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VIII.- Las desventuras del Mono
Murrel contemplaba desde la entrada la silueta que se veía, oscura, contra el paisaje, aquellas trazas que le daban ganas de reír. Pero una serie de ideas que podemos calificar como serias le conmovieron. Puede que ni un gato negro, ni un mirlo blanco, ni un caballo ruano, ni cualquier otro prodigio parecido e igual de proverbial, le hubieran parecido un presagio tan evidente, a la vez que inescrutable, como lo fue la sorprendente entrada en escena del sindicalista afeitado.
Braintree, mientras se alejaba, también miraba a Murrel, aunque con una dureza en la expresión que era trasunto de una clara hostilidad, no obstante lo mucho que se apreciaban. Como no podía apuntar con su barba, lo hizo con el mentón a tal punto que su faz cobró una expresión aún agresiva, como si se le hubiese agrandado. Murrel, con toda la cordialidad de que fue capaz, se limitó a decir al fin:
—Supongo que vienes a echar una mano...
Como era en el fondo un hombre de educación notable, no dijo, por ejemplo: «Supongo que finalmente te has visto obligado a venir a echar una mano». Claro está, se hizo de inmediato la debida composición de lugar: supo a qué razón obedecían aquellos paseos de Olive, aquellas desapariciones que hacía de vez en cuando; supo también a qué se debía aquel continuo estar absorto de Miss Ashley; supo, en fin de cuentas, qué vuelta le había dado la joven dama a su curioso y fracasado experimento social. Claro que también podía tomarse por fracaso su propio experimento social, el que le hizo llevarse de juerga nocturna a Braintree, al que no había logrado convertir en un borracho licencioso. Hasta entonces, le hubiera soportado cualquier cosa, cualquier reconvención, con tal de que lo llevara a las mismas puertas del palacio, a las que acudiría seguido del populacho que le era fiel. Pero desde aquella noche, en la que el propio Murrel logró sembrar la duda respecto a la posición democrática de Braintree, éste no había hecho sino convertirse en un tipo sensible y absorto en sus meditaciones. Murrel tenía una enorme capacidad de comprensión, así que lo aceptaba de bastante buen grado todo. Salvo, quizás, el final de todo el asunto, que no terminaba de ver claro. No dejó, en cualquier caso, que el tono de su voz denotase una mínima señal de comprensión.
—Sí —contestó Braintree, que parecía anonadado—; Miss Ashley me dijo que precisaba de la ayuda de alguien... Me sorprende que no la ayudes tú...
—Ya le dije a Olive —contestó Murrel—, que si yo soy un mal director de escena, al menos espero no serlo tanto como otro que además se pretende actor. Julián Archer es el que se encarga ahora de la dirección, al completo. Miss Ashley me ha hecho otro encarguito...
—Tienes pinta de marcharte a El Dorado en busca de fortuna—dijo Braintree.
Echó un rápido vistazo a la impedimenta que llevaba su amigo, quien cargaba con una mochila de viaje a la espalda, sostenía un bastón muy sólido y se fajaba con un cinturón de cuero en el que parecía destacar un cuchillo envainado.
—Sí —dijo Murrel—, voy armado hasta los dientes... En realidad voy algo así como al frente, en una misión especial —y tras hacer una pausa añadió sonriente—: Voy de compras.
—¡Ah! —exclamó Braintree francamente sorprendido.
—Despídeme del resto de mis amistades, por favor —dijo Murrel—. Si caigo en el primer combate ante el mostrador en el que ofrezcan una baratija cualquiera, di por ahí que dediqué mi último pensamiento a Julián Archer. Y dedícame una lápida conmemorativa, te lo ruego, en el sitio donde haya caído. Y cuando todas las gangas que se ofrecen con la primavera vuelvan el año próximo, cual lo hacen los pájaros en la misma estación, evócame... Adiós y buena suerte, amigo.
Y haciendo girar en el aire su bastón, con ademanes que eran más que agresivos los de una bendición, siguió sendero adelante por el parque, dejando allí clavada la silueta del sindicalista, que le siguió un rato con los ojos y la mente poblada por las dudas.
Los pájaros de la primavera a los que Murrel había aludido de manera tan patética y burlona cantaban en los árboles del bosque por el que marchaba a buen paso. Los tallos, todo brote, poseían a la luz de aquel instante la apariencia propia de una floración de plumas de ave.
