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V.- La tribulación segunda de John Braintree

Douglas Murrel era un hombre de mundo. Y conocía su mundo, aunque el decidido amor que tenía por las gentes de baja estofa le salvó de suponer, eso es cierto, que su mundo era el único mundo. Sabía muy bien qué estaba ocurriendo. A Braintree, al que había llevado al gran salón para avergonzarlo y callarle la boca, aquellas gentes no paraban de animarlo para que siguiera en el uso de la palabra. Puede que hubiera en eso un interés evidente por algo que en el fondo y también en la forma les parecía una monstruosidad, o porque le considerasen una especie de animal con dotes histriónicas. En cualquier caso, el monstruo digno de observación desarrollaba una actuación formidable. Hablaba sin parar, pero no lo hacía con engreimiento, sino con absoluta convicción. Murrel, como se ha dicho, conocía bien el mundo; sabía por eso que los hombres que hablan mucho son incapaces de ser engreídos, precisamente por su inconsecuencia.

Por todo ello podía adelantarse a los acontecimientos.

Los más tontos ya habían acabado su turno de preguntas; eran los que no pueden por menos que preguntar a un explorador ártico si se ha divertido en el Polo Norte; eran los que preguntarían a un negro qué se siente siendo negro. Resultaba inevitable, pues, que el viejo mercader discurseara acerca de la economía política a cualquiera que supusiera político. No importaba que el viejo asno Wister pretendiese darle lecciones acerca de los gigantes victorianos. El hombre que se había hecho a sí mismo no hallaba dificultad alguna en demostrar que estaba mucho más cultivado que toda aquella gente, pretendidamente culta. Pero estaba a punto de iniciarse el segundo acto y la otra clase de gente distinta de los tontos comenzaba a darse cuenta de cuál era la situación. Eran los inteligentes lectores del SmartSet, los que no hablaban estupideces, los que a un negro le hablarían de las condiciones atmosféricas... Y estos inteligentes comenzaron a hablar de sindicalismo al sindicalista. Ahora, hombres de actitud más serena y voz amable empezaban a hacerle preguntas, digamos más sensatas y sensibles... Unas veces concediéndole implícitamente la razón, pero otras oponiéndole objeciones fundamentadas. Murrel casi se estremeció de la cabeza a los pies cuando oyó tartamudear en tono bajo y muy guturalmente al viejo Edén, en quien se habían depositado tantos secretos parlamentarios y políticos en general; un hombre, el viejo Edén, que apenas hablaba con nadie, y que sin embargo ahora preguntaba a Braintree:

—¿No le parece que quizás hubiera que romper una lanza a favor de los antiguos aristotélicos? Aseguraban que puede que sea necesario que siempre haya una clase de gente que trabaje en los sótanos para nosotros...

Brillaron los ojos de Braintree, no con furia sino alegría, porque ahora intuía que era mejor comprendido.

—¡Bien! Eso sí que es hablar con sentido común —dijo.

Algunos creyeron que aquello venía a ser algo así como tomarse la libertad de decirle a lord Edén que soltaba insensateces sin parar, pero el anciano era lo bastante sutil como para advertir que el sindicalista lo elogiaba.

—Si seguimos con esa argumentación —continuó Braintree—, no podrá quejarse de que la gente a quien separa de ese modo se considere en verdad apartada. No deberá extrañarle, en consecuencia, que esa gente desarrolle una clara conciencia de clase.

—Pero la otra gente tendrá también el derecho de poseer su conciencia de clase, me parece —dijo lord Edén sonriendo.

—¡Eso es! —exclamó Wister, muy complacido—. La clase del aristócrata, del hombre magnánimo, como dice Aristóteles.

—Escuche —comenzó a decir Braintree sin poder disimular una cierta irritación—. Yo sólo he leído a Aristóteles en ediciones baratas, pero lo he leído... A mí me parece que los señores como ustedes aprenden, laboriosamente, cómo se debe leer en griego, pero después no lo hacen. Aristóteles, según me parece, retrata al hombre magnánimo del que habla como un sujeto bastante pagado de sí mismo. Nunca dice, en cualquier caso, que deba ser lo que usted llama un aristócrata.

