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XI.- La locura del bibliotecario

Lejos, en la antigua Abadía de Seawood, acababa de representarse la pantomima titulada El trovador Blondely con gran éxito; cabe decir que con unos resultados excepcionalmente dignos de mención. Tras dos funciones sucesivas, una cada tarde, se hizo otra más fuera de programa, al tercer día, pero en representación matinal, muy temprano, para que también los niños pudieran gozar del espectáculo.

Julián Archer se quitaba la armadura, tras cada representación, con aire de alivio y hastío. Hubo quien dijo, maliciosamente, desde luego, que su cansancio se debía en gran parte al mero hecho de que no fuera él quien recogió los mayores aplausos, quien atrajo poderosamente la atención de los espectadores.

—Bueno, ya se acabó, felizmente —dijo a Michael Herne, que se hallaba a su lado tras la última representación, ataviado aún con la ropa hecha jirones del Rey Desterrado—. Voy a ponerme algo más cómodo... Doy gracias a Dios por no tener que seguir disfrazándome...

—No, claro que no —respondió Herne mientras parecía ensimismado en la contemplación de sus largas piernas ceñidas por unos leotardos verdes—. Supongo que ya no tendremos que vestirnos así.

Y se quedó allí de pie un buen rato, sin cesar en la contemplación de sus piernas verdes. Después, cuando Archer se hubo marchado de su lado, el bibliotecario echó a andar con paso cansino para retirarse a sus habitaciones, contiguas a la biblioteca.

Alguien más seguía en semejante atolondramiento, con aire meditabundo, cuando ya hacía mucho que había acabado la última representación. Era la autora, al menos en principio, de la pantomima. Y decimos que era la autora al menos en principio pues lo cierto es que no se sentía como tal, a pesar del éxito cosechado. A Miss Olive Ashley le parecía que la cerilla encendida por ella a media noche, el día de la representación primera, había estallado, mucho más que encenderse, agrandándose su fulgor con una espectacularidad propia de otro mundo, con los fastos de un sol de media noche. Como si uno de los ángeles de oro y carmín que había pintado acabara por hablar... para exponer cosas realmente terribles. Porque lo cierto fue que el excéntrico bibliotecario, transformado durante una hora en el soberano máximo de la pantomima, parecía hallarse poseído por el mismísimo demonio. Y sólo el demonio, como es sabido, alcanzó la gloria de parecerse algo a un ángel de oro y carmín. Del bibliotecario emanaba una fuerza, un algo extraño, que nadie había podido sospechar que habitara en él, aunque a la vez nadie pudiera señalar exactamente qué era. Olive sintió como si aquel hombre, con su manera de desplazarse por el escenario, midiera todos los abismos y todas las cimas hasta entonces conocidos por una artista tan humilde como ella, para superarlos. Los versos que le oía decir en nada le parecían los suyos. Sonaban, más bien, como los que hubiera querido escribir. Todo eso, al tiempo, la admiraba. El bibliotecario parecía estar en el secreto de cómo hacer que cada verso fuese más grande, más excelso, aunque se tratara de los versitos que ella misma había escrito. El instante que restallaba en su memoria, como en la de muchos espectadores, gentes aun más insensibles que ella, fue aquel en el que el rey Ricardo, capturado como un proscrito cualquiera, rechazó su corona para declamar que en un mundo de príncipes pérfidos prefería la vida de vagabundo errante por los bosques.

Yo que canto a la aurora de la mañana

¿He de caer a la altura de un Hasburgo,

Tal y como cayó quien me atrapara?

¿O habré de ser un vil traidor como el rey de Francia?

¿Y qué otras testas coronadas arrojan

Sombras de muerte sobre este mundo nuestro?

Hay malos reyes que en el trono encajan,

Cuerdos de pavor por la costumbre.

Mas, ¡qué pánico atroz, qué horrible espanto

Si tal rey fuese honesto y justo!

¡Oh, peste vil que todo lo tapa,

En su atroz protección que todo lo cubre!

Los hombres sufren a un injusto amo

Mas uno bueno, ¿quién lo sufriría?

Sus nobles se rebelan y traicionan

Y él sigue su camino en solitario.

