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XV.- Separación de los caminos
Olive Ashley abandonó el escenario en el que había sido dicho tan indignante discurso, más pálida que de costumbre, no sólo por la excitación que la embargaba sino por una especie de dolor que se hubiese infligido. Parecía estar al final, al borde de algo, ante un desafío que la obligaba a decantarse. Era de esas mujeres a las que es imposible impedir que se hagan daño a sí mismas cuando su percepción moral se siente conmovida. Necesitaba una religión, o más que una religión, un altar en el que hacer la ofrenda de su sacrificio.
Era una mujer de singular fuerza intelectual. Las ideas, en ella, no eran simples nociones. De pronto vio con claridad tan súbita como terrible que no podía seguir debatiendo románticamente con el enemigo, salvo si adoptaba la decisión honesta de pasarse a sus filas. Si lo hacía, sería para siempre; por eso tenía que pensar mucho en lo que dejaría atrás. De haberse tratado del mundo entero y la sociedad, no habría vacilado. Pero se trataba de Inglaterra y su patriotismo era una cuestión de principios morales. Si la nueva causa nacional que defendía no hubiese sido otra cosa que una antigualla, una grosera feria heráldica, o hasta una simple reacción emocional como esas de las que en tantas ocasiones se veía presa, hubiera podido abandonarla tranquilamente. Pero tenía la convicción de que abandonar la nueva causa era como desertar arrojando la bandera en una guerra. Su conciencia, en suma, había quedado cautivada por la denuncia, hecha en términos humanos y conmovedores, contra los depredadores de Hendry. Era la causa del viejo amigo de sus padres. Pero no deja de resultar irónico que lo que más la convenció del gran enemigo de Braintree fuese precisamente el homenaje que le rindió al denunciar al sindicalista. Y sin decir una palabra salió de allí para dirigirse a la ciudad.
Mientras se adentraba por los sombríos suburbios en dirección al centro de la ciudad de las fábricas, donde aún era mayor la oscuridad, cobró conciencia de haber cruzado una frontera para adentrarse en un mundo que le resultaba por completo desconocido. Eran muchas, acaso miles, las veces que había estado en ciudades semejantes, e incluso en aquélla había estado en ocasiones innumerables, pues no en vano era la ciudad más próxima a Seawood. Pero la frontera que había cruzado lo era tanto de mero espacio como de tiempo, o acaso no de espacio sino de espíritu. Como alguien que acabara de adentrarse en una nueva dimensión, adivinaba que había y siempre hubo otro mundo además del suyo, o aparte del suyo. Un mundo del que nada le habían contado, del que nada había leído en los periódicos, del que nada había oído decir a los políticos con los cuales tantas sobremesas había compartido.
Lo que más paradójico le resultaba, por ello, era que tanto los periódicos como los políticos no cesaban de hablar precisamente de ese mundo que ella descubría ahora, aunque sin decir nada remotamente parecido a la verdad.
Se cumplía ya el primer mes de la huelga iniciada en las minas y extendida después a las factorías. Olive y sus amigos hablaban de aquello como de una revolución, cosa en la que coincidían con el minúsculo pero activo grupo de comunistas que actuaba al socaire de los huelguistas. Pero a ella ni la sorprendía ni la preocupaba que se tratase de una revolución. Había visto películas estúpidas y melodramas no menos tontos acerca de la Revolución Francesa, y suponía que un levantamiento popular debía de ser algo así como un motín de demonios medio desnudos y vociferantes. Sus amigos le habían descrito lo que llamaban la revolución como algo feroz. Mucho más feroz de lo que a ella le parecía ahora. Alguien incluso le había contado que era una conspiración de bandidos sanguinarios contra Dios y la Primrose League; también había oído una especie propalada entre los partidos políticos, según la cual aquello se trataba de un hecho aislado debido a una lamentable incomprensión, que muy pronto quedaría solventado por la habilidad del gran estadista que era el subsecretario del Ministerio del Capital. Olive se había pasado la vida oyendo hablar de política, pero jamás había mostrado interés. Nunca, en cualquier caso, había dudado de que aquello era política moderna, y que interesarse por la política moderna era interesarse por aquello. El primer ministro, el Parlamento, el Ministerio de Estado, la Cámara de Comercio y los aburridos organismos de especie semejante eran la política, y todo lo demás era la revolución. Pero cuando pasó, primero, entre los grupos de huelguistas que había en la calle, y después entre los grupos formados ante las oficinas de los edificios oficiales, se despertó en ella un interés claro.