—¡Bien dicho! —exclamó lord Edén—; pero hay que advertir que Aristóteles, el más democrático de todos los griegos, creía en la esclavitud. Opino que hay mucho más que decir acerca de la esclavitud que de la aristocracia.

Asintió con ardor el sindicalista. Mr. Almeric Wister pareció turbado.

—Lo que yo digo —tomó la palabra de nuevo Braintree— es que si usted cree que debe darse la esclavitud no podrá evitar que los esclavos se organicen y desarrollen una idea propia acerca de las cosas... Usted no puede apelar a su ciudadanía si no son ciudadanos... Bien, caballeros, yo soy un esclavo. Yo vengo de la mina, y hasta de la carbonera, sí lo prefieren. Yo represento a esa gente ennegrecida e impresentable para tantos de ustedes. Soy uno de ellos. Ni el mismo Aristóteles podría denostarme por defender a esa gente.

—Usted los defiende estupendamente —dijo con gran convicción lord Edén.

Murrel sonrió con amargura. Su amigo comenzaba a ponerse de moda. Percibió todos los signos del cambio en la temperatura social, en la enfervorizada atmósfera que rodeaba al sindicalista. Pensando en todo eso oyó la voz familiar de lady Boole, que decía: «Cualquier otro jueves será un placer...»

Murrel sonrió aún con mayor amargura, giró sobre sus talones y se dirigió al rincón donde estaba Miss Olive Ashley. La había visto muy tensa, con los labios apretados, observando todo aquello desde su asiento; se había percatado de que sus ojos brillaban de ira. Murrel le habló con un tono de voz de exquisita condolencia.

—Mucho me temo que nuestra broma haya resultado bastante tonta y vana —dijo—. Queríamos que hiciese el ridículo, y ya ves, más que un oso parece un león.

Ella lo miró con una sonrisa desconcertante.

—Les ha sacudido bien, como si fueran ratas —dijo la joven dama—. No se ha achantado ni ante lord Edén.

Murrel la miró aún más perplejo, incluso sinceramente abatido.

—Me resulta extraño, pero pareces muy orgullosa de él, como si fuese tu protegido —y agregó tras una pausa en la que siguió observando la rara sonrisa de la dama—: Bueno, quizás me resulte muy difícil comprender a las mujeres. Es más, creo que nadie será capaz de comprenderlas nunca... Yes peligroso intentarlo, seguramente... Pero sí puedo permitirme una suposición, querida Olive. Sospecho que eres una embaucadora, en cierto modo.

Y se apartó de ella con su habitual y triste buen humor. La reunión social había concluido. Cuando el último de los asistentes se hubo retirado, Murrel volvió a detenerse en la puerta del pasillo que conducía al jardín, y lanzó una flecha dirigida contra sí mismo:

—No comprendo a las mujeres —se dijo en voz alta—, pero puede que conozca aún menos a los hombres... Bien, ahora tengo que hacerme cargo del oso de Olive.

Los dominios de lord Seawood, aquella hermosa residencia tan bella como pretérita, sólo estaban a unas cinco o seis millas de una de esas negras ciudades de provincia envueltas en humo que han ido surgiendo entre las colinas y valles ingleses desde que el mapa de Inglaterra se convirtió en un remendado campo sembrado de carbón. La ciudad, que ostentaba el viejo nombre de Mildyke[28], parecía completamente envuelta en humo. Pero seguía siendo al menos relativamente pequeña.

Más que con la industria del carbón, era una ciudad relacionada con el tratamiento y comercialización de varios derivados del mineral, como el alquitrán; pero sí había una buena cantidad de fábricas dedicadas a la elaboración de productos con los ricos desperdicios del carbón. John Braintree vivía en una de las calles más inmundas de la ciudad. Eso, para él, no era del todo incómodo, aunque evidentemente padecía algunos inconvenientes. Había pasado gran parte de su vida dedicada a la actividad política intentando la unión de las organizaciones de trabajadores directamente implicadas en la explotación de los yacimientos carboníferos, con las organizaciones, pequeñas, de los hombres empleados en la manufacturación de los derivados. Hacia allí, pues, dirigió sus pasos una vez que hubo salido de la mansión a la que acababa de cursar tan fútil como insólita visita. Así como Edén y Wister, y los demás nobles de la vecindad, solían desplazarse en imponentes automóviles, o en no menos imponentes coches de caballos, Braintree era un paseante orgulloso de serlo; todo lo más se subía al ómnibus viejo y destartalado que iba y venía de la ciudad a la zona próxima a la mansión. Lo hizo aquella noche. Y no pudo por menos que sorprenderse cuando vio que tras él subía al vehículo público Mr. Douglas Murrel.

