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XIV.- El regreso del caballero andante

Después de las grandes elecciones generales que se celebraron para tratar de poner freno a la amenaza que suponía Mr. Braintree con su nuevo sindicalismo, un sindicalismo que había insuflado bríos renovados a la oposición, se decía que Mr. Herne había acudido a un colegio electoral para dar su voto. También, que se quedó allí más de tres cuartos de hora, para votar, sin que nadie supiera muy bien por qué. Unos decían que estuvo ocupado en algo que no podían precisar. Otros decían que estuvo rezando todo ese tiempo.

Al parecer, nunca antes había votado, cosa que no debe extrañar si tenemos en cuenta que la del voto no era una costumbre común en la época paleohitita... Sin embargo, cuando le explicaron concienzudamente que no tenía más que hacer una cruz en un papel, junto al nombre del candidato al que deseara votar, la cosa pareció entusiasmarlo. A esas alturas, claro está, su período paleohitita ya se había hecho prehistórico y estratificado en el pasado, por lo que su renovado entusiasmo medieval le consumía de día y de noche. Pero pudo dedicar un tiempo bastante largo al moderno y mecánico proceso de votar, en vez de soñar que se inclinaba ante la cabeza cortada de un sarraceno, para estudiarla a fondo.

Mr. Archer y sus conmilitones se mostraban un tanto impacientes, y no menos preocupados, por aquella su larga permanencia en el colegio electoral; paseaban por la acera arriba y abajo, se paraban y descargaban zapatazos en el suelo, hasta que no pudieron aguantar más y entraron para ver qué sucedía. Vieron entonces la espalda de Herne, más fuerte y recta que nunca, en una de las celdillas para votar, como si estuviese ante un confesionario. Se mostraban tan nerviosos que cometieron la enorme indelicadeza de molestar a un ciudadano que se hallaba a solas para cumplir con su deber, arrimándose a él y tirándole de la ropa. Pero como tal cosa no surtió el menor efecto, cometieron la indelicadeza aún mayor de mirar por encima de su hombro, todo un anárquico y antidemocrático ultraje. Así vieron que había colocado sobre la mesita de la celdilla las pinturas para iluminaciones que quizás le había prestado Miss Ashley, pinturas de oro y plata, pinturas con todos los colores del arco iris. Con ellas se entretenía en cumplir cuidadosa y pacientemente con su obligación democrática. Le habían recomendado que hiciera una cruz, y una cruz hacía. Pero hacía una cruz como si fuese un monje en la época más oscurantista: una cruz de colores muy brillantes, gloriosos. La cruz era de oro; en un ángulo había tres pajaritos azules y en el otro tres peces rojos; allí unas plantas; acá unos planetas, etcétera. Parecía plantear el esquema idóneo para las Cantigas de las Criaturas, de San Francisco de Asís. Y muy sorprendido quedó cuando los otros le dijeron que no esperaban tanto de él las leyes electorales. No obstante, consiguió dominar su decepción y sólo dejó escapar, un leve suspiro cuando, tras insistir en votar con aquella cruz, los funcionarios de la mesa electoral le dijeron que su voto quedaba declarado nulo por haber desperdiciado una papeleta electoral.

En la calle, sin embargo, había mucha gente que creía que el garabato que suele hacerse en la papeleta para señalar al candidato significa tanto desperdicio y pérdida de tiempo como el muy ritual y elaborado que había hecho Mr. Herne. La paradoja de aquellas elecciones generales venía determinada por hacerse en época de gran crisis, pues ocurrían entonces cosas mucho más importantes que unos comicios, cosas más excitantes, en suma, en la medida en que la gente se mostraba, como consecuencia de ellas, muy alterada. Fueron dichas elecciones como las que se celebran en mitad de una gran guerra. Y aunque no llegaba a tanto el asunto, sí puede decirse, sin embargo, que se celebraron en medio de una gran revolución.

La gran huelga de los obreros de las industrias de tintes, que tenía el apoyo también de los gremios relacionados con las explotaciones de la brea y el carbón, irradiaba desde Mildyke y su jefe era Mr. John Braintree. Era, desde luego, una huelga mucho más importante que cualquier otra local, y por lo tanto limitada. No era una de esas huelgas ante las que los hombres de las clases acomodadas se limitan a gruñir por echar de menos ciertas comodidades. Era algo nuevo, contra lo que no sin cierta razón exteriorizaban su firme protesta los acomodados.

En el momento en que Mr. Herne se ocupaba medievalmente de la monástica tarea que lo había llevado hasta la celdilla del colegio electoral, Braintree llenaba la plaza del mercado de Mildyke con su voz estentórea, pronunciando el discurso más sensacional de toda su carrera de sindicalista. Un discurso sensacional tanto por lo que decía como por el estilo en que lo decía. No se limitaba a pedir, como había hecho en los primeros trancos de este libro, lo que llamaba el reconocimiento. Ahora pedía la intervención de los trabajadores.