Era esa estación del año en la que todo parece hallarse provisto de plumas. Los árboles semejaban alzarse de puntillas, como preparados para dar un brinco y lanzarse al aire en la gran nube blanca y rosácea del cielo, cual si fuesen querubines tocados con la bondad de los heraldos. En la mente de aquel hombre alboreó un recuerdo infantil en el que imaginaba ser un príncipe de cuento de hadas. También, claro, que su bastón era una espada. Pero entonces recordó que la misión a él encomendada no lo llevaría por valles ni por selvas, sino al laberíntico lugar común de las tiendas. Y en la cara se le dibujó una sonrisa irónica llena de arrugas.
Fue a la ciudad industrial en la que había estado con Braintree aquella noche de juerga. Ahora, sin embargo, no tenía la menor apetencia de diversiones, ni ansiaba la llegada de la noche para expansionarse, sino que se veía llamado a cosa tan prosaica como una actividad comercial de compra y venta. Algo con lo que, desde luego, casaba mejor aquella luz diurna, blanca y fresca.
—Los negocios son lo primero —se dijo en voz alta, con resolución—. Ahora que me he convertido en un hombre de negocios debo ver las cosas bajo el prisma único de lo práctico. Seguro que todo buen hombre de negocios se da ánimos cada mañana diciéndose «los negocios son lo primero». Y no hay más que decir.
Llegó a la muy larga línea que formaban una serie de edificios de aspecto babilónico en los que destacaba un rótulo enorme y llamativo en el que se leía Almacenes Imperiales con letras doradas más grandes que los escaparates. Es verdad que se acercó hasta allí deliberadamente, pero le hubiera resultado muy difícil hacerlo a otro sitio, porque ocupaba una acera entera de un lado de la calle principal y parte de la otra. Había una multitud deseosa de entrar y otra que ansiaba salir, reforzadas dichas multitudes por otra que no deseaba entrar ni salir pues se limitaba a mirar lo que había en los escaparates, aparentemente con la intención de no hacer nada más.
De vez en cuando se topaba con hombres amables y muy celosos de sus obligaciones, que con suaves gestos le indicaban que siguiera, que no se detuviese; aquellos hombres, no obstante, lo irritaban a tal punto que sentía vivos deseos de soltarles un golpe en la cabeza con su bastón, mas lograba contenerse pensando que aquello podría poner punto final a su aventura. Así que con rabia sorda repetía a los celosos cumplidores de su deber el nombre del departamento al que deseaba dirigirse, y ellos a su vez se lo decían sin parar de animarlo con sus gestos suaves a seguir, a no detenerse. Murrel, claro está, seguía adelante sin poder evitar un rechinar de dientes. Todos aquellos tipos parecían saber que en algún rincón de aquellas galerías doradas y de aquellos enormes salones subterráneos había un departamento dedicado en exclusiva a los útiles para pintura y dibujo, pero, hasta donde podía ver, ninguno de ellos tenía la más remota idea de dónde estaba realmente. De trecho en trecho se veía ante el hueco enorme de los ascensores y observaba cómo se aliviaba al menos momentáneamente la congestión provocada por el gentío, pues aquellas bocazas enormes que subían y bajaban se tragaban a unos cuantos seres para llevarlos al centro de la tierra o al techo. No tardó mucho en verse entre aquellos predestinados, como Eneas, al Averno. Y allí hubo de iniciar otra peregrinación no menos interminable que la anterior, aunque atraído por el simple hecho de saber que estaba más abajo de la propia calle. Como si se hallase en la galería de una mina de carbón.
—Quizás sea verdad que resulte más cómodo ir a un solo establecimiento en busca de lo que sea, de todo, en vez de andar un montón al aire libre, de tienda en tienda —se dijo en un murmullo, casi alegre.
Aquel caballero al que llamaban el Mono no alcanzó el deseado mostrador desprovisto de las armas necesarias. En otras ocasiones había ido por ahí con un trozo de cinta de un color determinado, a comprar más cinta del mismo color. Así que sabía algo de todo aquello, no andaba del todo ayuno de conocimientos. Lo mismo había hecho en aras de alguna corbata de un color concreto.