—¿Puedo compartir el viaje contigo? —preguntó Murrel a su amigo mientras se hundía en el asiento junto al que estaba ya acomodado el otro, el único pasajero del ómnibus en aquellos momentos.

Iban en los asientos delanteros superiores y el viento de la noche reciente les azotó los rostros nada más ponerse en movimiento el vehículo. Con aquello, Braintree pareció salir de su abstracción y asintió educadamente a la petición de Murrel, aunque éste ya se había sentado.

—Créeme —dijo Murrel—, la verdad es que me gustaría ir a tu cueva carbonera.

—No creo que te gustara verte encerrado allí —le dijo ásperamente el sindicalista.

—Bueno, preferiría que me encerraran en una bodega de vino, lo admito —dijo Murrel—, cosa que, por otra parte, supondría una versión distinta en cierto modo de tu parábola acerca del trabajo... Los tontivanos de la recepción a la que hemos asistido sabrían así, al menos mientras durase el descorche de botellas con su monótono y persistente ruido, que me encontraba ahí abajo, afanándome en la tarea de descorchar botellas de ricos caldos, trabajando sin tregua, en fin... Pero, de veras te lo digo, querido amigo, me parece muy interesante lo que ha dicho de ti esa gente, y por supuesto también lo que han dicho acerca de la horrible covachuela de la que hablabas... Por eso me apetece conocerla.

A Mr. Almeric Wister y a otros más les hubiera parecido una completa falta de elegancia, quizás, hablar a aquel hombre como lo hacía Murrel, pero éste no carecía precisamente de tacto, todo lo contrario, y hay que admitir que no carecía totalmente de razón cuando aseguraba saber al menos un poco acerca de los hombres. Conocía bien, por ejemplo, cómo es la sensibilidad un tanto enfermiza de los hombres muy masculinos. Y sabía perfectamente cómo se produce el odio casi maniático de los esnobs, tanto como se producía el odio en su amigo, por lo que no osaba referirse directamente al éxito, al menos en apariencia, que el sindicalista había cosechado en el gran salón.

—Por aquí hay sobre todo fábricas de anilinas y derivados por el estilo, ¿no? —preguntó Murrel mientras contemplaba la selva de chimeneas que comenzaba a pintarse a lo lejos.

—Productos derivados del carbón —dijo su amigo—; colorantes químicos, tintes, esmaltes... todo eso... En mi opinión, la sociedad capitalista crece en base a los derivados más que por la explotación del producto matriz en sí mismo. Cuentan por ahí que los millones de tu amigo lord Seawood se deben sobre todo a la brea obtenida del carbón, más que al carbón. Hasta he oído decir que de ahí se hacen las casacas rojas de los soldados.

—¿Y qué me dices de tu roja corbata de sindicalista? —preguntó Murrel—. La verdad, Jack, es que se me hace muy difícil creer que tu corbata roja lo sea por haberse empapado en sangre de aristócrata... Siempre pienso lo mejor de ti, por lo que sé bien que no te dedicas a masacrar sistemáticamente a nuestra antañona nobleza. Bueno, claro, y esa sangre, en todo caso, habría de ser azul, no roja... ¿No serás más bien el anuncio andante de alguna anilina, de algún tinte? ¡Compre usted nuestras corbatas rojas! ¡Servicio directo a los señores sindicalistas! Mr. Braintree, el famoso revolucionario, dice: «Desde que uso este producto...»