—Vuestros amos —gritaba— dicen que sólo sois materialistas avarientos, que sólo sabéis pedir a gritos más dinero. Y tienen razón. Vuestros amos os dicen que carecéis de ideales y que nada sabéis de la ambición ni del instinto de gobernar, y tienen razón. Tienen razón y la tendrán en tanto sigáis siendo esclavos y bestias de carga, pues no hacéis más que comeros lo poco que ganáis y rehuir toda responsabilidad política. Sí, vuestros amos tienen razón. Tienen razón y la tendrán mientras sólo pidáis más salario, más comida, más trabajo. Pero demostremos a los amos que hemos sabido sacar provecho de la lección moral que han tenido a bien darnos... Regresemos hasta ellos como penitentes. Digámosles que prometemos corregir nuestros errores, los errores de nuestras demandas materialistas. Digámosles que tenemos una ambición, la de gobernar... Que tenemos hambre y sed de responsabilidades, de la gloriosa responsabilidad de gobernar bien lo que ellos malgobiernan, de organizar como es debido lo que ellos desorganizan, de repartir entre todos nosotros, como obreros y camaradas, ese directo y democrático gobierno de nuestra propia industria, que hasta ahora sólo ha servido para mantener a unos cuantos parásitos en los lujos de sus fincas y palacios. Tras este discurso en Mildyke se cortaron las comunicaciones y se creó un abismo entre Braintree y las fincas y palacios a los que había aludido. Además, la pretensión de que los obreros manuales se convirtieran en directores de las obras, consolidó contra él la furia de una amplia cantidad de gente que no vivía en fincas y en palacios, ni cosa parecida... Su proclama era tan enloquecidamente revolucionaria que nadie se mostró de acuerdo con ella, ni siquiera muchos que aspiraban a convertirse en revolucionarios. Pues la verdad es que los verdaderos revolucionarios son pocos, por no decir raros... Harry Hanbury, el amigo y vecino de Rosamund, un bondadoso caballero, y muy razonable, expresó así el sentir de casi todos:

—¡Por todos los demonios! Pero si yo estoy de acuerdo en que se pague a la gente buenos jornales, como procuro pagárselos yo a mi chófer y a mis criados... Pero lo que no puedo consentir es que mi chófer decida llevarme a Márgate cuando le pido que me lleve a Manchester. Mi criado me cepilla la ropa y ha de responder y cobrar bien por ello... Pero no puede decidir que me ponga un pantalón amarillo y un chaleco rojo.

Una semana después se produjo la noticia de dos grandes elecciones. Una era la desafiante respuesta a la otra. El martes dieron a Mr. Herne la nueva de que Mr. Braintree había sido elegido en virtud de una gran mayoría obtenida por los laboristas. Y el jueves recibió el mismo espíritu abstraído, ciego de luz interior, entre gritos y aclamaciones, la noticia de que él mismo había sido elegido por las Órdenes y Colegios Electorales del nuevo movimiento Rey de Armas de todo el mundo occidental.

Iba como un sonámbulo cuando lo escoltaron hasta el trono puesto en el césped del jardín de la antigua Abadía de Seawood. A un lado del recién aclamado rey estaba Rosamund Severne sosteniendo el escudo de honor en forma de corazón y blasonado con un león, que se entregaría al caballero que hubiera llevado a término la empresa más peligrosa. Parecía Rosamund una estatua y pocos hubieran podido adivinar la gran energía que desplegó preparando la ceremonia, o lo mucho que dichos preparativos se parecieron a los de un gran estreno teatral. A su izquierda estaba su amigo, el joven caballero y explorador, con el rostro muy serio, con su heráldico uniforme lucido con la misma dignidad que si llevara el de los Scots Greys. Sostenía la llamada espada de San Jorge con la empuñadura hacia arriba, porque Herne había dicho en uno de sus arrebatos místicos: «Un hombre no merece una espada mientras no la pueda sostener por la hoja. Sangrará su mano, pero sólo así podrá ver la cruz». Herne estaba en su trono, por encima de la multicolor muchedumbre; sus ojos parecían desplazar la mirada por el horizonte y las colinas. Así han cabalgado muchos fanáticos a lo largo de los tiempos; así cabalgó Robespierre con su gabán azul en la autocomplaciente fiesta del Ser Supremo. Lord Edén miró aquellos ojos claros del visionario, que eran como lagunas tranquilas y brillantes, y murmuró para sí: «Este hombre está loco. Es peligroso para un hombre desequilibrado que sus sueños se realicen. Pero la locura de un hombre puede suponer la cordura de una sociedad».