Había un primer ministro del que jamás había oído hablar, aunque se trataba de un hombre al que conocía. Había un Parlamento del que no había oído decir una palabra y al que ese hombre acababa de dominar con un discurso histórico que era a la vez una lección de historia, aunque nunca pasara a los anales de la historia. Había una Cámara de Comercio de la que nunca había oído decir, tampoco, ni media palabra; una Cámara que se reunía de verdad, para tratar realmente de problemas no menos reales, referidos a la verdad de las transacciones comerciales. Y había departamentos gubernamentales que estaban fuera del control del Gobierno; incluso departamentos gubernamentales que estaban enfrentados al Gobierno. Había una burocracia, había una jerarquía. Y había un ejército. El sistema tenía los defectos y las cualidades de todos los sistemas. Nada, sin embargo, era como el terrible motín visto en las películas.
Olive oía hablar a su alrededor a la gente; oía mencionar nombres, los mismos que la gente de su clase mencionaba. Nombres de políticos. Pero sólo uno le llegó al alma, el de Mr. Braintree. Y el de otro que había sido mencionado en los periódicos, el de un hombre al que tomaban por un bufón enloquecido... Los estadistas de aquella especie de Estado soterrado hablaban familiarmente, apaciblemente. Eso hizo que Olive se sintiese extraña, como recién caída de la luna. Jimson tenía razón, era evidente; y aunque Hutchins había hecho algunas buenas obras en su tiempo, ahora estaba equivocado. No debían dejarse convencer siempre por Ned Bruce, sin embargo. De cuando en cuando alguien pronunciaba el nombre de Braintree señalándolo como el jefe; y de cuando en cuando alguien le criticaba, cosa que enojaba especialmente a Olive. Con la misma intensidad con que se alegraba cuando alguien salía en su defensa y lo elogiaba. Hatton, el hombre al que los periódicos caricaturizaban presentándolo como el ogro de la Revolución Roja, era censurado por su moderación en algunos grupos de huelguistas, por su consideración hacia los patronos. Algunos hasta decían que en realidad estaba a sueldo de los capitalistas.
Nunca, en un periódico, en un libro, en una revista, en cualquier publicación de la moderna Inglaterra, nunca había podido leer aquella inteligente y sensible joven dama inglesa algo que remotamente se pareciera a una información acerca del movimiento sindicalista. Todo el cambio histórico del que se iba percatando lo sentía Olive Ashley como si se hubiese producido tras un cortinón que se lo hubiera ocultado. Un cortinón, empero, de papel de periódico. Nada sabía de las diferencias que se daban entre los propios sindicalistas, nada de lo que atañía a las Trade Unions. Nada sabía de los hombres que dirigían a unas masas tan considerables como los ejércitos de Napoleón. Las calles le parecían pobladas por caras extrañas, demasiado extrañas para ser familiares. Olive distinguió, empero, las trazas del conductor del ómnibus, al que conocía gracias al Mono. Hablaba aquel hombre con un grupo, u oía, más bien, a un grupo de huelguistas, y su cara ancha y brillante mostraba una absoluta complacencia, un total asentimiento ante lo que allí se decía. Si Miss Ashley hubiese acompañado a su amigo el Mono en aquel para muchos vergonzante recorrido por las tabernas, habría conocido también al celebrado George, motivo ahora de las bromas de carácter político que hacían aquellos hombres, como antes lo había sido en las tabernas. Si hubiese tenido mayor contacto con la vida popular, habría podido comprender el amenazador significado de la presencia de tan soñolientos y amables pobres ingleses que se agrupaban en las calles. Un momento después, sin embargo, se olvidó de todos. Apenas logró entrar en el patio interior del templo sindical, muy parecido a una sala de espera de una oficina gubernamental, cuando oyó en el corredor la voz de Braintree que entró acto continuo.