—En nuestros días nadie sabe realmente de dónde viene nada, Douglas —dijo con absoluta calma Braintree—. Eso es lo que se llama publicidad, eso es lo que se llama periodismo popular... Creaciones del capitalismo... Es muy posible que mi corbata haya sido hecha por capitalistas, ¿a qué negarlo? Y la tuya puede haber sido hecha por caníbales islandeses, qué sé yo...

—O tejida con bigotes de misionero —apostilló Murrel—. Una bonita posibilidad... Supongo que de veras trabajas a favor de los trabajadores de estas fábricas...

—Padecen unas condiciones infames —dijo Braintree—. Sobre todo, esos pobres hombres que trabajan con los tintes y las pinturas, que son auténticos venenos pestilentes. Y no tienen una Trade Union como es debido, por lo que han de afrontar jornadas laborales largas e inclementes.

—Eso es lo que acaba antes con un hombre —asintió Murrel—. Pero nadie tiene el descanso ni la vida grata necesaria en este mundo. ¿No crees, Bill?

Braintree se sentía secretamente adulado por su amigo, pues siempre le llamaba Jack, pero ahora le sorprendió que lo llamase Bill. Iba a preguntarle por qué lo hacía, cuando un gruñido que brotó de la oscuridad, frente a él, le hizo recordar la existencia de alguien a quien había olvidado por completo. El nombre del conductor era William, al que Douglas tenía por costumbre llamar Bill. La respuesta gruñida de ese a quien Murrel había llamado Bill bastó para señalar que estaba completamente de acuerdo con que las horas del empleo de los proletarios eran más que muchas y largas.

—Aunque tú no estás mal del todo, Bill —dijo Murrel—. Eres un tipo afortunado, sin duda, y en especial lo eres precisamente esta noche... El viejo Charley va al Dragón, ¿me equivoco?

—Sí —respondió el conductor en tono bajo y muy gutural que sin embargo tenía cierta sensualidad—. Hoy va al Dragón, pero...

Dejó la cosa ahí, como si lo de ir al Dragón fuese algo que hasta de las limitadas facultades del viejo Charley podía esperarse, aunque después de eso quedaran pocos motivos de consuelo.

—Bien, el viejo Charley[29] va al Dragón y nosotros nos bajamos en el Dragón —dijo Murrel—. Así que ven a tomarte un trago con nosotros, hombre.

—Descuide, señor —dijo el bueno de Bill como si le perdonara cristianamente—. Uno se toma un trago de más, y luego empieza a pegar tumbos... ¡Pues que así sea!

Quizás para acelerar el tránsito del vehículo público Murrel se tiró a tierra de un salto. Cayó bien sobre ambos pies, tras dar una voltereta en el aire impulsándose en el estribo del ómnibus. Luego se encaminó hacia el bien iluminado y ruidoso bar El Dragón Verde, tan resueltamente que los otros dos le siguieron como por instinto, sin preguntarse siquiera por qué o para qué lo hacían, aunque lo supiesen, claro, en su fuero interno. El conductor, cuyo nombre completo era el de Mr. William Pound, no pareció precisamente disgustado por ello, no obstante. El demócrata John Braintree parecía embargado por cierta reluctancia, motivo por el que su actitud parecía indolente. No es que estuviese a favor de la prohibición del alcohol, ni es que fuera un tipo fatuo; es más, cuando iba de excursión por ahí no tenía el menor reparo en meterse en las tabernas y en las posadas a beber cerveza... Pero El Dragón Verde estaba en las afueras de una ciudad industrial; y el lugar al que entraron no era un simple bar, ni una sala, ni cualquiera de los despreciables cubículos a los que pomposamente llaman bares privados. Era una taberna pública, un lugar para la expansión honesta que vendía alcohol a los pobres. En el momento en que Braintree traspasó el umbral se percató de que se hallaba ante algo nuevo, algo que nunca había probado, por así decirlo, ni siquiera visto, en los últimos quince años de su agitada vida.