—¡Magnífico! —exclamó Julián Archer alzando su espada y con ese aire de hablar en nombre de todo el mundo que tenía, tan cordial y chispeante—. Éste ha sido un gran día; a partir de hoy habrá que trabajar muy duro para echar a Braintree y a toda esa partida de bribones, haciéndoles correr como ratas.

Rosamund seguía firme y estatuaria, pero sonreía. Olive, que se hallaba tras ella, a prudencial distancia, parecía más oscura que su propia sombra. Cuando se decidió a tomar la palabra para responder a Mr. Archer su voz sonó como el golpe de un acero:

—Braintree no es un bribón —dijo—; es un ingeniero y sabe mucho más que tú... ¿Qué sois la mayoría de vosotros? Admitid al menos que un ingeniero es tanto como un bibliotecario...

Se hizo un silencio mortal y Archer, con gesto de abatimiento, alzó los ojos como si esperase que se abriera el cielo a causa de la blasfemia dicha por la joven dama. La mayoría de las damas y de los caballeros que allí estaban, sin embargo, miraron hacia abajo, porque comprendieron que la cosa era mucho más grave que una blasfemia: una afrenta, la de Olive, de bastante mal gusto.

Aunque los grupos de gente comenzaron a dispersarse, el Rey de Armas seguía en su trono. No pareció reparar en aquella joven dama que había insultado a la concurrencia, pero dio en inclinarse hacia Archer, y una especie de estremecimiento recorrió a quienes aún estaban allí, ante su gesto de auténtica majestad.

—Sir Julián —dijo el Rey de Armas severamente—, creo que no ha leído usted bien los libros de caballería, ni los tratados de montería... No se ha dado cuenta de que hemos vuelto a mejores y más valientes días, dejando atrás definitivamente los tiempos en que los caballeros podían jactarse de que cazaban alimañas repugnantes... El espíritu que nos mueve no es otro que el de los tiempos en que las bestias reales perseguían a ladridos y mataban a los cazadores; nuestro tiempo es el del gran jabalí y el noble ciervo. Venimos de un mundo que sabía respetar al enemigo, aunque fuese una bestia... Yo conozco a Mr. John Braintree, y dudo que haya en este mundo un hombre más valiente que él. ¿Hemos de luchar por nuestros ideales y reírnos de él porque lucha por los suyos? Ande, vaya usted a matarlo, si se atreve... Estoy seguro de que será él quien acabe con usted... Al menos así le honraría a usted la muerte como ahora le ha deshonrado su lengua.

La impresión que produjeron las palabras de Herne fue grande. Había hablado espontáneamente, saliendo de sí mismo. Como si hubiera sido una reencarnación, la del rey Ricardo Corazón de León ante un cortesano que llamara cobarde a Saladino.

Ocurrió además algo que hubiera sorprendido a todos, de haberse percatado de ello: el pálido rostro de Miss Olive Ashley se había convertido en una auténtica llamarada roja, y de su boca salió un suspiro al que siguió esta exclamación:

—¡Ahora sé que de veras empieza todo!

Y se movió entre quienes se iban, como si se hubiera desprendido de un gran peso. Por primera vez se atrevía a mezclarse con los que iban ataviados cual las gentes de aquel mundo medieval que tanto había ponderado ella, despejadas ya sus dudas y sus aflicciones. Brillaban intensamente sus ojos oscuros, como si un recuerdo muy concreto la alterase. Poco después conversaba con Rosamund.

—¡Cree de verdad en lo que dice! ¡Y comprende a John! No es un esnob... Cree que los días de antaño fueron realmente buenos. Y cree en los buenos días del presente.

—¡Pues claro que sí! —exclamó Rosamund—. Claro que cree en lo que dice y actúa según sus creencias... Si tú supieras... Si supieras cuánto significa para mí verlo todo hecho, sin más, después de soportar tanto tiempo las conversaciones vacías del Mono y Archer... ¿Por qué aún hay quien se ríe de él? Estos trajes, bueno, no serán muy bellos ni a la moda, pero tampoco son tan feos como tantos trajes modernos que vemos por ahí... ¿O es que no había motivos para reírse a todas horas cuando los hombres llevaban pantalones?

Y siguió Rosamund alabando con pasión a su jefe, tal y como las jóvenes de mentalidad muy práctica repiten lo que oyen decir a otros. Olive, sin embargo, no le había prestado mayor atención; miraba aquella especie de camino blanco que conducía al crepúsculo y parecía derretir lentamente su fulgor plateado en oro y en bronce.

—Una vez me preguntaron —dijo al fin— si creía posible el regreso del rey Arturo. Fue una tarde como ésta... ¿Imaginas la gran parada acercándose, y a uno de los caballeros de la Mesa Redonda cabalgando en avanzadilla por este camino para traernos un mensaje del rey?

—Es gracioso que digas eso —dijo la práctica Rosamund—, porque alguien viene realmente por el camino... Y me parece que a caballo.

