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VI.- A la búsqueda de los colores
Mientras miraba hacia el cobertizo en el que estaba apoyada la escalera, Murrel sintió que su espíritu se henchía (al tiempo que iba limpiándose de los vapores festivos de la noche) con la experiencia de un descubrimiento, el de la nueva educación de los revolucionarios. Toda la noche vagando de taberna en taberna, sin pensar por un momento ni en sus amigos ni en la función teatral que preparaba con ellos, y recordó entonces que más o menos a esa misma hora había abandonado el día anterior su tarea de pintor para acudir a la biblioteca y conocer al bibliotecario. Por ello no pudo sino pensar angustiado, olvidando sus reflexiones acerca de la nueva educación de los revolucionarios, en el hecho evidente, a la vista de la escalera, de que el bibliotecario debería llevar veinticuatro horas, poco más o menos, subido en la última estantería. Tiempo suficiente como para que la escalera se viera afectada por la humedad y el moho. Un esqueleto ideal para que las arañas tejieran allí sus telas plateadas. ¿A qué se debía que la escalera estuviese contra el cobertizo? Claro está, recordó a Julián Archer, recordó también sus bromas... Y su rostro se contrajo aún más duramente mientras aceleraba el paso en dirección a la biblioteca.
Su primera impresión fue que la estancia llena de libros estaba vacía. Y un momento después vio que en lo alto de una estantería, donde el bibliotecario había encontrado su obra francesa de historia medieval, flotaba una especie de luminosa nube azul, por no decir que flotaba una neblina. La lámpara eléctrica seguía encendida y el velo de vapor que la envolvía indicaba que alguien había estado fumando muy cerca, y además fumando mucho, seguramente durante toda la noche y buena parte del día anterior. Y por fin descubrió las piernas colgantes de Mr. Michael Herne, que había estado leyendo tranquilamente a todas esas horas. Por fortuna para él no le habían faltado los cigarrillos, pero sin duda estaba en ayunas. En un largo ayuno.
—¡Gracias a Dios! —dijo Murrel en un susurro—. Este hombre está bien, aunque hambriento, seguro... Y es posible que no haya dormido ni unos minutos... Menos mal que no se ha dormido, porque se hubiera caído sin remisión.
Llamó al bibliotecario con la misma voz que hubiera puesto para llamar a un niño que juega al borde de un acantilado, y le dijo para animarlo:
—No pasa nada, tranquilo, he encontrado la escalera...
El bibliotecario bajó un poco el enorme volumen que leía, para mirarle mejor.
—¿Quiere usted que baje ya? —preguntó al recién llegado.
Murrel contempló entonces el prodigio más cierto que había contemplado, probablemente, en las últimas veinticuatro horas, en términos generales bastante absurdas, por lo demás. El bibliotecario, sin esperar a que le llevara la escalera, se deslizó suavemente, con agilidad inusitada, por las estanterías, poniendo cuidadosamente los pies en éstas, hasta tocar tranquilamente el suelo, aunque alguna dificultad llegara a tener en algún momento de su bajada. Se tambaleó peligrosamente, sin embargo, precisamente cuando hubo tocado el piso.
—¿Ya se ha entrevistado usted con Mr. Cartón Rogers? —preguntó como si nada—. ¡Qué época tan interesante la que él estudia!
Murrel era uno de esos hombres a los que les cuesta encontrar algo digno de asombro, pero tuvo la sensación de que él mismo se tambaleaba ante la actitud insólita del bibliotecario. No pudo más que mirarlo lleno de admiración y decir sin el menor sentido: —¡Su época! ¿Qué época?
—Bien —dijo Mr. Herne—, acaso le parezca a usted que es más interesante el período que va de 1080 a 1260, ¿no?
—Me parece que haríamos mejor si pensáramos en comer algo —dijo Murrel—. Debe de estar usted hambriento... ¿Es posible que se haya pasado ahí arriba... qué sé yo, doscientos años?
—Me siento un poco débil —admitió Mr. Héroe—. Pero a lo mejor es sólo algo raro...
—Pues no me parece nada bien que se sienta usted raro —dijo Murrel—. Mire, iré a traerle algo de comer... Aún no se han puesto en marcha los criados de la casa, pero conozco bien el camino que lleva a las despensas porque me lo enseñó un cocinero, buen amigo mío.