Olive lo contempló de inmediato en todo cuanto era: lo que le gustaba y lo que le disgustaba de él, fundamentalmente su manera de vestir. No se había dejado crecer la barba de nuevo, sin embargo, cualquiera que fuese su actitud ante lo que algunos llamaban revolución, cosa que la tranquilizó bastante. Seguía tan delgado como siempre, y debido en parte a un exceso de energía parecía huraño. Pero en cuanto se dio cuenta de la presencia de Olive quedó estupefacto, como reblandecido. Todas sus precauciones, su apariencia hosca, se borraron de golpe y sus ojos reflejaron algo así como una luminosa melancolía. Las preocupaciones sólo son preocupaciones, por mucho que nos empeñemos en otra cosa... Y la tristeza no es más que una alegría vuelta del revés. Algo de lo que le ocurría hizo que ella se incorporase para hablar con un tono tan simple que denotaba artificio.
—¿Qué puedo decirte? —preguntó—. Creo que deberíamos separarnos...
Era la primera vez que ella admitía que estaban unidos.
Hay mucho de insensatez, y hasta de falacia, en las conversaciones íntimas, por no decir que hay mucho de esa estúpida noción norteamericana que alude a una charla de corazón a corazón... La gente suele extraviarse a menudo cuando habla de sí misma, no importa si lo hace con modestia. Y sin embargo expresa mucho más cuando no habla de sí misma. Él y ella habían hablado a menudo, y largamente, además, de todo lo que les despertaba el mayor interés, pero tan poco uno del otro que habían llegado a una casi imprudente omnisciencia y podían por ello decir lo que el uno y el otro pensaban respecto al arte de la cocina o a lo que les sugerían algunas cosas de Confucio. Así, en aquella crisis, tan inopinada como aparentemente absurda, ambos hablaron en algo parecido a lo que llamaríamos parábola, pero ninguno de los dos dejó de comprenderse por un momento.
—¡Dios mío! —exclamó Braintree al borde de la desesperación.
—Resulta extraño oírte decir eso, pero te creo —dijo ella.
—No soy ateo, si es eso lo que quieres decir —replicó él esbozando una sonrisa—. Pero quizás sea cierto que yo sólo digo el nombre mientras tú sí puedes hacer uso del posesivo. Creo sinceramente que Dios te pertenece, como tantas cosas buenas.
—¿Me crees capaz de dar por ti todas esas cosas buenas? —preguntó ella—. Claro que todos tenemos una parte de nuestro espíritu que es imposible dar a los demás...
—Si no te amase, podría mentir —dijo él, pero ninguno advirtió que por primera vez uno de los dos decía el verbo amar—. Sí, por todos los cielos, qué gran fiesta de la mentira podría organizar ahora mismo explicando cómo me desconcierta tu incomprensible actitud y lo que acabo de hacer al renunciar a nuestra hermosa amistad intelectual... Si al menos tuviera el derecho a pedirte una explicación... Y si fuese yo un político de verdad... Un político de verdad puede decir, por ejemplo, que la política no importa... ¡Qué divertido sería poder decir ésa y otras cosas vulgares, comprensibles, simplemente llamativas para el periodismo... Cosas como «disentimos por completo en muchos aspectos, somos lo más opuesto que pueda imaginarse en política; lo que debe hacernos sentir orgullosos de la vida política de nuestro país es que las más profundas diferencias de los partidos no perturban la armonía esencial...» ¡Tonterías, por todos los demonios! Yo sé bien qué deseamos decir, esto no es política. Tú y yo no somos de esa gente que no puede evitar que lo bueno y lo malo le importe —y añadió tras una pausa realmente larga, durante la cual Olive permaneció en silencio—: Supongo que crees en Herne y en su recuperación de la caballería andante y todo eso... Supongo que de veras crees que toda esa historia es una verdad digna y caballeresca...
—Nunca creí en su historia de caballería—dijo ella—, hasta que él dijo que creía en la tuya.