—Más bien parece venir detrás de un caballo —observó Olive—. Este sol de poniente me ciega... ¿Y si fuera una cuadriga romana? A veces pienso que Arturo fue realmente un romano...

—Pues tiene una forma muy rara —dijo Rosamund con la voz alterada.

El caballero andante de la corte del rey Arturo tenía ciertamente una extraña figura; cuando el bulto que hacía se aproximó, los asombrados ojos de las gentes medievales que aún quedaban por allí vieron aparecer un pequeño carruaje hecho una pena, con un cochero que lucía una chistera no menos ruinosa.

Se destocó con un saludo cortés y entonces se vio claramente que las facciones de aquel hombre eran las muy sencillas de Mr. Douglas Murrel.

Tras saludar protocolariamente, Murrel se volvió a calar la chistera, un poco hacia un lado, y se dispuso a bajar del carruaje. No es fácil hacerlo con elegancia y a la vez con soltura, pero Mr. Murrel no había perdido un ápice de su reconocida destreza acrobática. Al saltar se le cayó la chistera, pero la recogió de inmediato con no menos habilidad y se dirigió a Miss Olive Ashley diciéndole abiertamente:

—Te traigo lo que me pediste.

Quienes andaban por allí y lo vieron con sus pantalones, su chaqueta y su corbata, bastante bien puesto todo a pesar del salto anterior, no pudieron por menos de sorprenderse al comprobar que aún había alguien que se vestía con las ropas de una edad pasada. Tuvieron una impresión muy parecida a la suya cuando vio por primera vez el coche que acabó comprándose, aunque no hacía tanto que habían dejado de verse esos carruajes por las calles de Londres. Así son las modas que crean los humanos. La gente se acostumbra pronto a lo nuevo.

—He tenido que buscar un poco para encontrar tus pinturas —dijo Murrel modestamente—. He tardado algo más porque me he pasado el tiempo llevando a gente por los caminos con mi coche recién comprado, pero aquí tienes lo que deseabas.

Tuvo entonces la sensación de que era preciso reparar en cuanto le rodeaba, todo lo cual contrastaba con lo que había dejado, como si estuviera en otro mundo, recién llegado como el yanki en la corte del Rey Arturo[49], si es que alguien tan profundamente inglés como él podía ser comparado con un yanki.

—Tengo las pinturas en el coche —dijo a la joven dama—; espero que sea lo que buscabas... Olive, ¿aún seguís con la función? Bueno, supongo que será ya tan larga como El regreso a Matusalén[50], ¿no? Sé bien que tu imaginación es fecunda y muy hábil tu pluma, aunque, bueno, una obra que transcurre en un mes y se representa en el mismo espacio de tiempo...

—Es que ya no estamos haciendo teatro —se limitó a responder ella mirándole con expresión impenetrable.

—¡Oh, lo lamento mucho! —dijo Murrel—. Yo también me he divertido bastante, ésa es la verdad, aunque también he vivido algún que otro acontecimiento bastante serio... ¿Quizás anda por aquí el primer ministro? Algo de eso he oído decir por ahí y me gustaría saludarle...

—La verdad es que no puedo ponerte al tanto de todo en apenas un minuto —dijo Olive algo nerviosa—, ¿pero no sabes que ya no hay primer ministro, al menos como tú crees que debe ser un primer ministro? Ahora tenemos un rey de Armas que está cambiándolo todo, creando una nueva organización.

Y señaló hacia el gran hombre al que había aludido, sentado en su alta poltrona como si nada, aunque puede que siguiera allí simplemente porque se había olvidado de bajar igual que un tiempo atrás, no mucho, se había olvidado de que estaba en la estantería más alta de la biblioteca.

Mr. Douglas Murrel comprendió que debía empezar a tomarse las cosas con cierta compostura, incluso con más compostura de la que de común era propia de su manera de ver y de opinar. Puede que recordase el incidente, la broma en la biblioteca. En cualquier caso, su actitud hacia el nuevo monarca medieval fue más que correcta. Hizo una educada reverencia y sin decir palabra volvió a guarecerse en el interior de su coche, de donde salió casi al momento con un paquete no muy bien hecho en la mano derecha y con el sombrero de copa en la izquierda. Como no podía abrir bien el paquete con una sola mano, se volvió hacia el trono del rey medieval y dijo con fingida modestia:

—Disculpadme, Majestad. ¿Acaso sigue gozando mi estirpe del antiguo privilegio hereditario de llevar puesto el sombrero aun en la Corte? Creo que es un privilegio que se concedió a los míos después de su inútil intento por rescatar a la princesa de la Torre... Seguro que Vuestra Majestad está al tanto... ¡Y es tan molesto a veces llevar el sombrero en la mano! ¡Le impide a uno hacer tantas cosas! Os confieso, sin embargo, que a pesar de que pueda resultarme enojoso en ocasiones, tengo un gran aprecio por este sombrero...