Salió de la biblioteca a toda prisa y apenas cinco minutos después estuvo de vuelta con una gran bandeja llena de unas cuantas cosas incongruentes entre las que destacaban varias botellas de cerveza.
—Aquí tiene, queso inglés antiguo —dijo poniendo la bandeja sobre una mesa repleta de papeles—. Y pollo frito, probablemente no muy anterior a 1390... Y cerveza como la que bebía en grandes pintas Ricardo Corazón de León... Bueno, o al menos la cerveza que tuvo a bien dejarnos... Y Jambón froida la mode Troubadour... Dé usted cuenta rápidamente de todo ello, se lo pido por favor; le aseguro que comer y beber han sido las mejores prácticas de cualquier época.
—Es que yo no podría beberme toda esa cerveza, de verdad —se excusó el bibliotecario—. Aún es temprano para eso...
—No, no crea; es muy tarde, en contra de lo que pueda parecerle a usted —aseguró Murrel—. Y además no tengo inconveniente en acompañarle, porque estoy concluyendo una especie de fiesta que me he permitido... Un traguito tampoco nos hará daño, como dice una vieja canción provenzal de trovadores.
—Eso es cierto —estuvo de acuerdo Herne—. Pero no alcanzo a comprender el porqué de todo esto, caballero...
—Ni yo, se lo aseguro; pero la verdad es que también me he pasado la noche lejos de mi cama, ocupado en ciertas investigaciones... aunque no de su época, sino de otra muy distinta a la suya, me temo. Una época, por cierto, llena de sociología y cosas así. Espero que sepa perdonarme si me encuentra un tanto ofuscado, pero me gustaría saber si hay tanta diferencia entre las épocas... diferentes.
—Escuche —comenzó a decir Mr. Herne con vehemencia—. En cierto modo acaba de expresar usted lo que yo tantas veces me digo... Resulta extraordinario el paralelismo que se da entre la época medieval y esa a la que he dedicado mis estudios. ¡Cuan interesante es analizar el cambio que convirtió al antiguo funcionario imperial en un noble por herencia! ¿Quizás pensó usted que estaba leyendo algo referido a la transformación del Nal tras la invasión zamul?
—No, yo no me atrevería a ir tan lejos —dijo Murrel con más fervor que burla hacia el bibliotecario—, Pero ansío que nos enseñe usted cuanto debemos saber acerca de los trovadores.
—Me parece que usted y sus amigos saben muy bien en qué se empeñan —dijo el bibliotecario—. Llevan estudiando esa época mucho tiempo... Pero creo que no deberían haberse limitado como lo han hecho a la figura del trovador... Yo hubiera pensado más en los trouveres y puede que resultaran más interesantes para su función.
—Sí, es una vieja polémica —dijo Murrel—. Lo normal es que un trovador cante serenatas. Pero si alguien es capaz de encontrar un trouvere colgado de la tapia del jardín, ¿no cree razonable que llame a la policía y ésta lo meta preso por allanamiento de morada e intención de cometer robo?
El bibliotecario, tras mirarlo con asombro durante unos segundos, dijo:
—En un principio tuve al trouvere por una especie de zel, o músico que tocaba el laúd. Pero he llegado a la conclusión de que era más una especie de pañi.
—Siempre lo he sospechado —dijo Murrel aunque no sabía a qué aludía el otro—. Sin embargo, me encantaría conocer la opinión de Mr. Archer sobre este asunto que nos ocupa.
—Claro —dijo el bibliotecario humildemente—. Mr. Archer debe de ser una gran autoridad en la materia.
—Es una gran autoridad en todas las materias, no le quepa a usted duda —dijo Murrel dominándose la risa—. Y la verdad es que yo soy un gran ignorante en todo, excepto, acaso, en lo que se refiere a la cerveza, de la cual parece que me estoy tomando más de lo que en este caso me correspondería beber... Adelante, Mr. Herne, vacíe su vaso con más rapidez y alegría de espíritu... Quizás después pueda enseñarme usted un brindis hitita cantado...
—No, la verdad —dijo el bibliotecario con gesto grave—. No podría cantar un brindis hitita. La del canto no es una facultad que me adorne.