Una sombra se proyectó en el césped, junto a ella. Y aunque estaba sumida en sus meditaciones, que eran a la vez sus preocupaciones, reconoció de inmediato la forma de la sombra. Mr. Braintree, vestido aún como había salido al escenario para representar su papel, mas ahora en su propio carácter (que algunos tenían por un pésimo carácter) se reunía con ella en el jardín.

Antes de que pudiera hablar le dijo Olive, impulsiva:

—Acabo de descubrir una cosa... Resulta mucho más natural expresarse en verso que hacerlo en prosa... De igual manera, es más espontáneo cantar que tartamudear... ¿Sabes? Creo que en realidad todos tartamudeamos...

—Pues ese bibliotecario no tartamudea precisamente —dijo Braintree—. Podría decirse que canta, o que al menos cantaba en el escenario... Te confieso que me tengo por un tipo muy prosaico, pero por unos momentos creí oír de su voz la mejor música del mundo. No deja de ser un misterio... Cuando un bibliotecario sabe hacer de rey así de bien, sólo cabe una deducción: ha representado en realidad el papel de bibliotecario. Y si en efecto ha sido un rey excelente, me parece que su recreación como bibliotecario es aún superior. Quizás haya que pensar que los auténticos grandes actores del teatro andan escondidos tras unas estanterías llenas de libros polvorientos, como este hombre.

—Tú opinas que Herne creía hacer una comedia, o que hacía una comedia, sin más, pero yo sé que no, que no ha fingido... Ahí está el porqué de todo —dijo Olive.

—Quizás tengas razón... ¿Pero no creíste ver al más grande de todos los actores? —preguntó Braintree.

—No, no... Ésa es precisamente la cuestión —respondió Olive—. Yo hubiera dicho, sin más, que estaba ante un gran hombre, no ante un gran actor... No me refiero a un gran hombre y a la vez actor, como Garrick[37] o como Irving[38]... Quiero decir que es como un gran hombre muerto, pero escalofriantemente vivo... Quiero decir que es como un gran hombre del medievo, que hubiera resucitado en su tumba para llegar a nuestros días con todo lo que le hizo ser un gran hombre.

—Creo que sé a qué te refieres —dijo Braintree—. Y creo que tienes razón... Dices que no hubiera podido representar otro papel, ¿verdad? Tu amigo, ese tal Mr. Archer, sí podría representar cualquier papel, porque sólo es un actor.

—¡Qué raro es todo esto! —exclamó Olive—. ¿Por qué ha de ser Mr. Herne un simple bibliotecario? ¿Por qué ocurren estas cosas en el mundo?

—Creo que tengo una respuesta —aseguró Mr. Braintree, ahuecando la voz—. De una forma incomprensible para los demás, Mr. Herne se toma las cosas en serio... Y te aseguro que yo lo tomo en serio a él... Endiabladamente en serio. Y también me he tomado en serio... todo... esto.

—¿Estás hablando de la obra, o de qué? —preguntó ella con una sonrisa encantadora.

—Bueno, he consentido en disfrazarme de esta guisa ridícula; no creo que pudiera darte mayor prueba de mi devoción por ti —dijo Braintree.

—Bueno —dijo ella un tanto turbada—, ¿y qué te parece lo de tomarse tan en serio el papel de rey?

—Sabes que no me gustan los reyes —dijo Braintree con un algo de aspereza en la voz—. Ni me gustan los caballeros, ni los nobles, ni toda la maldita aristocracia en armas... Creo, sin embargo, que a ese bibliotecario sí le gustan todas esas cosas... Y no es que lo quiera, probablemente; tampoco es un esnob, ni un tonto orgulloso como el viejo Seawood... Es uno de esos hombres, por el contrario, que podrían plantear un desafío claro y concreto contra las ideas de revolución y democracia... Se vio en su manera de pasearse y hablar en ese ridículo escenario.

—Pero hablaba para decir esos estúpidos versitos míos, o casi míos, eso es lo que ibas a decir —dijo la poetisa Olive apuntándole con su dedo acusador mientras reía con indiferencia, cosa bastante rara en las poetisas.

Olive parecía haber descubierto algo mucho más interesante que la poesía... Pero una de las cualidades más viriles de Braintree era la de no ser petulante, por mucho que se le forzara a serlo, así que siguió hablando con sus maneras tranquilas, pulverizadoras... lo propio de esos hombres que meditan con el puño cerrado.

