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XII.- El estadista y uno que cena
En ese instante de la conversación el jardín se llenó de pronto con la presencia insoslayable de Julián Archer, que vestía un espléndido traje de etiqueta. Se acercó a los otros con gran prestancia, mas al descubrir a Michael Herne se quedó como petrificado.
—Oiga usted —le dijo—, ¿es que no piensa cambiarse de ropa?
Quizás fue eso, que le preguntaran lo mismo por sexta vez, lo que volvió definitivamente loco al bibliotecario de lord Seawood. No obstante, se limitó a dar media vuelta y a mirar como atónito a Archer, para después decirle alzando mucho la voz, casi a gritos:
—¡No! ¡No pienso cambiarme de ropa jamás! —y siguió diciendo mientras sostenía la mirada del que iba de etiqueta—: Todos ustedes aman los cambios y viven cambiando de continuo. Pero yo no me cambiaré nunca. A ustedes nada les interesa en esta vida, salvo los cambios; pero es esa locura del cambio lo que los lleva al fracaso. Es cierto que vivieron tiempos felices, cuando los hombres eran simples, sanos, normales, apegados a su tierra... Pero ustedes dilapidaron ese capital humano, y ustedes se lo perdieron. Y aunque fueran capaces de recobrarlo serían incapaces de conservarlo, les falta la cordura necesaria. ¡Yo no me cambiaré nunca!
—No entiendo una palabra de lo que dice —señaló Archer como si el que le hubiese hablado fuera un animal, o por lo menos un niño.
—Creo que yo sí lo entiendo —terció Braintree con tristeza, o con acritud, o con ambas cosas a la vez—. Pero es una falacia... ¿Cree usted sinceramente, Mr. Herne, en ese misticismo que predica? ¿Qué quiere decir con eso de la vieja sociedad que en tiempos fue sana?
—Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera, y quiero decir también que usted anda enredado en una maraña de mentiras, o por lo menos de falsedades —respondió Herne—. Eso no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos... Aunque entonces se hablaba al menos de déspotas y vasallos, como ahora se habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, se falsea ahora más que entonces el nombre cristiano de las cosas. Todo lo defienden aludiendo a los nuevos tiempos, a las cosas diferentes. Tienen un rey, pero dicen que ese rey no puede serlo como es debido. Tienen una Cámara de los Lores y dicen que viene a ser lo mismo que la Cámara de los Comunes. Cuando quieren adular a un obrero o a un campesino lo llaman caballero, que es como tratarlo de vizconde. Y cuando quieren adular a un caballero dicen que no hace uso de su título nobiliario. Dejan a un millonario sus millones y luego lo ensalzan diciendo que es un hombre la mar de sencillo... Creen, en fin, que hay algo bueno en el oro, y no es precisamente su brillo. Excusan a los clérigos diciendo que ya no existe la clerecía, y nos aseguran enfáticamente que está bien que los clérigos jueguen al cricket como cualquiera... Tienen maestros que desprecian la doctrina de enseñar, y doctores de las cosas divinas que en realidad se mofan de todo lo divino... Todo es falso, cobarde, vergonzoso... En este tiempo cada cosa prolonga su existencia mediante la negación de que existe.
—Puede que eso sea cierto en algún caso —concedió Braintree—, pero le aseguro que yo no pretendo prolongar la existencia de las cosas falsas... Y si fuera necesario hacer de profeta, ¡le juro que llegará el día en que pueda ver usted la muerte de algunas de esas falsedades!
—Puede que sí —dijo Herne mirándole ahora con sus ojos claros muy abiertos—, no dudo que pueda usted ver morir unas cosas, pero no será más que para contemplar cómo reviven después... Por ejemplo, ya no estoy tan seguro de que el rey pueda volver a ser un rey de verdad.
El sindicalista se percató de un brillo en los ojos del bibliotecario, que le hizo cambiar su discurso.
—¿Cree usted que vivimos una edad que auspicie un rey como Ricardo? —preguntó.