—Pero sí tiene usted facultades como para descolgarse de lo más alto de una estantería, ¡caramba! —se admiró Murrel—. Yo suelo tirarme en marcha del ómnibus, y saltar desde alguna que otra altura más dando volatines en el aire, pero le aseguro que me resultaría difícil descolgarme de ahí como lo hace usted... Me parece, mi muy querido y admirado Mr. Herne, que es usted un hombre algo misterioso. Ahora que sin duda se encuentra mejor tras haber comido y bebido un poco, sobre todo por haber bebido, tal vez quiera explicármelo... Si podía haberse bajado de ahí en cualquier hora de las veinticuatro que se pasó arriba, ¿por qué no se le ocurrió pensar que quizás no estuviera del todo mal acostarse en un momento dado de la noche y levantarse a desayunar a una hora prudencial?
—Le confieso que prefiero bajarme con la escalera —replicó con humildad Mr. Herne—. Seguramente, hasta que usted no me animó a bajar, el miedo a caerme me tuvo paralizado ahí arriba... No tengo la costumbre de escalar...
—Pues no me explico cómo siendo tan buen escalador se ha pasado la noche entera al borde del precipicio... Nunca supuse que un bibliotecario pudiera ser un excelente montañero... ¿Pero por qué no bajarse, pudiendo hacerlo? El amor se encuentra de veras en los valles, es inútil esperar la llegada del amor en lo alto de una montaña, o de una estantería, por seguir refiriéndonos a su caso... Dígame de verdad por qué no se bajó usted.
—Debería sentirme avergonzado, lo sé —dijo el bibliotecario—. Usted habla del amor, algo que me lleva a pensar en lo que es ciertamente una especie de infidelidad... Siento que me he enamorado, por decirlo así, de la mujer de otro. Todo hombre debería contentarse con poner su interés en lo que tiene, que no es sino eso a lo que se ha dedicado con entusiasmo.
—¿Le parece que la princesa Pal-Ul tendrá celos de Berengaria de Navarra[30]? —preguntó Murrel—. La verdad es que lo suyo sería una historia magnífica para contarla en una revista; usted, perseguido por una momia, arrastrándose y golpeándose toda la noche por los pasillos... Ahora me explico que tuviese miedo de bajar... Supongo que quiere decirme, en realidad, que estaba muy interesado en lo que de una época distinta a la suya se cuenta en ese libro.
—Estaba realmente absorto en la lectura de ese libro —dijo el bibliotecario con tono de lamento—. No podía imaginar que el repunte de la civilización tras las invasiones de los bárbaros y de las edades oscurantistas fuera tan fascinante. Sólo cuanto se refiere a los siervos... Aunque eso ya lo había estudiado de joven...
—Y supongo que tras leer eso ha cometido usted un acto de clara desesperación, cual lo es volverse loco estudiando el gótico perpendicular o derramar su materia gris en esos viejos y abollados latones, o sobre los vitrales... Bueno, no se preocupe; aún está usted a tiempo de...
Murrel lo miró fijamente durante uno o dos minutos. En el silencio del bibliotecario había algo que impresionaba; y algo aún más impresionante todavía en su mirada, que se clavó en la puerta de cristales, que estaba abierta, por la cual se accedía al jardín. Un jardín que el sol comenzaba a bañar entonces generosamente. Miró hacia la estrecha y larga avenida en cuyos márgenes había macetas de flores encendidas como en una iluminación medieval. Al final de aquella perspectiva se levantaba sobre el pedestal del siglo XVIII el resto de alguna construcción medieval que dominaba la gran explanada del jardín.
—Me gustaría saber —dijo Herne al fin— qué encierra ese término que oímos tan frecuentemente: demasiado tarde. A veces creo que dice una verdad rotunda y otras que es una falsedad completa. O todo es demasiado tarde, o nada es demasiado tarde; parece algo que expresa lo que no está ni en la ilusión ni en la realidad... Todos cometemos errores, por otra parte; por eso decimos que quien no comete errores nunca hace otra cosa que no cometer errores, lo cual es un error, por resultar algo imposible... Pero, ¿piensa usted de verdad que un hombre podría cometer un error y no hacer nada por resarcirse? ¿Piensa usted que podría morir tranquilamente habiendo dejado pasar la oportunidad de vivir?