Había allí mucho que oler, además de ver; y muchas cosas hacia las que nunca había experimentado la menor inclinación. Hacía calor en la taberna; estaba muy concurrida y el ruido a veces parecía infernal, todo el mundo hablando en voz alta y a la vez. Aquellos hombres parecían no preocuparse de que los otros pudieran oír sus conversaciones. Y lo que hablaban le resultaba poco menos que ininteligible a Braintree, aunque aquellas conversaciones estaban llenas de vigor y de expresiones enfáticas, como si se hubiera refugiado allí una comunidad entera para proferir juramentos en neerlandés o en portugués. Sin embargo, de vez en cuando, entre aquel feo torrente de palabras ininteligibles reconocía alguna. Por ejemplo, las de una voz autoritaria que desde la barra decía: «¡Bien, veamos, veamos!» Y nada más.

Murrel, saludando con una inclinación de cabeza a varios de los que allí estaban, se acercó a la barra y tras golpear allí con unas monedas de cobre pidió cuatro copas de algo.

Hasta el follón imperante, sin embargo, tenía un centro de gravedad, como si se diera algo así como un círculo social alrededor de un hombre bajito apoyado contra la barra, no tanto porque fuese un orador como por el hecho de tratarse de una suerte de tópico tabernario. Eso quiere decir que todos lo embromaban como si fuese las condiciones atmosféricas o el mismo ministro de la Guerra, o cualquier otro tema predilecto de un artista satírico. La práctica totalidad de las bromas de que era objeto resultaban muy directas, del tipo siguiente: «¿Es verdad que te vas a casar un día de éstos, George?», o «¿ya te has gastado todo el dinero que tenías, George?» Algunas más se hacían aludiendo a la tercera persona, tales como «el viejo George ha gastado mucho tiempo andando por ahí con las muchachas», o «pues yo creo que el viejo George se nos ha pervertido en Londres».

Lo más reseñable de todo eso, sin embargo, es que este satírico fuego graneado que se le dirigía se producía de forma absolutamente cordial, incluso amistosa. Y más reseñable es que el mismo George no sintiese disgusto porque le hubieran convertido en una auténtica diana humana.

Era George un tipo de corta talla, estólido, soñoliento. Tenía siempre los ojos medio cerrados y mostraba una constante sonrisa beatífica. La rara forma de popularidad que le conferían los otros parecía, pues, hacerle disfrutar de su posición de diana humana. Se llamaba Mr. George Cárter y era un pequeño comerciante en frutas de un modesto barrio de la ciudad. Por qué le acusaban a él, más que a cualquier otro, de andar constantemente con muchachas, o de haberse pervertido en Londres, era cosa que resultaba difícil imaginar a quien entrase allí y lo viera por primera vez. El hombrecillo era, simplemente, un imán que tenía la propiedad de atraer, una propiedad en cierto modo mística, a cuantos pululaban por allí con sus copas y jarras en la mano. Según algunos, George se ponía de muy mal humor si la gente no le mostraba esas atenciones... Mr. Braintree no podía comprender aquel misterioso caso, pero recordó haber oído decir alguna vez a quienes frecuentaban los salones socialistas acerca de las bromas y escarnios brutales, incluso francamente salvajes, del populacho que se burla de todo hombre al que toma por excéntrico o que lleva a cuestas algún defecto físico. El sindicalista, observando todo aquello, no hacía más que preguntarse si no estaría asistiendo a una de esas escenas llenas de barbarie de las que había oído hablar.

Mientras, Murrel seguía golpeando o rascando la barra con sus monedas de cobre y pidiendo bebidas a una mujer joven y alta, muy llamativa, que aparentemente quería hacer que se tomara, sin embargo, su excelente cabello por una mera peluca. Después cayó Murrel en una polémica interminable con uno cualquiera que había por allí, a propósito de si un caballo u otro ganaría una u otra carrera. El debate no iba mucho más allá en pos de una conclusión, pero los contendientes eran tan firmes como corteses, aunque de vez en vez se inmiscuyera un hombre muy alto y flaco, de caídos bigotes, que se inclinaba sobre cualquiera de los dos hablando quién sabe de qué para después, según parecía, informar al ahora silencioso Braintree de los argumentos de los contendientes.

—Conozco a un caballero cuando lo veo —repetía el tipo alto y flaco de los bigotes caídos, a intervalos, después de referir lo que ya se ha dicho—. Yo le pregunto... Se lo pregunto como se pregunta a los caballeros... Porque yo conozco a un caballero nada más verlo, y...