—Supongo que sería una amabilidad por su parte —dijo Braintree con el semblante serio—. Sé que es un buen hombre. Pero ten por seguro que sus cumplidos pueden hacerme más daño que otra cosa entre mi gente... Algunas de sus palabras representan para los míos algo verdaderamente grave.
—Yo podría decir a tu gente —intervino Olive— lo mismo que tú me dices. Sé que por ahí aseguran que vivo en otro mundo, por no decir que soy una especie de antigualla, aunque joven... Sé, por el contrario, que tu gente está en cierta manera de moda, que representa todo lo que se considera moderno y avanzado. Pero aunque no estoy de acuerdo con muchas de las cosas que postula tu gente, no puedo impedirme la consideración de que en su actitud hay incluso una cierta elegancia. Ahora bien, ¿eso es realmente elegancia? ¿Acaso tu gente no sostiene opiniones parecidas a las de una duquesa intelectual que perora acerca de la inexistente diferencia que hay entre los sexos y sobre si una mujer debe o no trabajar para ganarse la vida? Cualquiera de tus seguidores me consideraría una retrógrada, diría que soy algo parecido a una esclava de un harén... Pero podría desafiarlos a afrontar una situación trágica, por no decir odiosa, como ésa en la que me veo ahora. A muchos se les llena la boca diciendo que la mujer debe pensar por sí misma... ¿Pero cuántas de tus amigas socialistas han salido a la calle para combatir a favor del socialismo? ¿Cuántas novias de los candidatos laboristas votan con ellos en las elecciones o hablan en los comicios a favor de sus candidaturas? Las nueve décimas partes de vuestras mujeres revolucionarias en realidad no son más que mujeres unidas a revolucionarios. Yo soy independiente. Pienso por mí misma. Vivo mi propia vida, y te aseguro que no es precisamente alegre. Yo no tengo que unirme a un revolucionario para ser persona.
Otra vez se hizo un largo silencio, uno de esos silencios que sólo se soportan porque es necesario hacerlo. O porque no caben las preguntas. Al fin Braintree se le acercó y dijo:
—Me siento absolutamente perdido, si debo aceptar tus palabras en virtud de la lógica del caso que nos ocupa; este infernal sometimiento a la realidad de los hechos me impide ir en contra de la lógica. ¡Qué difícil resulta encontrar en esta vida algo que no sea falso! Y luego dicen algunos que no es posible encontrar una mujer lógica... Lo que ocurre es que no se puede malgastar la lógica en cosas que carecen de importancia...
¡No sabes cuánto me gustaría poder librarme de tu lógica aplastante!
A quien no supiera nada del conocimiento que cada uno tenía del otro, una conversación como la reseñada le habría parecido poco menos que una relación de enigmas. Pero Braintree conocía la respuesta antes de que se produjese la pregunta enigmática. Sabía que aquella mujer tenía una religión, y que una religión supone una renuncia. Ella jamás se le hubiera unido para algo que no fuese apoyarle hasta la muerte. Y también sabía que, por la misma razón, podría resistirse a él hasta la muerte. Tal antagonismo entre ambos, que nació el día en que conversaron por primera vez, un antagonismo transmutado, esclarecido, profundizado, mejor definido por el conocimiento recíproco de lo mejor de cada uno de ellos, brotó de nuevo hasta llegar a la altura de la razón, cosa que Braintree no podía rechazar. La gente suele reírse de estas cosas cuando las encuentra en las viejas historias que hablan de la virtud romana. Y es que hay gente que nunca ha amado a la vez a la verdad y a un amigo.
—Hay cosas —dijo Olive al fin— de las que no puedo hablar con la propiedad con que tú lo haces. Tú te burlas de mi entusiasmo por las viejas historias de caballeros y damas... Pero no sé si realmente te dan risa, ahora que tienes que combatirlos de verdad; de lo que sí estoy segura es de que volverías a reírte de ellos si volviéramos, los de mi clase, a nuestros días de ociosidad absoluta. A veces, me parece, la poesía habla de las cosas con más certeza que la prosa. Alguien dijo que nuestras almas son amor y continua despedida... ¿Has leído lo que dice Malory sobre la despedida de Lancelot y Ginebra?
—No soy capaz de decirlo —y la besó y se despidieron como los amantes de Camelot.