Era el Mono una de esas personas a las que pueden confiarse plenamente los mortales en cualquier ámbito de lo pequeño y de lo práctico. Por lo demás, tampoco era el primer recado que hacía para Miss Olive Ashley. Era, pues, como esos hombres que acaban viéndose destinados a cuidar un perrito faldero que no les pertenece, o uno de esos hombres cuyas habitaciones se llenan de maletas de cualquiera que ya pasará a recogerlas para seguir viaje a Nueva York o a Mesopotamia. En cualquier caso, no había perdido la dignidad. Y tampoco su libertad. Tampoco ese aire despreocupado propio de quien hace las cosas porque le da la gana; acaso, según sospechaban los más sutiles de los que le conocían, acaso hacía las cosas, únicamente, que le daba la gana. Tenía la rara habilidad de convertir cualquiera de esas cosas en una especie de aventura probablemente ridícula, como ya había convertido en aventura muy seria aquel tonto encargo de Miss Ashley. Le iba muy bien el papel de hombre servicial, de hombre que presta de inmediato su ayuda a lo que sea, porque así le convenía hacerlo; en su cara fea pero agradable había algo propio de los tipos sencillos, que facilitaba a todos el en otras ocasiones engorroso trance de pedir un favor. Eso, como es fácil suponerlo, le venía de su sociabilidad y de las muchas y muy diversas amistades que tenía.
Con un gesto de enorme dignidad sacó de su cuaderno de notas un pequeño papel crujiente, algo parecido al pergamino; un papel sobre el que había echado sus años el polvo hasta casi ennegrecerlo. Allí se veía, bien que a grandes trazos, algo que podría tomarse por el ala de un pájaro; algo que acaso fuera parte del boceto de ala de un ángel. Algunas plumas de aquella ala estaban dibujadas a modo de llamas de un extraño color rojo, llamas que semejaban producirse con luminosidad inextinguible, a pesar de lo muy descolorido que parecía todo a primera vista.
De no saberse del interés de Miss Olive Ashley por aquel viejo trozo de papel, nadie hubiese podido apreciar hasta qué punto hacía con su encargo una demostración de gran confianza a Murrel. En realidad, aquel viejo trazo correspondía a un boceto hecho por el padre de Olive, un hombre notable en todos los aspectos, pero sobre todo como padre. A él debía Olive que sus primeras ideas sobre las cosas hubiesen tenido color. Esas cosas que para el común de los mortales llevan nombres tales como cultura, por ejemplo, y comienzan a ser motivo de interés una vez concluyen su primera escolarización. En Olive eso era algo que ya había incorporado antes de ir al colegio. Ciertas formas puntiagudas, unos colores vivos muy concretos... Cosas, en fin, que desde sus primeros años fijaron en ella una norma explícita que no obstante trataba de expresar ahora con cierta torpeza. Sobre todo cuando reflexionaba acerca de nociones tales como la de reforma y la de progreso.
Sus amigos más próximos y más queridos se hubieran asombrado, sí, incluso ellos, de saber que Olive prácticamente entraba en éxtasis con el mero recuerdo de unas ondas plateadas o de unos bordes dentados de color pavo real, como algunos entran en éxtasis con el recuerdo de un amor perdido. Nada más extraer Murrel de su cuaderno de notas el precioso pedazo de papel, sacó otro más nuevo y brillante en el que se leía lo siguiente: «Colores de Hendry para iluminaciones antiguas; la tienda que los vendía estaba hace quince años en Haymarket. No se trata de Handry & Watson. Estos colores se vendían en pequeños tarros de vidrio. J. A. opina que se podrán conseguir más fácilmente fuera de Londres».
Provisto de armas tan inofensivas, Murrel se apoyaba sobre el mostrador del departamento que vendía útiles necesarios para los artistas del pincel. Era como estar entre la pared de un hombre medio atolondrado y de una mujer muy precipitada y hasta feroz en todo lo que hacía y decía. El hombre atolondrado era muy lento y la mujer precipitada era, naturalmente, muy rápida. Y entre aquellos dos seres, la joven del mostrador, que parecía trastornada. Miraba por encima del hombro, casi brutalmente, a una persona que le preguntaba por algo, mientras sus manos se agitaban en todas las direcciones posibles para entregar a otras lo pedido. Irritada, decía sus observaciones en voz baja, como si hablara con alguien que estuviese a sus espaldas.
—Nunca coinciden en un mismo lugar y a la misma hora el tiempo, el sitio preciso y la persona amada —murmuró Murrel con aire de enorme resignación—. No parece éste el momento ideal, la perfecta combinación de circunstancias para abrir el corazón y hablar de la infancia de Olive y de sus sueños ante el hogar que le sugería un querubín en llamas; no parece éste el momento para hablar, tampoco, del gran influjo que sobre ella tuvo su padre. Y no veo la manera de hacer comprender la importancia que todo esto, aparentemente fútil, tiene para ella, razón suficiente para que cualquiera se tornase el interés preciso. Quizás me esté bien empleado lo que me pasa por tratar con tantas y tan diferentes personas... Cuando hablo con Olive me doy cuenta de que el color exacto o el que no lo es poseen para ella tanta importancia como lo erróneo o lo perfecto en cualquier otra cosa. Un matiz falso en el rojo es para ella una mancha en el honor, como si alguien dijese una mentira vergonzosa... Pero cuando me fijo en esta muchacha veo que tiene razón en felicitarse al rezar sus oraciones por la noche, si no ha vendido seis caballetes de pintor en vez de seis manuales de dibujo, o si no ha tirado toda la tinta china a la cabeza de los que le pedían trementina.