Si albergaba la esperanza de observar un destello humorístico en el rostro del fanático sentado en su poltrona, sufrió Murrel una gran desilusión. El rey de Armas se limitó a decir con voz extraordinariamente grave:

—Tenéis toda la razón, súbdito. Cubríos... Lo que aprecio es vuestro afán de ser cortés. No creo que quienes gozaron del privilegio al que aludís insistieran en atesorarlo. Hubo un rey que, con más que razón, dijo a uno de sus lores: «Tenéis, caballero, todo el derecho a permanecer cubierto en mi presencia, pero no ante las damas». En este caso, del mismo modo os digo que, como os esforzáis por atender el requerimiento de una dama, os autorizo a permanecer cubierto.

Y miró en torno suyo, satisfecho de su lógica, para comprobar que quienes lo escuchaban se mostraban igualmente complacidos. Douglas Murrel, sin más, se puso el sombrero muy solemnemente, con gran parsimonia, y procedió a abrir el paquete, que tenía papel sobre papel en gran cantidad.

Cuando al fin quedó al descubierto lo que ocultaba tanto envoltorio resultó no ser más que un tarro de cristal cilíndrico, muy sucio. Pero cuando se lo ofreció a Miss Olive Ashley comprendió que sus afanes no habían sido en vano.

Es muy difícil explicar cómo objetos, simples detalles, cosas perdidas de la infancia, pueden llenarnos de emoción. Así, cuando Olive vio aquel tarro de pintura con la etiqueta indescifrable de tan sucia, en la que sólo se veía levemente el dibujo de unos peces, se le llenaron los ojos de lágrimas. A ella misma le sorprendió verse a punto de llorar. Fue como si acabara de oír la voz de su padre.

—¿Pero cómo diablos has sido capaz de encontrar esto? —dijo de forma un tanto contradictoria, alegre y a la vez como si se lo reprochase, pues había creído que Murrel se limitaría a comprarle cualquier cosa en la primera tienda que encontrara, idea a la que ya se había hecho.

Aquella sola pregunta de la joven dama desveló su pesimista subconsciente, algo que yacía aún más en el fondo, debajo de todas sus afectaciones digamos arqueológicas... Nunca hubiera creído posible que volvieran a presentarse ante sus ojos cosas que ya creía muertas para siempre. Ver lo que Murrel le ofrecía le supuso una restauración de su propia confianza en los demás, semejante a la que experimentó cuando Mr. Herne reprendió a Archer. Las dos situaciones eran increíblemente ciertas, reales. Todos los trajes, todas las ceremonias recuperadas en aquella suerte de restauración que se había producido en la región a partir de su pantomima teatral podían ser, en efecto, la continuación de una muy larga función de teatro. Pero aquellas pinturas de Hendry eran algo real, tanto como esa muñeca amada, que sigue presidiéndolo todo en el cuarto de los niños, u olvidada en el jardín, pero presente. Olive dejó de debatirse en la duda.

Nadie más que Miss Ashley, de entre todos los que componían aquella abigarrada corte, experimentó sin embargo la misma emoción que ella ante lo que Murrel le había llevado. Nadie apreció la diferencia que había entre el Mono enviado a vagar por ahí como un sirviente y el Mono que volvía convertido en un caballero andante, poco menos. Para aquellas gentes, en cualquier caso, el Mono no era ni por asomo un caballero andante... Por mucho que hubiera cambiado su percepción intelectual de las cosas, aquellas gentes se habían acostumbrado a llevar ropas más estrafalarias y coloridas. No es que supusieran o creyesen que su forma de vestir fuese pintoresca, sino que la manera de vestir de Murrel estaba fuera de época. No era sólo una especie de borrón caído en el paisaje, sino una especie de bloque de granito caído en mitad del camino.

Quizás por eso Murrel acarició a su caballo afectuosamente. Y aquel raro monstruo prehistórico pareció hacer unos movimientos con los que le agradecía la caricia.

—Es preciso —dijo entonces Archer a un joven caballero que blandía una espada— que no se sienta al margen de todo esto. Aunque, la verdad sea dicha, es muy difícil tratar con tipos incapaces de ver cuándo están fuera de lugar.

Se hizo entonces un silencio tenso, malhumorado. Y como todos los demás, se dispuso a prestar atención al diálogo que se iniciaba entre el recién llegado, el extraño, y el monarca fanático. Todos parecían nerviosos, y no era sin motivo, pues no hacían sino preguntarse cómo habría pasado ante los ojos de su rey visionario la llegada del extraño y que éste, el inconveniente Murrel, se esforzara en dirigirse al detentador del trono de manera evidentemente burlesca, aunque nada se le pudiera reprochar puesto que no hacía ofensa alguna.