En las calles oscuras la muchedumbre se había hecho más abigarrada aún, más espesa, y se oía un murmullo constante entre el que destacaban palabras que hablaban de engaños y dilaciones. Como todos los hombres que se ven en la situación antinatural de la revuelta, aquellos huelguistas precisaban de un estímulo constante, de algo que los mantuviese tensos, fuese favorable o fuese hostil... Bastaba, pues, con desconfiar del de al lado. Pero también bastaba una promesa demagógica, difícil de cumplir. Nada hacía presagiar un desastre, pero algo les decía que las cosas no iban todo lo bien que esperaban. Braintree salió al balcón, para dirigirse a los huelguistas, con cinco minutos de retraso sobre el horario previsto. No obstante recibió una larga ovación.
No hicieron falta muchas palabras para percibir que hablaba en un tono nada habitual en los políticos ingleses. Tenía que decir algo definitivo. Rechazó la constitución de un tribunal, cosa que siempre mueve ese afán épico, aunque ignoto, de las masas. Porque nada puede aplaudirse o rechazarse tan fácilmente como la finalidad expresa. Por ello, la ética de la evolución y de las expansivas ideas del progreso indefinido jamás logran despertar el entusiasmo de las multitudes.
El nuevo proyecto del Gobierno establecía la constitución de un tribunal o junta investigadora que interviniese en la solución de la huelga capitaneada por Braintree. Por el momento era una huelga limitada a las Trade Unions de su propio distrito, el dedicado a los tintes y pinturas derivados de la brea. El Gobierno pretendía atacar de raíz el problema de dicha industria. Cabía esperar que se solucionara todo con una nueva fórmula, distinta a las que ponían en práctica los viejos políticos. Un conflicto, en fin, que enfrentaba las legítimas aspiraciones de paz del Gobierno con las también legítimas aspiraciones de justicia de los huelguistas de Braintree.
—Durante casi cien años —decía Braintree— no han parado de hablarnos de nuestros deberes para con la Constitución, para con el rey, para con la Cámara de los Lores y hasta para con la Cámara de los Comunes, que dicen es la más representativa de nuestras instituciones (risas). Teníamos que ser, pues, constitucionalmente perfectos. Sí, amigos míos; teníamos que ser únicamente constitucionalistas. Éramos el pueblo tranquilo, los leales súbditos de Su Majestad, la gente que se tomaba al rey y a los lores en serio... Pero ellos eran libres y nosotros no... Cuando les viniera en ganar violar la Constitución, lo harían... Incluso revolucionariamente lo harían. Podrían derribar en veinticuatro horas el Gobierno de Inglaterra y decirnos que a partir de ese momento seríamos gobernados no ya por una monarquía constitucional sino por el comité organizador de un baile de máscaras... Bien, ¿dónde está el rey ahora? ¿Quién es el rey? He oído decir que es un bibliotecario experto en los hititas (risas). Y pretenden citarnos ahora ante un tribunal, ante el tribunal de ese bibliotecario, que se dice revolucionario (risas). Quizás pretendan explicarnos por qué durante cuarenta años de provocaciones intolerables no hemos hecho nosotros la revolución (grandes aplausos). A nosotros nos trae sin cuidado que un bibliotecario enloquecido diga lo que le venga en gana. Nosotros nada tenemos que ver con esa orden de caballería constituida hace apenas tres semanas. Hasta podemos aceptar los valores del conservadurismo que se daban en nuestro país hasta hace apenas unas semanas. Pero si no nos sometimos a un conservadurismo legal, no vamos a someternos ahora a un conservadurismo ilegal. Y si esa especie de tienda de curiosas novedades viejas que se han montado nos envía un emisario pidiendo que acudamos a dialogar a su corte bufa, les diremos con absoluta rotundidad que no cuenten con nuestra presencia.
