que tenía entre la clase dirigente británica. Todo ello dio origen a un recrudecimiento de los atentados del IRA en Dublín y en Londres, muy especialmente, con las consiguientes represalias británicas. Hasta 1921 no alcanzaría Irlanda su estatus de Estado Libre Asociado a la Gran Bretaña, con una autonomía muy amplia, para acceder definitivamente a la independencia en 1949 como República del Eire, nombre gaélico de Irlanda. (N. del T.)
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