Contaba Murrel al rey de Armas, que desempeñaba ahora las funciones de primer ministro y señor feudal, los detalles de sus recientes aventuras, de su vagar al margen del orden de las cosas, hasta tropezar con aquel vetusto carruaje tirado por un agradecido penco. Archer se impacientó aún más cuando las corteses impertinencias del recién llegado se convirtieron en lo que amenazaba ser un largo soliloquio. Era el Mono como un viajero contando su periplo de corte en corte y deteniéndose especialmente en lo sucedido en la de un rey de fábula. Pero en cuanto Archer se puso a escuchar, de bastante mala gana, por cierto, qué aventuras había vivido Douglas, desapareció toda ilusión romántica. El Mono contaba una historia verdadera; una historia, además, real; una historia, en suma, indefectiblemente tonta, si atendemos a sus componentes reales.

Primero entró en una tienda. Luego en otra. O en otro departamento de una gran tienda, da lo mismo... Luego se dirigió a una taberna. Como es lógico, el Mono tenía que entrar en una taberna tarde o temprano, y seguramente más temprano que tarde, eso era algo que sabía cualquiera que le conociese... Eso era tan propio de él como que un señor que se precie haga que le lleven a sus aposentos lo que le venga en gana en cualquier momento. Ya en la taberna tuvo unas cuantas conversaciones con gente, cosas algo confusas... Algo habló de que llegó a imitar la voz de una camarera, incluso... Un inciso nada oportuno, desde luego, en vista del tipo de gente que lo escuchaba ahora. Luego, al parecer, se largó por ahí de paseo, eso vino a decir aproximadamente... Y se topó con un cochero, sólo Dios sabe por qué... El caso fue que acabó en un lugar extraño, feo, en un barrio portuario de no se sabe dónde... Y tuvo un incidente con la policía, o eso pareció que contaba. Quienes le conocían estaban al tanto de su gusto por las bromas mucho más que explícitas, eso que él llamaba bromas de índole práctica. Es verdad que, luego de hacerlas, no solía perder el tiempo contándolas una y otra vez vanagloriándose del caso. Esta vez se limitó a referir, sin embargo, algo así como una mala pasada que le hizo a cierto doctor que pretendía poner a buen recaudo a un loco, siendo al final que quien quedó bajo llave fue precisamente el doctor y no el loco... Alguien pensó que fue una pena que el equívoco no fuese a más, siendo finalmente encerrado el Mono. ¿Qué demonios tenía que ver todo aquello, empero, con el nuevo movimiento y las posibilidades que dicho nuevo movimiento ofrecía a la sociedad para derrotar a Mr. Braintree y a los bolcheviques en general? Eso, naturalmente, era lo que más interesaba a Mr. Archer.

Pero, ¡por el amor de Dios!, la historia seguía y seguía... Ahora aparecía en el relato del Mono una joven; eso parecía ir a explicarlo todo, aunque se tratase de un sujeto como el Mono, un tipo que se jactaba de ser un soltero recalcitrante. Mas ¿por qué ese afán de hablar de algo así cuando estaban a punto de iniciar una ceremonia que inauguraría definitivamente el tiempo de los escudos y las espadas? ¿Por qué el rey de Armas escuchaba con tanta atención, con tamaña seriedad y respeto, lo que un tipo como el Mono decía? Escuchaba incluso con cara de piedra... Quizás fue que se había muerto pétreamente, de ira... Quizás fue que se había dormido, sin más.

Los allí presentes, incluso el joven que blandía en alto la espada, no eran tan exigentes como Archer, en cualquier caso. No reparaban, en contra de lo que hacía él, en el tono desde luego inconveniente del recién llegado, a quien no parecían importarle las convencionalidades del nuevo régimen. Por eso, a buen seguro, no parecían recibir el relato un tanto inconexo del Mono como una vejación. Tampoco es que estuvieran favorablemente impresionados. Nada de eso. Algunos empezaron a sonreír, otros se reían ya abiertamente, sobre todo con lo que decía del doctor. Todo ello, en cualquier caso, con bastante decoro y hasta discreción, como esos a los que les entra la risa en mitad de una misa... Nadie sabía de qué hablaba realmente Murrel; ni siquiera de que hablaba aproximadamente. Los que mejor le conocían, sin embargo, no podían por menos de sorprenderse de la curiosa exactitud con que en algunos puntos refería su larga peripecia. En cuanto al rey de Armas, seguía tan inmóvil como una estatua... de piedra. Nadie podía aventurar si estaba ofendido o simplemente sordo como una piedra.