Decidió, sin embargo, limitarse a lo más simple, para ampliar después su explicación, si era preciso hacerlo, o si lograba salir indemne de su encuentro con aquella furia que estaba tras el mostrador. Con el trozo de papel bien apretado entre sus dedos se enfrentó a la joven dependienta, mirándola con los ojos de un domador de leones.
—¿Tiene colores de Hendry para iluminaciones antiguas? —preguntó Murrel.
La joven dependienta lo miró un momento y Murrel comprobó que su expresión era la de quien oye hablar en ruso o en chino. La muchacha se olvidó de golpe de toda su cortesía mecánica e implacable. Ni pidió excusas por no haber entendido qué le pedía aquel hombre, ni se anduvo con más historias. Se limitó a preguntar:
—¿Cómo?
Y lo dijo con ese tono incurablemente chillón y agresivo, mezcla de queja y de protesta, que es la esencia misma del acento del populacho de Londres.
El estilo del novelista moderno ha de ser crudo. Pero, por desgracia, es blando. Algo así como caminar pesada y dificultosamente sobre la arena, cuando en realidad le agradaría saltar tranquilamente de roca en roca y de crisis en crisis. Si le conviniera echarse a volar para acabar posándose en algún crimen, en algún naufragio, en alguna revolución o en una guerra mundial, no tiene otra, sin embargo, que contentarse al menos por un tiempo con seguir a lo largo del camino polvoriento, el mismo por el que van esas cosas en términos generales, viéndose obligado así a pasar por una especie de purgatorio de ley y orden antes de acceder a su paraíso de sangre y ruinas. El realismo parece cosa aburrida, o al menos eso es lo se pretende sugerir cuando se dice que únicamente el realismo dice la verdad acerca de nuestra muy inteligente y laboriosa civilización. Por ejemplo, sólo una cantidad de detalles monótonos podría ofrecer al lector la sensación real de la conversación entre Mr. Douglas Murrel y la joven dependienta que vendía o que no vendía pinturas, entre otros objetos para artistas.
Para ajustarse bastante a la verdad, y referir así los efectos psicológicos de aquella conversación, sería preciso imprimir la pregunta de Mr. Murrel diez veces seguidas, hasta que la página pareciese una especie de dibujo.
Menos aún podría ofrecerse una noción pintoresca de las fases por las que pasó la cara de la dependienta, y de las variedades de sus poco serios comentarios, valiéndose de una selección de frases. ¿Y cómo podría contarse sucintamente la manera en que Murrel, convencido de que era algo así como el gran padre de los negocios, resolvió el problema que se le planteaba ante aquella dependienta? ¿Cómo fue que puso la chica sobre el mostrador colores a la acuarela, a un chelín la caja, diciendo que aquéllos eran los colores con los que se hacían las iluminaciones antiguas? ¿Y cómo fue que dijo después que no tenía colores para afirmar a continuación que esos colores que le pedía no eran conocidos en ninguna parte del mundo y que sólo podían estar en la imaginación alocada del cliente? ¿Y cómo fue que se esforzó cuanto le era posible, que era mucho si quería, en obligarle a comprar colores al pastel, asegurándole que venían a ser lo mismo que eso imposible de conseguir en el mundo entero que él le pedía? ¿Y cómo fue que dijo, como quien no quiere la cosa, que algunas marcas de tintas verdes y púrpura se vendían muchísimo entre los artistas? ¿Y cómo fue que preguntó súbitamente, interrumpiéndose en su decir anterior, si los colores eran para unos niños, indicándole acto seguido la dirección por la que debería seguir si deseaba llegar al departamento de juguetes? ¿Y cómo fue, en fin de cuentas, que cayendo en una especie de agnosticismo supremo, pero sin abandonar su aire digno, que producía el curioso efecto de hacerla aparecer resfriada, contestó a todo con un «no tengo ni idea, caballero; no lo sé, nada, no lo sé»?