—Lo que te digo es que cuando llegó a la cumbre de su papel, cuando se mostraba por encima de todas las cosas habidas y por haber, cuando dijo estar dispuesto a arrojar lejos de sí el cetro y la corona, lo que yo vi fue...

—Mira, ahí viene —dijo Olive apresuradamente, bajando la voz—. La verdad es que parece andar errabundo por los bosques...

Mr. Herne, era cierto, aún vestía como el Desterrado. Aparentemente se había olvidado de cambiar sus ropas de la escena por las de la vida, no obstante haber entrado en sus habitaciones. Su mano aún blandía la espada de cazador en la que se había apoyado para recitar los versos de su papel.

—¡Oiga, Mr. Herne! —lo interpeló Braintree—. ¿No piensa cambiarse de ropa para el almuerzo?

El bibliotecario se miró las piernas y dijo con voz monocorde:

—¿Qué ropa?

—Su ropa de diario, quiero decir —respondió Braintree.

—¡Oh, qué importa eso! —dijo la joven dama—. Cambíese usted después del almuerzo.

—Sí —dijo el bibliotecario como un autómata, como con una voz de madera, y se alejó lentamente sobre sus piernas verdes mientras blandía en alto la espada.

El almuerzo no fue precisamente de gala, pues aunque todos se habían quitado las ropas teatrales nadie vistió de etiqueta. Algunos, sobre todo las damas, se hallaban en una especie de estado transitorio, como a la espera de los esplendores de la tarde, pues aquella tarde, por cierto, se celebraría en la Abadía de Seawood una gran recepción política, social y cultural, que por supuesto eclipsaría los fastos de aquella en la que dos amigos quisieron que Mr. Braintree iniciara una educación más conveniente de su persona. Inútil es señalar, empero, que asistirían en gran medida las mismas y muy socialmente representativas figuras de aquella vez, además de unas cuantas otras.

Y allí estuvo sir Howard Price, si no con la blanca flor de una vida intachable, sí al menos con su blanco chaleco de mercader Victoriano. Poco tiempo atrás había pasado del jabón a los tintes, en los que era todo un pilar de las finanzas, por no hablar de su asociación con lord Seawood en ciertas explotaciones comerciales. Y allí estuvo igualmente Mr. Almeric Wister, con su exquisitez demostrada en la sabia combinación de trajes a la vez artísticos y muy a la moda, con su largo bigote en el que reposaba una muy estudiada sonrisa melancólica. Y allí estuvo Mr. Hanbury, viajero y caballero feudal, sin nada que llamase especialmente la atención en él, quizás porque sólo sabía estar en los sitios. Y allí estuvo de nuevo lord Edén, con su monóculo y su cabello que parecía una peluca amarilla. Y allí estuvo Mr. Julián Archer, tan bien vestido como es raro observarlo en un hombre aún vivo, como un maniquí de sastrería. No faltó Mr. Herne, que aún no se había quitado sus leotardos verdes, sin duda muy apropiados para un rey en el destierro pero poco convenientes para una recepción de tan alto copete.

Mr. Braintree, por supuesto, no era un hombre que se sintiera precisamente esclavo de lo convencional, pero así y todo no le cupo otra que contemplar lleno de asombro al de los leotardos verdes.

—Tengo la impresión de que anda usted un poco distraído —dijo a Herne—. Supuse que había ido a cambiarse de ropa.

Mr. Herne parecía un auténtico misántropo en el colmo de su misantropía.

—¿Cambiarme? ¿De qué? —preguntó con extrañeza.

—Me refería a vestirse de usted mismo —respondió el sindicalista—. Hablaba yo de que acaso fuera conveniente que repitiese usted su celebrada imitación de Mr. Michael Herne.

El aludido Mr. Michael Herne alzó la cabeza, pues hasta entonces la tenía como colgando de los hombros, y se quedó mirando a quien le había hablado con una concentración tal que sugería la ceguera de sus ojos. Después, sin decir palabra, se dirigió a paso lento hasta sus habitaciones, seguro, pensó el otro, que con la intención de vestirse al fin más dignamente. Mr. John Braintree hizo entonces lo que solía en aquel tipo de reuniones de sociedad cuando no congeniaba con quienes allí estaban. Eso quiere decir que se fue en busca de Miss Olive Ashley.