Braintree, en efecto, había presentado a Herne como un bibliotecario experto en los hititas, pero en privado lo señalaba como alguien capaz de entusiasmar a los devotos de la Edad Media. No obstante, se hubiera sorprendido mucho de saber en qué se ocupaba Mr. Herne en el preciso instante en que él alentaba a los huelguistas. Se daba entre ambos ese cruce de propósitos contrapuestos que a menudo es propio de hombres tan distintos como igualmente sinceros. Uno sabía perfectamente qué quería, y además, qué deseaba conocer; un hombre con una capacidad de visión que, amplia o no, era clara; un hombre capaz de comprender las cosas según sean acordes o no con su manera de contemplarlas; un hombre que tiene conciencia de sí mismo antes incluso de saciar su espíritu en la lectura. Braintree había conocido desde el principio, desde su primera tarde en los salones de Seawood, la ironía de su propia irritación admirada. Había experimentado allí la paradoja de su romance imposible. El pálido rostro de Miss Olive Ashley, con su gesto tímido y a la vez altivo, de barbilla levantada, había penetrado en su mundo como una cuña imparable, como un arpón antagónico e inevitable. Y había odiado el mundo de la joven dama aún más que antes, precisamente para no odiarla.
Con un hombre como Herne, sin embargo, todo era a la inversa. No sabía qué romances personales podría inspirar su romántica revolución histórica, que nada tenía que ver con sus aspiraciones personales, siempre modestas. No tenía más que un cierto sentido interior de gloria, inspirado precisamente por lo que veía crecer a su alrededor. Contemplaba admirado aquel mundo que se extendía ante sí como una marejada majestuosa, como un amanecer radiante. Algo tan ajeno a sí mismo, tan inconsciente, como sus sueños juveniles. Al principio tuvo la sensación de que la tarea en la que se veía suponía algo así como un descanso, un remanso de paz. Luego tuvo otra sensación más profunda, la de que ese remanso de paz se había transformado en una festividad, en una celebración constante, en una suerte de exaltación de lo divino. O en un dios. Y sólo muy remotamente pensó que aquel dios podría ser una diosa. No era hombre que hubiese tenido muchas relaciones personales; por eso, hasta cuando sintió que ardía, que se convulsionaba de la cabeza a los pies con la emoción de una relación personal, ni siquiera fue capaz de atisbar la posibilidad de que realmente se tratase de una relación personal. En su habitual enajenación hubiera podido decir que se sentía estimulado para llevar a cabo la tarea emprendida por esos gloriosos amigos que Dios había puesto a su lado, los mismos que Dios había puesto al lado de todos los hombres.
Como si fuesen, en suma, nubes de ángeles. Pero si Miss Rosamund Severne le hubiera dicho que no quería saber nada más de él, habría descubierto al instante cuál era realmente su enfermedad.
Pero como a veces las coincidencias son algo más que cierto, ocurrió que casi media hora después de que los otros dos se encontraran en términos poco menos que propios de enemigos, seguían siendo en realidad amigos del alma y acababan de separarse como amantes; que apenas los otros dos se habían dado un adiós de despedida irrevocable, en medio de una conversación harto incongruente sobre política e industria, el hombre que en realidad los había separado, aunque fuese en términos puramente simbólicos, acababa de descubrir que un hombre está obligado en este mundo a ser algo más que un símbolo. Así que, apenas vio a Rosamund meditabunda en el césped, la faz de la tierra cambió inmediatamente su aspecto para él.
Las noticias que llegaban de la actitud desafiante de Braintree, empero, habían ocasionado un estado de desánimo y duda en el romántico grupo de Seawood, pero Rosamund fue mucho más allá en sus sentimientos: experimentó rabia, furia... Era una de esas damas que suelen quejarse de las huelgas porque causan dilaciones... La pérdida de tiempo era para ella mucho más importante que la pérdida de los principios. Muchos creen que la política de las mujeres sería mucho más pacífica, humanitaria y sentimental que la de los hombres, pero el verdadero peligro de una política regida por las mujeres estriba en su excesivo amor por las formas de la política masculina... Hay muchas Rosamund en el mundo.