Todo esto debería ocupar al menos el mismo espacio como tiempo ocupó en la realidad antes de que se produjera en el cliente el efecto que se produjo, y antes de que Murrel se excusara por el efecto causado. De lo profundo de su ser, empero, brotó una protesta ante el absurdo que vivía en aquellos instantes, que era también el absurdo de las cosas en general, una suerte de melodrama que halló su mejor expresión en la burla.
Se inclinó sobre el mostrador y en un tono bajo, mas no por ello menos brutal, soltó a la joven dependienta:
—¿Que no sabe nada de Hendry? ¿Puede decirme qué ha hecho usted de ese nombre tan familiar para muchos? ¿A qué vienen sus evasivas ante la sola mención de Hendry? ¿Por qué su siniestro silencio ante la mención de ese nombre, y qué razón da para cambiar significativa e impúdicamente de sujeto? ¿Por qué desvía usted violentamente la conversación hacia los colores al pastel? ¿Por qué levanta esa barricada de barras de tiza y de cajas de pintura? ¿Por qué sugiere el empleo de tinta roja como si hablase de un trapo rojo para limpiar el polvo? ¿Qué ha sido de Hendry? ¿Dónde lo tiene escondido? ¡Hable!
Iba a añadir en voz más baja «¿qué ha sido de Hendry, o de lo que haya podido quedar de él?», pero se produjo en su ánimo un cambio brusco que lo llevó a experimentar de nuevo sentimientos humanos ajenos a la cólera. Una cálida simpatía ante aquella muchacha que parecía una autómata lo invadió de pronto, cuando se hubo sentido descargado tras hablar, y hasta se sintió avergonzado su afable espíritu por cuanto había dicho. Así que hizo un silencio, tomó aire, y pensó que quizás debería adoptar una estrategia diferente, si en verdad quería salir victorioso del duelo con la dependienta. Rápidamente se llevó la mano al bolsillo; extrajo unos cuantos sobres y una tarjeta, que mostró a la chica, para preguntarle ahora con una cortesía exquisita y hasta con enorme humildad si le sería posible llamar al encargado. Pero se arrepintió nada más dar a la muchacha su tarjeta.
La forma de ser de Mr. Murrel tenía variadas facetas, y no era la menos destacable de todas ellas que atesoraba una falla, un punto flaco que le hacía perder algunos combates cuando parecía en la mejor disposición de ganarlos... Acaso esa falla en su carácter fuese la única brecha por la que temía ser vulnerable. Venía a ser algo así como si hiciera un llamamiento burdo, si no obsceno, a los evidentes privilegios de su clase social. Sería una necedad, por otra parte, no decir que tenía clara conciencia de clase, de su clase... En lo más profundo de sí mismo tal vez hubiera una especie de gran conciencia que le avisaba constantemente de todo ello, por lo que estaba convencido de que la única manera de defenderse era hacer caso omiso, cuando fuese necesario, de lo que le decía esa gran conciencia. Mostraba siempre, encima, mucha perplejidad y cierto conflicto consigo mismo, cosa que todos percibían, si se planteaba todo lo anterior. Y todo ello conjugado con el orgullo que sentía por haber nacido en noble cuna, lo que no quiere decir que despreciase la idea de la igualdad entre los hombres.
Lo que le hacía experimentar una turbación enorme era que alguien le echara en cara precisamente todo eso, todo eso de lo que era consciente, y reparó muy tarde en el hecho automático de dar su tarjeta a la dependienta. Una tarjeta en la que aparecían, además de su nombre, su título nobiliario y la dirección de un club importante, del que era miembro destacado. Aquella tarjeta, cosa todavía más lamentable, surtió un efecto inmediato. Era como un talismán. La joven dependienta iba tarjeta en mano hacia un ser que poco antes se había puesto efectivamente a sus espaldas, en el fragor de la discusión, un tipo que miró una y otra vez la tarjeta con una mirada detenida que denotaba un muy cabal conocimiento de las perversidades del mundo. Tras una serie de agitaciones mudas que sólo sería capaz de describir pormenorizadamente un escritor realista, Mr. Murrel se vio rodeado de la mayor cortesía, y se vio llevado entre inclinaciones de cabeza y reverencias varias hasta el despacho de alguien que, a la vista estaba, era persona con capacidad de mando.
—¡Magnífico despacho! —exclamó Murrel alegremente—. Supongo que todo se debe a la perfecta organización de que disponen, y estoy convencido de que si se lo propusiera llegaría usted a ser un punto fuerte en el comercio mundial... Sólo con mover unos resortes mínimos de su estupenda organización.