—Yo creo que esta edad —dijo Herne— es propicia para que alguien represente el papel de... Corazón de León.
—¡Vaya! —exclamó Olive como si hubiera descubierto algo—. Acaba de señalar usted que lo que más necesitamos es la mayor virtud, si no la única, del rey Ricardo.
—Lo único virtuoso que hizo el rey Ricardo fue largarse del país —dijo Braintree.
—Es posible —contestó ella—. Aunque tampoco puede que fuese descabellado que volviera con su virtud...
—Pues si regresara se encontraría el país bastante cambiado, sospecho —dijo el sindicalista con mucha dureza—. Como tarde un poco en volver ya no verá ni siervos ni esclavos y los trabajadores se atreverán a mirarle directamente a los ojos. Puede que note entonces que hay quien ha decidido romper sus cadenas, que una idea se ha abierto, difundido y levantado. Algo terrible y gigantesco, capaz de infundir pánico incluso al corazón de un león.
—¿Algo? —preguntó Olive.
—Sí, el corazón de un hombre —respondió él.
Olive miró a uno y otro lado, como ofuscada; a un lado estaba todo lo que había soñado, las cosas de su propio siglo. Al otro lado había, empero, algo más profundo y emocionante, algo con lo que nunca había soñado. Y sus enconadas emociones estallaron en un grito bastante curioso:
—¡Me gustaría que el Mono estuviese ya de vuelta!
Braintree la miró amoscado y preguntó:
—¿Para qué?
—Es que todos vosotros parecéis haber cambiado —dijo ella como si se excusara—; habláis como en el escenario... Mr. Herne y tú os mostráis fieros y magníficos, pero vuestra cháchara carece por completo de sentido común.
—Nunca supuse que fueras una experta en sentido común —dijo Braintree.
—Es cierto, nunca lo he tenido —aceptó ella—. Rosamund siempre dice eso... Pero estoy segura de que no sólo yo, sino cualquier mujer, tiene más sentido común que tú y Mr. Herne juntos.
—Pues ahí viene la dama en cuestión —señaló Braintree—. Espero que satisfaga tus expectativas.
—Seguro que sí, ya verás como dice lo mismo —replicó Olive con resignación—. La locura es como una infección; se extiende y propaga... En medio de todo me hace gracia que ni tú ni Mr. Herne hayáis salido aún de mis modestos versitos para el escenario.
Cuando Rosamund Severne llegó arrebatada como un vendaval, casi volando sobre el césped del jardín, el viento agradable que soplaba comenzó a ser de tormenta. Una tormenta que duró casi dos horas, pero sólo nos interesa dar cuenta de un efecto: Rosamund hizo lo que no había repetido desde que Murrel presentó a Braintree en sociedad. Rosamund corrió hasta el despacho de su padre y se enfrentó a él.
Lord Seawood, al verla entrar, alzó la vista por encima de un sinfín de cartas y papeles.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Su tono podría definirse como apologético y aun nervioso. Pero la verdad es que parecía divertido ante una turbación que le resultaba ajena por completo.
Rosamund, sin embargo, no se achantó ni se dejó dominar por los nervios, ni se le pasó por la cabeza ser obsequiosa con su padre. La verdad es que no reparó ni en la necesidad de explicarse; simplemente, dijo:
—Está ocurriendo algo muy grave, el bibliotecario no quiere cambiarse de ropa.
—Bueno, espero que no lo haga —se limitó a decir lord Seawood, y en efecto se quedó como a la espera, con mucha calma.
—Es que —corrigió Rosamund de inmediato— ya está bien de su estúpida broma... Todavía va vestido de verde, ¿no lo comprendes?