—Como ya le he dicho —respondió Murrel—, me inclino a creer que una cosa es muy parecida a la otra. Y cualquiera de esas cosas puede resultar interesante para un hombre como usted y muy aburrida para alguien como yo.
—Claro —dijo Herne inesperadamente decidido ahora—. Pero imaginemos que una de esas cuestiones es verdaderamente cosa de hombres como usted y como yo, que somos tan distintos, según me parece...
Supongamos que nos hemos olvidado del rostro de nuestros respectivos padres para exhumar los restos de un tatarabuelo de otro hombre... Imaginemos que yo fuera perseguido por alguien que no es una momia o por una momia que en realidad no está muerta, también se puede decir así...
Murrel continuó mirando con gran curiosidad a Herne, y Mr. Herne siguió con los ojos clavados en los restos de aquella construcción medieval que había en el jardín.
Olive Ashley era una persona singular, en varios aspectos. Sus amigos la describían, cada cual en su peculiar jerga, como una chica rara, como un pájaro extraño o como un pez muy singular... Y cuando pensaban cualquiera de esas cosas, no obstante, convenían todos ellos sin excepción en que no era una persona extraña, salvo por su sencillez, de la que ya se ha dado noticia al inicio de esta historia, y porque cuando todos sentían que lo importante era la acción, ella seguía en las nubes.
Se hallaba inclinada, o se podría decir que acurrucada, sobre su microscópico pasatiempo medieval, y a la vez sumida en el centro absurdo del torbellino propio al mundo del teatro. Era como si alguien cogiera margaritas en la campiña de Epsom dando la espalda al espectáculo ofrecido en el Derby. Sin embargo, también ella era en cierto modo autora de la pantomima que pretendía representar el grupo de amigos, y la primera entusiasta de la obrita.
—Y después —observó Miss Rosamund Severne con gesto desesperado—, cuando Olive haya logrado lo que pretendía, hará como que ya no lo quiere... Démosle entonces la vieja pantomima medieval que tanto parece querer y veremos cómo es quien más se aburre. Seguirá con sus iluminaciones doradas, con todo eso, y dirá que la obra era cosa nuestra.
—Bien, querida —terció Murrel una vez más en su función suprema de pacificador universal—; quizás sea mejor darte la parte de trabajo que le corresponde a ella... ¡Eres una mujer tan práctica! ¡Eres como un hombre de acción!
Rosamund se sintió algo aliviada y hasta dio en admitir que frecuentemente deseaba haber sido un hombre.
Las aspiraciones y deseos de su amiga Olive eran, realmente, cosa de misterio; pero cabe asegurar que no era cierto, en contra de lo que sugería Miss Rosamund Severne, que les había dado su vieja pantomima medieval de la que siempre hablaba para que los demás aportasen lo que les pareciese. En propiedad de criterios hay que decir que ellos se la habían quitado de las manos. Y la habían mejorado notablemente, eso es verdad, pero confiaron desde el principio en las posibilidades de éxito de la obra. Rendían tributo a la pantomima como si fuera una cosa que podía ser representada con el mayor de los éxitos, como si fuese una obra cumbre de la escena.
Las modificaciones que habían hecho, por ejemplo, ofrecían a Mr. Archer entradas admirables y mutis por el foro no menos admirables. Pero Olive había comenzado a tener un profundo y a la vez deplorable sentimiento con respecto a Mr. Archer, y prefería que hiciera mutis por el foro antes que verlo entrar en la escena. No había dicho nada de todo eso, hasta el momento, y mucho menos en contra de Archer. Pero si bien era una joven y muy respetable y digna dama que podía reír con esos a los que amaba, también es verdad que le costaba esbozar siquiera una sonrisa de compromiso ante esos a los que odiaba. Así que se metió en su concha, como un caracol, lo que quiere decir que se dedicó sin más a sus pinturas doradas que con tanto cariño guardaba en sus cajas para que estuvieran a salvo de todo.