El encargado, a pesar de su conocimiento del mundo, no carecía por completo de cierta vanidad, o de mucha vanidad, y antes de que la conversación siguiera adelante, se dijo al tanto de conocimientos universales superiores a lo que le correspondería por su empleo.
—Ese Hendry por el que preguntaba —dijo Murrel—fue un gran hombre... No le conocí personalmente, claro está, pero según mi buena amiga Miss Ashley fue amigo de su padre y formó parte del grupo de trabajo de William Morris[36]. Cuentan que era un hombre magnífico en lo suyo, extraordinariamente capaz y versado en la materia; un hombre, además, dotado tanto en el plano científico como en el artístico. Creo que fue incluso doctor o al menos perito en Química, lo que hizo que pusiera tamaño interés en sus investigaciones sobre pigmentación a fin de obtener unas iluminaciones idénticas a las de la Edad Media. Llegó a tener una tienda en Haymarket, pero al parecer siempre se le llenaba de amigos artistas, entre ellos el padre de Miss Ashley, con lo que hacía poco negocio. Conoció, por supuesto, a todas las celebridades de su tiempo, y cabe decir que a muchas de ellas incluso íntimamente. ¿No cree usted que un tendero de semejante altura no puede desaparecer así como así, con sus inventos a cuestas y sin dejar la menor huella? ¿No le parece a usted, caballero, que un hombre adornado por tantas y tales condiciones, así como el preciado material que fue objeto de su comercio, deben hallarse en alguna parte?
—Claro que sí —dijo con gran solemnidad el encargado—. No cabe duda de que nadie le negaría un empleo, en cualquier parte... Mire, señor; no me extrañaría oír cualquier día que ha encontrado trabajo en nuestros talleres o en los de alguna otra gran tienda por departamentos.
—¡Oh! —exclamó Murrel, para después quedar en absoluto silencio, tras el cual añadió—: Muchos de nuestros hidalgos, antiguos grandes señores de nuestro país, padecen ahora quebrantos y numerosas y muy desagradables vicisitudes... Supongo que podríamos encontrarlos en estos nuestros días trabajando como lacayos, o todo lo más como mayordomos de algún duque.
—Ya, claro... Pero eso no sería justo —dijo atropelladamente el encargado, dudando si debía sonreír o no.
Tras pedir perdón a Murrel se dirigió a otro despacho anejo para cotejar libros. Murrel quedó a solas, con la impresión de que se iba a mirar en esos libros cuanto figurase bajo la letra H, en su intento de dar con el nombre de Hendry. En realidad, el encargado fue a consultar primero cuanto aparecía bajo la letra M, de Murrel... Y algo muy importante debió de hallar pues se puso a hojear libros y más libros, hizo acudir a su presencia a varios de los más antiguos jefes de departamento, y tras mucho trabajo dio con el quid de la cuestión. A fuer de justos, tenemos que decir que se dedicó a dicha pesquisa con alma y corazón, como si le fuese la vida en ello, como un detective de esos que salen en las grandes novelas, sin otro interés que el de descubrir la verdad. Tras un largo rato volvió frotándose las manos, triunfal y satisfecho, para decir a Murrel:
—Ha sido usted muy amable al elogiar nuestra organización... Es evidente que una buena organización tiene infinitas ventajas.
—Espero no haberle obligado a desorganizar lo bien organizado —se disculpó Murrel—. Temo haberle planteado un problema muy poco común, pues se me ocurre pensar ahora que raramente vendría la clientela de estos almacenes a pedir datos casi de ultratumba como quien no quiere la cosa, apoyando los codos en un mostrador... Pensándolo detenidamente, caballero, no me parece su mostrador un sitio donde uno pueda venir a charlar tranquilamente, para matar el tiempo, sin más objeto que decir que uno conoció a otro que fue amigo de alguien que a la vez lo fue de William Morris... Le agradezco mucho las molestias que mi asunto le hayan podido causar y le pido disculpas por ellas.
—No hay de qué —replicó aquel empleado notable—. Me es muy grato aprovechar este momento para darle a usted una impresión favorable de nuestra organización y sistema... Créame, señor... Puedo ofrecerle alguna información de interés acerca de Mr. Hendry... Según parece, hace algún tiempo hubo alguien con ese apellido empleado en este departamento. De ello se puede colegir que había venido en busca de trabajo, y hasta parece que tenía buenos conocimientos del oficio. Sin embargo, el tiempo de prueba a que fue sometido en el empleo no resultó esperanzador... Todo hace pensar que aquel pobre hombre estaba un poco loco... Se quejaba de constantes dolores de cabeza... Fuera como fuese, el caso es que un día sufrió un violento arrebato y empujó a su jefe inmediato contra un gran cuadro que estaba sobre el caballete. En los datos sobre Mr. Hendry que obran en nuestro poder no se dice si se le llevó a la cárcel o a un manicomio, como cabía esperar. Debo añadir que, gracias a nuestra organización, tenemos puesto por escrito y perfectamente archivado cuanto se refiere a las vidas de nuestros empleados, lo que quiere decir que si no poseemos más datos sobre ese desdichado es más que probable que haya desaparecido sin dejar rastro... Excuso decirle que ya no podría volver a trabajar con nosotros, pues tratar de prestar ayuda a este tipo de gente no sirve de nada.