—Ya, claro, eso choca bastante con la librea de nuestra servidumbre, que es azul —dijo lord Seawood—. Bueno, pero ese hombre no suele lucir la librea de nuestra casa, ¿no? En cualquier caso, te comprendo, hija... Pero estas cosas ya no importan en nuestros días; al fin y al cabo, la heráldica puede que sólo sea un divertimento para maniáticos como yo. ¡Bah! ¿Para qué vamos a insistir en unos o en otros colores? Además, ¿quién se toma en serio a un bibliotecario? Las bibliotecas no son lugares muy frecuentados, querida... Ese bibliotecario... Sí, es un muchacho muy tranquilo, ya lo recuerdo... ¿Y desde cuándo se le presta atención?
—Así que, según tú, no es digno de que se le preste atención —dijo Rosamund conteniendo a duras penas la rabia que sentía.
—¡Pues claro que no! —exclamó lord Seawood—. ¿Tú has visto alguna vez que yo le prestara atención?
Lord Seawood había asistido a la representación de El trovador Blondel desde lejos, tras las cortinas, por así decirlo, viendo sin ser visto, como asistía también a cuanto acto social se celebrara en su residencia. Brillaba por su ausencia, puede decirse. Eso era debido a causas variadas, pero centrémonos en dos: tenía la desgracia de hallarse inválido, postrado en una silla de ruedas, y tenía la desgracia de ser un hombre de Estado. Era, pues, uno de esos hombres que poco a poco van retirándose a un mundo estrecho pero para actuar desde allí en una esfera cada vez más amplia. Vivía en un mundo pequeño y cerrado, sí, cultivando grandes asuntos sin importancia, como la heráldica, gracias a lo cual, sin embargo, lo sabía todo acerca de su familia y de las familias de unos cuantos más. Sólo hablaba, y puede decirse esto en un sentido más amplio y referido a cuestiones muy distintas a la heráldica, con expertos. Y como se confiaba a esos expertos, se confiaba, en definitiva, a la excepción. Gentes excepcionales le daban informaciones de valor excepcional. Pero apenas se enteraba de lo que ocurría en su propia casa. Y de vez en cuando se enteraba, no sin disgusto, de que algunas cosas referidas a los asuntos domésticos de su residencia no eran como lo habían sido siempre.
Eso fue lo que le ocurrió con la obrita El trovador Blondel y su secuela. Pero si llega a contemplar al bibliotecario subido en lo alto de la escalera ni se le hubiera pasado por la cabeza preguntarle para qué estaba allí subido. Probablemente, hubiera llamado a un especialista en escaleras de biblioteca, claro que después de asegurarse de que se trataba del mejor especialista en escaleras de biblioteca. Así lo hacía todo, apelando al sentido griego del término aristocracia, esto es, insistiendo en tener en todo momento lo mejor de entre todas las cosas posibles. Hay que hacerle justicia, no obstante, pues aunque estaba inválido y muy achacoso como para beber y fumar, cabe decir que nunca bebía un vino o fumaba un cigarro que no fuesen los mejores. Era pequeño, frágil, huesudo, con la nariz en gran caballete, anguloso. Y poseía una muy aguda mirada fija y paralizante, que se tornaba especialmente acerada con quienes habían tenido la osadía de suponer que estaban ante un hombre débil y medio tonto. Su personalidad, hecha de rarezas y atenciones, cabe analizarla, por todo ello, con bastante sutileza, no a gruesas pinceladas.
Podía ser el único que no se enterase de cosas que sucedían en su casa, pero siempre llega ese momento en que hasta el ermitaño más oculto en la cueva de una montaña sale a contemplar el paisaje y observa que a lo lejos la ciudad está llena de banderas y gallardetes, lo cual no puede por menos que llamar su atención. Y llega el momento, igualmente, en que hasta el más soñador y envenenado intelectual sale a su ventana de la buhardilla y ve que en la ciudad se han encendido todas las luces. Al fin notó lord Seawood que algo parecido a una pequeña revolución se había producido más allá de su despacho, sin que nadie se lo hubiera comunicado oficialmente. Si se hubiese producido una revolución en Guatemala lo habría sabido al instante y con todo lujo de detalles, cosas que le hubiera comunicado el embajador de Guatemala en Londres. Si se hubiese tratado de una revolución en el norte del Tíbet, lo hubiera sabido inmediatamente de labios del propio Bigge[39], el único que ha estado de verdad en el norte del Tíbet. Pero como sólo se trataba de unos cuantos saltos, de unos cuantos gritos y de varias conversaciones que se sucedían en su propio jardín y en sus salones, nada, casi una total cautela a la hora de recibir los informes pertinentes, por no hablar de un desinterés mayúsculo.