Si le daba por pintar un minúsculo y muy convencional árbol plateado, por ejemplo, lo que menos deseaba era escuchar a sus espaldas la voz potente de Archer juzgando su trabajo, diciendo que aquello quedaría de lo más pobre y hasta mezquino si no lo doraba un poco. Si pintaba un decorativo y expresivo pez rojo, tampoco deseaba por nada del mundo oír la voz de su amigo, que hasta entonces había sido uno de los mejores de cuantos tenía, diciendo: «Querida Olive, sabes bien que no soporto el color rojo».
Mr. Douglas Murrel no se atrevía a gastarle una sola broma con sus torres miniadas ni con los pabellones igualmente miniados de sus cuadros, por mucho que fuesen igual de ridículos que los palacios de una pantomima. Pero es que, si todo aquello podía tomarse a broma, eran sus bromas, las de ella... Unas bromas nada prácticas, por lo que no cabía la chanza. Un camello no puede pasar por el ojo de una aguja, ni un elefante, aunque sea de pantomima, puede pasar por la cerradura de una puerta, aunque sea la puerta de un gabinete de pantomima. Aquella divina casa de muñecas en la que Olive jugaba con sagrados pigmeos y ángeles no menos pigmeos era algo demasiado pequeño, demasiado exquisito, para que los otros, que parecían hermanos grandes y groseros, entrasen en ella. Por eso volvió a lo que más placer podía darle, desentendiéndose de todo lo demás, y cabe decir que ante el general asombro... En cualquier caso, aquella mañana parecía menos alterada que de costumbre en los últimos tiempos. Después de haberse empleado en su tarea durante unos diez minutos, se levantó para dirigirse al jardín. Lo hizo como una autómata, con el pincel en la mano... Se detuvo a contemplar un rato el gran resto gótico puesto sobre aquel pedestal y a cuyo amparo ella y Murrel habían urdido su trama para atrapar a Mr. Braintree. Después se volvió hacia la otra ala de la mansión y vio a través de una de las ventanas al bibliotecario y a Douglas Murrel en un pasillo.
Ver a aquellas dos aves de madrugada no pudo sino alentar a este tercer pajarito no menos madrugador, llevado por un deseo de establecer un contacto más práctico y concreto que otra cosa con los otros dos. Fue como si hubiera tomado una decisión repentina, o como si se diera cuenta de súbito de que tenía que llevar a término una resolución insoslayable. Aceleró el paso en dirección a la biblioteca. Cuando entró, sin apenas prestar atención al sorprendido saludo de Murrel, dijo al bibliotecario con una seriedad muy graciosa:
—Mr. Herne, quisiera pedirle que me dejase consultar cierto libro que hay en su biblioteca.
Herne, como si despertara de un plácido sueño, respondió:
—Perdón, ¿cómo dice?
—Bueno, en realidad quiero hablar con usted de cierto asunto... El otro día estuve examinando un libro iluminado sobre san Luis, creo recordar, un libro en el que había una iluminación en un rojo admirable... Un rojo tan vivo que parecía puro fuego, y tan delicado en sus tintas como una leve claridad en medio del crepúsculo. No encuentro un rojo igual en ninguna parte.
—No sé nada de estas cosas —dijo Murrel frívolamente—, pero supongo que en nuestros días uno puede encontrar cualquier cosa que busque, si sabe dónde buscarla.
—En realidad quieres decir que se puede encontrar lo que se quiera, si se paga—replicó ella.
—Dudo que eso sea cierto —terció el bibliotecario como si se dispusiera a declamar un poema—. Si yo ofreciese una suma altísima por una pieza paleohitita palumon, dudo que alguien me la vendiera, no creo fácil encontrarla.
—Bueno, puede que Selfridge no lo tenga en sus escaparates —dijo Murrel—, pero seguro que le salía a usted cualquier millonario americano dispuesto a hacer lo que él llamaría un buen negocio con esa pieza paleohitita palumon.
—Escucha, Douglas —dijo Olive con mucha vehemencia—. Sé bien que te gustan las apuestas de todo tipo... Te mostraré el color rojo que he visto en ese libro para que lo compares con los que tengo en mi caja de pinturas. Luego, seguro que sales corriendo con la intención de comprarme un tubo de idéntico brillo. No lo encontrarás.
Notas
[30] Berenguela de Navarra (1165-1230), princesa española hija del rey Sancho VI de Navarra y esposa del rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León, con el que contrajo matrimonio en Chipre, en mayo de 1191. (N. del T.)
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