—¿No hay el menor indicio de dónde podría vivir, por ejemplo? —preguntó Murrel sin mucha convicción.
—No, señor... Y créame que ésa fue, precisamente, una de las causas del incidente que le he referido —dijo el encargado—. Casi todos los empleados de nuestros almacenes vivían por aquel entonces muy cerca de nuestro establecimiento. Dicen que Hendry tenía la costumbre de almorzar en la taberna El Perro con pintas, cosa que ya daba mala espina, como comprenderá... Preferimos, señor, que nuestros empleados vayan a comer a restaurantes normales, no a las tabernas de mala nota. Puede afirmarse, por ello, que Mr. Hendry se daba a la bebida, y todos sabemos cuan difícil resulta regenerar a esa clase de gente.
—¿Y qué se hizo de sus colores, de sus pigmentos para obtener iluminaciones como las medievales? —preguntó Murrel sin prestar mayor atención a las últimas palabras del encargado.
—¡Bah! Usted sabe que en los últimos tiempos las pinturas han mejorado mucho en lo que a su calidad y al procedimiento de elaboración se refiere... Me agradaría muy especialmente, por tratarse de usted, serle útil, Mr. Murrel. Y no crea que pretendo adularle, no... Pero créame, tenemos lo que necesita: nuestro Iluminador Imperial. Se vende muchísimo. Es un producto que ha desbancado por completo a todos los existentes en el ramo; lo habrá visto por todas partes pues se anuncia profusamente... Es muy completo y compacto, es ideal para la imitación de los pigmentos antiguos, se lo garantizo.
Tomó de una mesa varios folletos impresos a color, que ofreció a Murrel con un descuido muy estudiado. Murrel echó un vistazo a lo que el otro puso en sus manos y arqueó las cejas como sorprendido. Había visto el nombre del pomposo fabricante del producto iluminador, aquel hombre con el que Braintree había discutido en el gran salón de lord Seawood. Y había visto, sobre todo, la fotografía impresa de Mr. Almeric Wister, el gran especialista en arte, cuya firma aparecía al final de un texto en el que se decía que únicamente los colores allí anunciados podían dar cumplida satisfacción al indomable espíritu de la belleza.
—Pero si yo conozco bien a este hombre —dijo Murrel—. Es un caballero que habla de los gigantes Victorianos... Aunque me gustaría saber si tiene alguna noticia sobre los que fueron amigos de los grandes hombres del tiempo de la reina Victoria.
—Podemos proporcionarle el producto en cuanto lo desee, ahora mismo, si quiere —dijo el encargado.
—Gracias mil —dijo Murrel como si se estuviese quedando dormido—. Creo que me llevaré únicamente un estuche de tizas de colores para niños, uno de los que me ofreció antes la amable dependienta.
Y se dirigió lenta y silenciosamente hasta el mostrador, para efectuar con gran solemnidad la compra.
—¿Desea usted algo más? —preguntó solícito el encargado.
—No, nada más, muchas gracias... Le agradezco su interés y comprendo que ha hecho cuanto ha estado en su mano... ¡Es posible que no haya nada más que hacer!
—¿Se encuentra mal? —le preguntó el encargado, alarmado por el tono de voz con que Murrel dijo lo último.
—Me duele un poco la cabeza —confesó—. Mucho me temo que se trate de dolores hereditarios... Mucho me temo que puedan causar resultados devastadores... Y no me gustaría que por culpa de mis dolores de cabeza se produjesen escenas desagradables, habida cuenta de que estamos rodeados de cuadros muy grandes, tentadoramente puestos sobre caballetes... Gracias mil, repito... Hasta la vista.