Quince días después de que se hiciera la última representación de la obrita, estaba en el cenador construido al final de la avenida del jardín opuesta a la biblioteca, ocupado en una interesante consulta que le hacía el primer ministro mientras ambos cenaban. No veía a nadie más que al primer ministro, ni se percataba de otra cosa que no fuera su presencia, y no por vanidad, porque se sintiera, como en verdad se sentía, más importante que el primer ministro merced a su rancio abolengo heráldico, pues en realidad sólo daba importancia al hecho de estar con personas importantes, aunque lo fueran menos que él mismo... Escuchaba entonces las nuevas que del mundo exterior le traía el primer ministro. Ya hemos visto que nada le interesaba más que el mundo exterior. Por eso vivía, si no en el fin del mundo, sí al final de la línea telefónica. En cualquier caso, valía la pena oír de sus propios labios ciertos puntos de vista del primer ministro, lord Edén[40], que con su cabello que parecía una peluca amarilla se mostraba elocuente. Sobre todo, al hablar de un informe elaborado por el Cuartel General.
—La mayor dificultad estriba —decía el primer ministro— en el hecho de que ha aparecido alguien que cree en algo. No estamos, pues, ante una situación de igualdad. Lo sabemos todo de los miembros del Partido Laborista, pero no cabía el insulto con ellos, sino la reducción paulatina. Por eso se les dijo que eran parlamentarios admirables y enemigos dignos de nuestro acero, y luego se les daba algún cargo y en paz... Ahí cesaba todo. Pero todo esto de la gente que trabaja con el carbón y el alquitrán... Bien, es otra cosa. Aunque las uniones no se diferencian mucho las unas de las otras. En los comicios de las Trade Unions la gente en realidad no sabe qué vota.
—Claro que no lo sabe —dijo lord Seawood—. Son todos una manada de ignorantes.
—Bueno, como nosotros —terció lord Edén—, como los miembros de la Cámara de los Comunes o como los de la Cámara de los Lores... ¿Ha visto que algún miembro de un partido sepa lo que vota? Ellos se llaman socialistas, o lo que sea, y nosotros nos llamamos imperialistas, o cualquier cosa. Hay que admitir, no obstante, que por ambos bandos las cosas parecen tranquilas ahora mismo, aunque haya aparecido ese tal Braintree diciendo todas las tonterías de siempre, propias de su ralea, por mucho que parezcan novedosas... Eso, en principio, puede hacer creer a muchos que no hemos renovado las tonterías propias de nuestra ralea, para oponerlas a las suyas... Antes nos remitíamos siempre a la tontería del Imperio, pero quizás ande ya un poco defectuosa... Los malditos subditos de las colonias han empezado a llegar, la gente los ha visto, y en fin, ahí están, ya no valen las tonterías que sobre ellos decíamos antes... No hablan precisamente para decir que están dispuestos a dar su vida por nosotros, pues son muchos los que no quieren vivir con ellos. Sea como sea, la pintura y la poesía de las cosas parecen haber perdido vigor, como lo hemos perdido nosotros. Y justo en este preciso momento aparece un tipo pintoresco, del otro lado...
—¿Le parece pintoresco Mr. Braintree? —preguntó lord Seawood, como si no recordase que él mismo lo había recibido en su despacho no hacía mucho.