—Majestad, ya veis qué aventura —dijo a modo de conclusión Murrel, ahora en un tono confidencial y relajado, de hombre de mundo, que algunos consideraron por completo ajeno a lo que debía ser norma, por ejemplo la noble prosa de Malory[51]—. Vuestra majestad habría dicho que se trataba de un hatajo de sinvergüenzas, y no le faltaría razón. Los hay que nacen así y los hay que consiguen llegar a un muy alto grado de sinvergonzonería merced a sus esfuerzos, y los hay también que reciben la esencia de lo más indecente a cucharadas, y lo disfrutan... Pero a mí me pareció desde el primer momento que el viejo Hendry es uno de esos hombres a los que las circunstancias, no precisamente felices, han llevado a la peor suerte, la que conduce al fracaso sin remedio. El doctor de locos, sin embargo, era uno de esos hombres que nacen para el fracaso, o directamente fracasados, y que aman el fracaso por ser parte inherente de sí mismos. Por eso me importó un bledo que, a pesar de su autoridad, quedara encerrado en una celda para locos. Naturalmente, después me largué de allí a toda prisa, y bien, aquí estoy ya. Se acabó.

El silencio fue la respuesta que obtuvo esta última perorata del Mono. Pero cuando el silencio se prolongaba ya un buen rato, una eternidad para algunos de los allí presentes, varios de los más perspicaces de la corte del rey fanático observaron que la estatua de piedra parecía moverse. No habló de inmediato, se tomó su tiempo. Y cuando al fin se pronunció no lo hizo con la voz tronante de un dios sino como un magistrado que expresara una decisión largamente meditada.

—Me parece muy bien. Dadle el escudo —dijo el rey de Armas.

Fue entonces cuando toda la capacidad de imaginar, propia a sir Julián Archer, no sirvió al mentado para hacerse con la dirección real del nuevo movimiento. Más adelante, cuando ya había sucedido la gran catástrofe, Archer solía comentar a sus amigos del club, poniendo el gesto propio de alguien muy sagaz, que fue justo en ese preciso instante cuando supo que todo saldría rematadamente mal.

La verdad es otra, en cualquier caso, pues Archer entonces fue incapaz de intuir algo así. Y cuando Mr. Herne se levantó para hablar en tono grave, como si estuviese fatigado, Archer perdió cualquier forma de pensamiento lógico o ilógico. Le pareció hallarse inmerso en un mundo de tontería en el que pasaban cosas que no tenían la menor relación lógica o ilógica.

Era imposible entender algo, eso es cierto, salvo que Herne parecía haberse apasionado. No se sabía por qué cosa. Se comprende, por ejemplo, que alguien pueda apasionarse ante un sombrero como el que lucía el Mono. Pero aquel sombrero en realidad venía a ser una mancha horrísona en mitad de aquel esplendor de disfraces y el rey de Armas no había tomado la menor medida para erradicar esa mancha. Pero no debía tratarse del sombrero, sino de otra cosa. El caso fue que Herne empezó a hablar y nadie sabía de qué. Relataba una historia de forma extraña, como si fuera una versión de un pasaje bíblico. Nadie podía suponer, entre los allí presentes, que era lo mismo que había contado Murrel. Mr. Archer, por ejemplo, ni se lo hubiera imaginado.

Herne, a medida que hablaba, parecía desprenderse de su habitual laconismo y lentitud; sus palabras fluían torrencialmente, a despecho de su fatiga, que era como la de quien acaba de recibir un fuerte impacto emocional. Pero Archer seguía sin enterarse de nada; sólo acertaba a colegir que se trataba de la historia de un anciano que tenía una hija que siempre le siguió, no importaba por dónde, incluso cuando le llegó la desgracia, el más terrible infortunio, después de ser víctima del robo a manos de unos ladrones. Aquello le parecía a Archer una historieta de escuela dominical victoriana, una historia ejemplar en la que aparecía una muchacha desaliñada, pero hermosa, que acompañaba a su venerable padre de luengas barbas grises. Gentes, en fin, solas y abandonadas de todos; gentes que iban por los caminos sin que nadie reparase en ellas, salvo si de sufrir los mayores escarnios y hasta la persecución más brutal se trataba. Gentes, en definitiva, que sufrían la malignidad fría e injustificable de todos; una malignidad que ni siquiera tenía el calor humano del odio.

—¡Vosotros! —gritaba el rey de Armas a los invisibles perseguidores del padre y de la hija, que tomaba por sus no menos invisibles enemigos—, vosotros que habláis de que pretendemos instaurar de nuevo la tiranía y tocarnos con coronas de oro... Decidme si alguna vez se escribió algo así acerca de los grandes reyes. Decidme si alguna vez se escribió algo así de los tiranos... ¿Alguien ha dicho algo parecido del rey Ricardo? ¿Alguien ha dicho algo parecido incluso a propósito del rey Juan?