—Yo no soy un caballero, amigo —dijo el sindicalista con un cierto deje de amargura en la voz.

El tipo muy alto y muy flaco, el de los bigotes caídos, se inclinó sobre Braintree, como para verlo mejor, trazando en el aire los movimientos propios de un gesto paternal, como si pretendiese tranquilizar a un niño asustado.

—No diga usted eso, señor —dijo el tipo paternal—; no diga eso, porque yo conozco a un caballero y a una persona decente en cuanto la veo y por eso yo le digo que...

Braintree se volvió en un gesto rápido, como para huir de él, y chocó con un picapedrero gigantesco que estaba completamente cubierto de polvo blanco. El hombre se disculpó ante el sindicalista con una corrección admirable, y después de hacerlo escupió al suelo cubierto de serrín.

Aquella noche fue para el sindicalista una auténtica pesadilla. A John Braintree le parecía que era interminable, además de insensata y monótona. Murrel lo llevó, junto a su ya muy borracho conductor del ómnibus al que seguía llamando viejo Charley quién sabe por qué, de barra en barra. Braintree, al contrario que los otros, apenas bebía; puede decirse que no bebió más que un duque a solas con su botella de oporto. Los otros bebían envueltos en los vapores alcohólicos y también en los propios de esas disputas tan vanas como interminables.

Cuando estaban en la sexta taberna resonaron aquellos ensordecedores gritos que anuncian el cierre inminente, y la masa comenzó a ser empujada hacia la puerta. Pero el incansable Murrel invitó a una nueva excursión, ahora por los cafés. Allí comió a dos carrillos grandes emparedados y bebió un café de color castaño pálido, mientras seguía discutiendo con cualquiera sobre caballos y carreras. Amanecía ya sobre las colinas y las chimeneas de las fábricas cuando John Braintree se volvió de repente hacia su amigo y habló con un tono que obligaba a ser atendido:

—Douglas —le dijo—, no es necesario que sigas con tu alegoría por más tiempo... Ya sabía yo que eras un tipo inteligente y astuto, y empiezo a comprender ahora por qué se las han arreglado siempre tan bien los de tu clase para manejar una nación durante tanto tiempo... Pero no creas que soy un imbécil, o al menos un imbécil completo... Sé qué me quieres decir. Esto es lo que me quieres decir: «Sí, amigo John Braintree, tú te las sabes apañar de maravilla con los nobles, pero es con una masa popular con la que no sabes vértelas..» Has estado en un gran salón hablando durante más de una hora de Shakespeare y de lo que hiciera falta, pero durante una noche entera en las tabernas de los pobres has sido incapaz de decir una sola palabra... Dime, ¿quién conoce mejor al pueblo, tú o yo?»

Murrel permaneció en silencio. Su amigo el sindicalista siguió así tras una pausa:

—Esa es la mejor respuesta que podrías darme, y no me tomaré la molestia de intentar una réplica. Podría explicarte por qué los hombres como yo huimos más de estas cosas que los hombres como tú, y por qué vosotros os podéis permitir el lujo de jugar con los pobres mientras nosotros tenemos la obligación moral de luchar por ellos... Pero prefiero decirte que comprendo qué querías decirme, y que no te guardo el menor rencor por ello.

—Ya lo sé —dijo Murrel—. Aquel tipo de la taberna no escogió precisamente sus expresiones, pero hay mucho de verdad en lo que decía... Eres todo un caballero... Y espero que ésta haya sido la última de mis bromas con moraleja.

Pero no fue así. Aquel mismo día, cuando regresaba por el jardín de la mansión de lord Seawood vio algo que lo dejó pasmado: la escalera de la biblioteca contra el cobertizo. Se detuvo de golpe. Su expresión de buen humor se trocó en una de rabia incontenible.

Notas

[28] Ciudad imaginaria. Mildyke, de Mildly, suavemente, dulcemente. (N. del T.)

[29] Probablemente, alusión a una canción popular inglesa, muy de borrachera, titulada The old Charley goes to the Tavern, El viejo Charley va a la taberna. (N. del T.)

Ahora en...

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