—Hay quien así lo cree —señaló el primer ministro—. No son los muchachos del carbón, claro, sino quienes se dedican al comercio de los derivados del carbón... La gente que ha hecho buenos negocios en esta región, vamos... Por eso quiero preguntarle algo sobre todo esto; creo que ambos mostramos gran interés tanto por el alquitrán como por el carbón... Creo cosa del diablo que esas pequeñas uniones de trabajadores se mezclen en los asuntos referidos a la explotación comercial de esa riqueza. Usted debe saber qué se cuece entre esa gente. Usted debe estar al tanto de eso, más que nadie... Más que nadie, excepto Braintree, claro. Pero comprenderá que no sería prudente que yo me dirigiera a él para preguntárselo.
—Admito que tengo intereses considerables en este distrito —dijo lord Seawood inclinando la cabeza en gesto de aceptación—, pues como le será de sobra conocido, a muchos de nosotros no nos ha quedado más remedio que dedicarnos a los negocios en los últimos tiempos. Eso habría parecido un auténtico horror a nuestros antepasados, pero créame que mucho más horroroso sería perder nuestras haciendas... Puedo decirle, confidencialmente, claro está, que mis intereses se relacionan más con los productos derivados que con la materia prima en sí... Por eso me resulta más lamentable que el tal Mr. Braintree haya elegido los productos derivados como el campo en el que dar batalla.
—Sí, esto puede convertirse en un auténtico campo de batalla —asintió el primer ministro con gesto grave y un deje de tristeza en la voz—. No los creo capaces de hacer una matanza, pero me temo que puedan preparar algo parecido... Sería aún peor... Si se levantaran abiertamente, podríamos abatirlos sin mayores problemas. ¿Pero qué demonios podemos hacer con unos rebeldes que no se rebelan? La verdad sea dicha, no creo que Maquiavelo hallara el remedio para enfrentarse a una situación semejante.
Lord Seawood entrelazó sus largos y finos dedos, carraspeó para aclararse la voz y dijo:
—Yo no me jacto de ser Maquiavelo, ni siquiera un modesto discípulo suyo —dijo con mucha modestia—, pero no creo equivocarme si supongo que, en cierto sentido, usted me está pidiendo consejo... La situación es tal, lo admito, que se requiere de un conocimiento especial para hacerle frente. Yo he prestado alguna atención a este problema que se nos plantea, por lo que he comparado nuestro presente con situaciones idénticas vividas en Australia y en Alaska... Para empezar, las condiciones de la producción de todos los derivados del carbón suponen la necesidad de hacer consideraciones que no siempre son bien entendidas, pues...
—¡Cielo santo! —gritó entonces lord Edén, inclinándose hacia delante como si hubiera recibido un golpe en la nuca.
Atónito, lord Seawood supo segundos más tarde a qué se debía aquella reacción de su visitante.
Vio lord Seawood una larga flecha clavada y aún tremolante en una viga, sobre la cabeza de lord Edén. Y lo que había visto el primer ministro no era sino el mismo proyectil llegando con un silbido desde el jardín para pasar a muy corta distancia de su cabeza como si fuera un insecto gigantesco. Ambos aristócratas se quedaron mirando la flecha en silencio. El político, hombre mucho más práctico, se acercó rápidamente a la flecha para observar que llevaba un papel en el que acaso hubiera escrito algún mensaje.
Notas
[39] Arthur John Bigge (1849-1931), comisionado de la Royal Artillery con el grado de teniente coronel. Entre 1878 y 1879 participó en la guerra zulú, siendo nombrado al año siguiente asesor de la reina Victoria. Posteriormente, asesor del Príncipe de Gales. El rey Jorge V le otorgó el título de Barón de Stanfordham. (N. del T.)
[40] Es un personaje hecho a semejanza de lord Edén, o tercer lord Auckland, que fue gobernador de la Birmania inglesa en 1871, pero que jamás fue primer ministro en el Reino Unido, sino secretario de Estado a partir de 1882. (N. del T.)
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