La conversación que mantuvieron fue larga, pero referida fundamentalmente a los aspectos personales que más les interesaban. Hay que hacer notar, sin embargo, que cuando ya se habían despedido todos los invitados, Olive, tras retirarse para cambiar de vestido, reapareció luciendo un hermoso traje violeta y plata muy singular para dirigirse al lugar en donde habían convenido, que no era otro que el grotesco monumento junto al que libraron aquella primera disputa. Pero se llevaron una sorpresa.

Mr. Herne se encontraba de pie junto al pedazo de escultura grisácea. Parecía él mismo una estatua verde. Podría habérsele tomado por una estatua de bronce que hubiera verdeado con el paso del tiempo, por el moho.

Olive Ashley, al verlo, soltó espontáneamente con una mueca burlona:

—¿Es que no va usted a cambiarse de ropa jamás?

El bibliotecario se volvió lentamente para mirarla con sus claros ojos azules que parecían no ver. Después dio la impresión de que hacía un gran esfuerzo para rescatar su voz del otro mundo y dijo con mucha calma:

—¿Que si voy a cambiarme? ¿Que si nunca me voy a cambiar?

Creyó Olive ver en sus ojos, repentinamente, algo que la hizo temblar y estrecharse junto al hombre que la acompañaba, como buscando protección. Mr. Braintree, por su parte, dijo al bibliotecario con tono autoritario que no expresaba más que una actitud defensiva:

—Puede que ya sea hora de que se ponga usted su traje de todos los días, ¿no le parece?

—¿Y qué es eso del traje de todos los días? —preguntó Mr. Herne.

—¡Bueno! —exclamó Braintree dejando escapar una carcajada breve—. Me refería a un traje como el que llevo yo, por ejemplo... Aunque admito que no soy precisamente un árbitro de la elegancia—sonrió con cierta acritud y añadió acto seguido—: Descuide, que nadie le insistirá aquí para que se ponga una corbata roja como la mía.

Herne miró entonces a Braintree con suma atención, como si lo viera, aunque para decir en tono de pasmarote pero con voz suave:

—¿Acaso se cree usted un revolucionario porque lleva una corbata roja?

—Supongo que me adornan otras virtudes, en ese sentido, pero sí, mi corbata es una especie de símbolo —respondió el sindicalista—. Algunas personas, a las que por otra parte admiro mucho, dicen sin embargo que parece un chal mojado, más que una corbata.

—Claro —dijo el bibliotecario—, lleva usted corbata por una razón... Supongo que todo el mundo tiene alguna razón para llevar corbata. La llevan todos los que pertenecen a la sagrada raza de los hombres...

Braintree, que siempre se mostraba sincero, no supo qué responder. El bibliotecario, contemplándolo con mucha seriedad, como si fuera un ejemplar exótico de alguna especie, siguió diciendo:

—¿Qué hace usted todos los días? Se levanta, se asea...

—Sí, hasta ese punto respeto los convencionalismos —dijo Braintree.

—Luego se pone una camisa —siguió diciendo Herne—, después saca usted una tira de no sé qué tela y se la pone al cuello haciendo una serie de complicadas maniobras... Más tarde, no contento con todo eso, saca usted de algún sitio otra tira aún más larga, de otra tela, de ese color tan curioso que tanto le gusta. Y enlaza usted esa tira a la otra tira con más complicadas maniobras, hasta hacerse un nudo extraño. Lo hace usted todas las mañanas, durante todos los días de su vida. No se le ocurre hacer otra cosa, en el momento en que habitualmente hace todo eso. Ni siquiera se siente usted llamado a llorar o a quejarse en voz alta por ello. Ni clama a Dios ni se rasga las vestiduras, como hacían los profetas antiguos. Hace usted lo que hace porque lo hacen casi todos sus semejantes. Está ocupado en lo mismo que ellos a la misma hora de todos los días. Nunca le parece que lo que hace sea trabajoso, nunca se queja, siempre es lo mismo. ¡Y se dice usted revolucionario, y se jacta de que su corbata sea roja!

—Tiene usted algo de razón en lo que dice —atajó Braintree—. Pero ¿es ésa la razón de que no se decida usted a quitarse la fantástica vestimenta que lleva?