Murrel se dirigió a la taberna El Perro con pintas. No era la primera vez que lo hacía. En tan antiguo establecimiento tuvo mayor fortuna pues consiguió conducir la conversación hasta el muy atractivo tema de romper los vasos, porque tenía la vaga idea de que si un hombre como Hendry iba con frecuencia a una taberna, tarde o temprano tenía que haber roto un vaso, o unos cuantos, en un momento de ofuscación... Su propuesta argumental fue muy bien recibida. Su aspecto jovial y su simpatía en el habla crearon casi de inmediato el ambiente preciso para que fluyesen los recuerdos de los que allí estaban... La muchacha que servía las mesas recordaba a uno que en cierta ocasión estrelló un vaso contra el suelo; el dueño de la taberna aportó más detalles sobre aquel hombre, diciendo que se produjo una disputa sobre si debía o no pagar el vaso roto. Y entre la muchacha y él crearon un retrato hecho de recuerdos más o menos claros, en el que se hablaba del cabello enmarañado de aquel tipo, de su ropa raída y de sus manos temblorosas.
—¿Recuerda si ese tal Hendry dijo dónde vivía? —preguntó Murrel.
—Querrá usted decir el doctor Hendry, pues así se presentaba —dijo con humor y parsimonia el tabernero—. No sé de dónde se sacó lo de que era doctor; quizás porque hacía pinturas con química, algo así... La verdad es que lo decía muy orgulloso, lo de que era doctor, uno de esos que hay en los hospitales, aunque maldita sea si alguna vez hubiera tenido que curarme... A lo peor me habría envenenado con sus pinturas químicas...
—Querrá usted decir que quizás hubiera podido confundir sus pinturas con un remedio —terció Murrel.
—Sí, eso es... Pero sea porque alguien así lo pretende, o no, me parece que nadie quiere morir envenenado.
—Es verdad —dijo Murrel—. ¿Nadie sabe adonde pudo ir con sus pinturas... o sus venenos?
La muchacha que atendía las mesas pareció de repente muy comunicativa y dijo que había oído a Hendry decir algo de una playa que no debía de estar de moda... Y de una casa, pero no recordaba el nombre de la calle.
Con tan pocos datos, el empedernido aventurero que era Murrel se dispuso a emprender una nueva campaña, sin más pérdida de tiempo. Dejó así que fuera languideciendo la conversación hasta llegar a las típicas cosas carentes por completo de interés. Luego salió en dirección a la costa.
De camino hizo tres visitas más, una a un banco, otra a un comerciante al que conocía, y la última a un notario. De todas esas visitas salió con el aspecto de un hombre desolado.
Al día siguiente estaba en el lugar de la costa al parecer preciso, allí donde una calle empinada se precipitaba hacia el mar. Círculos y más círculos de techos de pizarra gris, como los propios de un torbellino que indicase que la ciudad pequeña, triste y de vida monótona se había resignado a ser devorada por el mar en cualquier momento. Aquello le produjo la misma sensación que soñar con un suicidio. Allí un hombre vencido podría ver llegar hacia él la ola del mundo que lo arrastraría al abismo.
Fue hasta donde arrancaba una cuesta aún más pendiente, hasta una calle que se precipitaba materialmente sobre el centro mismo de la ciudad. La sensación era la de estar en medio de un torbellino que se hubiese petrificado un segundo antes, o en mitad de un terremoto inmóvil. Filas y filas de casas parecían levantarse las unas sobre las otras por encima de un terreno extrañamente desigual, de modo que las chimeneas de unas casas parecían a la altura de la puerta de entrada de otras casas, ofreciendo todo ese conjunto la sensación de que la ciudad entera daba una voltereta o se veía arrastrada hacia el mar víctima de un cataclismo tan silencioso como eterno.
Es verdad que de haber sido todo aquello más pintoresco también habría sido más vulgar. Si las casas y las villas hubieran tenido colores más llamativos y variados habría parecido una ciudad de pantomima, un decorado.
Las casas eran de un gris frío y habían sido levantadas sobre terrazas que en tiempos pudieron ser espléndidas, aunque era de temer que fueron muy feas y poco acogedoras. Los techos de las casas eran brillantes y tristes a la vez, como si la materia esencial de lo pintoresco de aquel lugar fuese la constante lluvia que producía el efecto.
Murrel llegó a sentirse en mitad de una pesadilla en medio de aquella combinación de aburrida monocromía y de siluetas quebradas. Le parecía todo como si una ciudad a orillas del mar hubiera sido marcada por un espantoso designio. Y sintió mucho vértigo.
Notas
[36] William Morris (1834-1896), pintor, dibujante, diseñador de muebles, poeta y socialista londinense, que revolucionó el gusto Victoriano sobre todo en lo que a la decoración y al mobiliario se refiere. (N. del T.)
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