«Vosotros, que tanto habláis, sabéis bien de las barbaridades del mundo feudal. Y lo decís precisamente porque las sabéis... a vuestra manera... De Juan Sin Tierra no conocéis otra cosa que lo leído en Ivanhoe[52]y demás literatura barata. Juan es el traidor. El tirano. El criminal... ¿Pero cuáles son los crímenes de Juan? Que mató a un príncipe. Que fue desleal a la nobleza. Que atacó al rey, su padre, y suplantó a otro rey, su hermano... ¡Ah, claro! ¡Era tan peligroso tener poder en aquel tiempo! Era peligroso ser príncipe, ser noble, andar próximo a la ira del rey, que hacía remolinos... Quien iba a palacio tenía la sensación de llevar la vida en sus manos, para que se la quitaran. Era como entrar desarmado en la cueva donde mora el león. La cueva del que tenía corazón de león... Y era peligroso ser rico y causar la envidia real. Y era peligroso tener poder. Y era un auténtico infortunio ser afortunado.

»¿Pero alguna vez ha podido decir alguien que el tirano, el poderoso cazador ante Dios o ante el diablo, suspendiera su caza para levantar una piedra y robar los huevos de los insectos, o que fuese a la laguna para entretenerse separando a los renacuajos de los sapos? ¿Puede alguien asegurar que alguna vez hizo la maldad microscópica de no dejar nada sin tormento? ¿O que odia al desamparado más que al orgulloso afortunado que sería capaz de llenar de espías la faz de la tierra para echar a perder las historias de amor de los siervos o movilizar a su Armada para separar a un anciano de sus hijos? Los reyes antiguos pasaban a galope y arrojaban a esos mendigos una maldición o una moneda; no se detenían para entregarse a la perfidia de desmembrar las familias, para hacer que el corazón humano, que se alimenta de pequeños afectos, sufra la más larga y espantosa agonía. Hubo reyes que servían como criados a los mendigos, aunque fuesen éstos leprosos. Y hubo reyes, malos reyes, que hubieran atravesado con su espada a los mendigos para pasar luego por encima de sus cuerpos, cosa que luego, probablemente, recordarían con espanto a la hora de su muerte, por lo que dejarían dinero para misas y para hacer caridades. Aquellos reyes antiguos, aun los peores, no encadenaban a un anciano por ser ciego, como han hecho con ese viejo de nuestros días a causa de su tesis a propósito de la ceguera cromática... Esta telaraña de miserias y sinsabores que habéis extendido por sobre toda la humanidad doliente es consecuencia de vuestra humanidad, de vuestra liberalidad. Pues sois demasiado humanos, demasiado liberales, demasiado filantrópicos para soportar un gobierno humano y el nombre de un rey.

»¿De qué nos acusáis, entonces? ¿De soñar con el regreso a cosas más sencillas? ¿De que supongamos que el hombre no haría todo lo que hace si pudiera ser simplemente un hombre y no una máquina al servicio de la productividad? ¿Y qué otra cosa se produce hoy en contra del hombre, si no es la máquina? ¿Qué es lo que tiene que contarnos Mr. Braintree, excepto que acaso seamos unos sentimentales, unos ignorantes de la ciencia social, de la dureza y la objetividad de la ciencia económica? Hablo de esa ciencia que separó a ese pobre anciano de todo lo que amaba, como si fuese un leproso. Digámosle a Mr. Braintree, sin embargo, que no lo ignoramos todo acerca de la ciencia. Digamos a John Braintree que ya hemos oído bastante acerca de la ciencia, acerca de la ilustración, acerca de la educación, acerca de su orden social con su trampa de maquinaria urdida por los humanos con su mortal rayo de sabiduría. Llevad este mensaje a Mr. John Braintree. Todo tiene su fin. Todo eso ha terminado. Para nosotros, por el contrario, no hay fin sino comienzo. En la mañana del mundo, en la Asamblea de los Caballeros, en la casa rodeada de verdes bosques de la alegre Inglaterra, en el Camelot de los condados del oeste, yo doy el único Escudo al hombre que ha hecho la única hazaña digna de hacerse en nuestro tiempo. Al único hombre que ha vengado la maldad de un bandido, que ha salvado a una hija necesitada de su padre».

Bajó rápidamente y tomó en sus manos la gran espada. La blandió y batió en el aire de modo que semejaba arrojar llamas, como la espada flamígera del Arcángel san Miguel. Luego se oyeron las antiguas palabras del espaldarazo que consagra ante Dios al hombre y que lo arman para luchar a favor de la viuda y de la huérfana.

Notas

[49] Alusión a la obra de Mark Twain. (N. del T.).

[50] Obra de Bernard Shaw, cuya acción se desarrollaba en cinco noches. (N. del T.)

[51] Sir Thomas Malory, prosista y sobre todo gran traductor del siglo XV, muerto en 1471. Tradujo y compiló gran parte de las novelas francesas del ciclo artúrico con el título de A Book of the noble histories of KingArthur and of certen of his Knights, impreso en 1485.

[52] La obra deWalter Scott, evidentemente. (N. del T.)

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