—¿Y por qué le parece fantástico mi atavío? —preguntó Herne con gran extrañeza—. Visto de forma mucho más sencilla que usted. Mi traje se mete por la cabeza y ya está... Y mire usted, está provisto, a pesar de su sencillez, de elementos muy reseñables, que uno no descubre, sin embargo, hasta que no se viste así un par de días enteros, como poco. Por ejemplo —y alzó los ojos al cielo frunciendo el ceño—, es posible que llueva en algún momento, o que se produzca cualquier fenómeno atmosférico notable; puede hacer frío o soplar un fuerte viento... ¿Qué harán ustedes en ese caso con lo que llevan puesto? Usted saldrá corriendo hacia la casa y regresará con un montón de cosas para proteger a la dama; es posible que entre esas cosas traiga un paraguas horrible, muy grande; un paraguas que le obligará a caminar como un emperador chino bajo un canapé; es posible también que venga con más trapos y hasta con alguna gabardina. Y lo que un hombre necesita a cada poco en un clima como éste es ponerse algo en la cabeza; no tiene más que hacer eso y dejarse de tonterías —y se cubrió con la capucha de su capa—. Le hago saber que llevar una prenda con capucha supone gran satisfacción... Es algo simbólico... Pero no me sorprende que corrompieran el gran nombre de un héroe medieval no menos grande que también llevó capucha, llamándole Robin Hood.

Miss Olive Ashley contemplaba las ondulaciones del valle a lo lejos, que desaparecían tras una leve y hermosa neblina del atardecer incipiente, como si el sonido de las palabras del bibliotecario la arrullase para incitarla a un sueño plácido.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó entonces, como si volviera en sí—. ¿Qué simbolismo puede haber en una capucha?

—¿Nunca se ha deleitado contemplando un paisaje a través del arco de una ventana? —preguntó Herne a la joven dama—. ¿Nunca ha visto usted un paisaje que le sugiriese una belleza digna del paraíso perdido? Claro, eso es porque el cuadro tiene marco... El marco la distrae a usted del todo para hacerle ver únicamente algo... ¿Cuándo comprenderá la gente que el mundo es una ventana y no un infinito? ¡Una ventana en un mundo de infinita nada! Cuando me cubro con esta capucha llevo mi mundo conmigo mismo y me digo: éste es el mundo que Francisco de Asís vio y amó, porque era limitado. La capucha tiene la forma de una ventana gótica.

—¿Recuerdas lo que decía el pobre Mono? No, claro, fue antes de que vinieses —dijo Olive a Braintree.

—¿Antes de que viniera yo? —preguntó a su vez Braintree, dubitativo.

—Antes de que vinieras aquí por primera vez —dijo ella sonrojándose, contemplando de nuevo el paisaje—. Dijo que en otro tiempo se le habría obligado a mirar a través de la ventana reservada a los leprosos.

—Claro, una ventana típicamente medieval —dijo Braintree con mucha amargura.

La cara del bibliotecario disfrazado de hombre medieval se convulsionó entonces. Gritó como en un reto:

—¿Puede mostrarme usted a un rey moderno, que reine por la gracia de Dios, y que vaya a mezclarse con los leprosos de un asilo como lo hizo San Luis?

—No soy de los que pagan tributos a los reyes —dijo Braintree.

—Bien, pues muéstreme a un jefe democrático —insistió el bibliotecario—. Si viese usted a un leproso ahora mismo, pisando este césped, ¿correría a abrazarlo?

—Haría lo mismo que todos nosotros, quizás sólo un poco más —intervino Olive.

—Tiene usted razón —dijo Herne—. Es posible que ninguno de nosotros corriera para abrazarse a él... ¿Y no será que el mundo precisa de los déspotas y de los demagogos para ser mundo?

Braintree levantó la cabeza lentamente y miró al otro con dura fijeza.

—Esos déspotas... —pero no siguió, se limitó a fruncir aún más el ceño.

Notas

[37] David Garrick (1717-1779), actor, dramaturgo, poeta y empresario teatral londinense, uno de los nombres históricos de la escena británica. (N. del T.)

[38] Sir Henry Irving (1838-1905), actor y empresario teatral del que fue secretario Bram Stoker. (N. del T.)

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