El tono con que se expresaban los hombres que había a su alrededor en Seawood no aplacaba su impaciencia, al contrario, aunque la mayor parte de ellos tenía más prejuicios hacia Braintree que ella misma. Y sin embargo no parecían dispuestos a responder a un desafío como debe hacerse. Su padre trató de explicarle cuál era la situación real, pero sus observaciones causaban, aun a su propia hija, una sensación de fatiga y desmayo, por lo que no pudo ella convencerse de que aquellas observaciones inducirían a sus mortales enemigos a un arrepentimiento súbito que los llevara a deponer su actitud desafiante. Lord Edén fue más breve que su padre, pero no mucho más esperanzador; sus puntos de vista sobre el conflicto se resumían en algo así como que el tiempo pondría las cosas en su sitio, expresando de paso algunas dudas sobre la capacidad económica de los huelguistas para resistir ese paso del tiempo. Queriéndolo o no, nada dijo acerca de la nueva organización de la sociedad que él mismo había ayudado a fundar. Pero la actitud generalizada daba a entender que una negra sombra comenzaba a caer sobre aquellos brillantes adornos que hasta ese momento los mantenía llenos de entusiasmo.
Más allá de Seawood, más allá de los portones de su caballeresco paraíso, el monstruo moderno, la gran ciudad negra de las factorías, se alzaba como un desafío lanzando al aire sus columnas de humo.
—Todos están derrotados —confió Rosamund a su amigo el Mono, el confidente universal—. ¿No puedes tú intentar animarlos? Al fin y al cabo, nuestra bandera sigue flameando y nuestras trompetas continúan brillando.
—Bueno —comenzó a decir Murrel dubitativamente—, todo esto es consecuencia de lo que podríamos llamar un efecto moral; en realidad son muy pocos los que van convenciéndose de que vivimos una mascarada... Creo que sí, que se podrá hacer algo. Puedes intentar reunir a todo el mundo alrededor de una bandera. Pero no puedes luchar con una bandera por todo armamento. Ya veremos...
—¿Pero te das cuenta de lo que ese Braintree ha hecho realmente? —volvió a indignarse Rosamund—. Se ha atrevido a desafiarnos. Se ha atrevido a desafiar al rey de Armas...
—Bueno —dijo Murrel como sin darle importancia al caso—, no veo qué otra cosa podía haber hecho... Si yo estuviese en su lugar...
—Pero tú no estás en su lugar, tú no eres él —replicó ella aún más indignada—. Tú no eres ni un rebelde ni un amotinado. ¿No crees que ya va siendo hora, Douglas, de que ocupes el lugar que te corresponde y dejes de hacer tonterías?
Murrel sonrió, por no bostezar de aburrimiento.
—Debo admitir —dijo— que tengo la capacidad privilegiada de ver las dos caras del problema; pero supongo que creerás que es así porque no hago más que pensar en toda esta historia...
—No, yo digo —lo interrumpió ella ahora colérica—que nunca he encontrado un hombre que sea capaz de ver las dos caras de un problema sin querer cubrirse los dos lados de la cabeza.
Rosamund, incapaz de dominarse, dio media vuelta y se fue rauda a través del césped, en dirección al jardín que daba acceso a los salones donde un día se había representado El trovador Blondel. Aquello, que era como un gran teatro desierto, parecía consecuencia de un dolor moral de la memoria; allí, en el jardín, había una figura verde que parecía un guardabosques, con una gran cabeza leonina que miraba hacia la ciudad de las columnas de humo.
Rosamund quedó atrapada en una especie de red de recuerdos fantásticos, como si hubiera perdido algo amado, algo real. La música y las emociones propias de una función teatral brotaron de nuevo en su memoria y la dejaron incapaz para la acción, para las determinaciones. Sin embargo, pudo volver en sí al cabo de unos segundos, y hasta recuperar la habitual firmeza de su voz.
—Sabrá usted que esos revolucionarios ya han respondido —dijo—. Parece que no vendrán a la corte...
El hombre vestido como un guardabosques miró a su alrededor lentamente, con sus ojos de miope; sólo una pausa, antes de expresarse, dijo algo acerca del cambio que se había producido en sus sentimientos. Fue al oír la voz que le hablaba.
—Sí —dijo—, ya lo sé. He recibido un mensaje. Créame; aunque explican bien sus motivos, vendrán a nuestra corte.
—¿Que vendrán? —gritó ella—. ¿Quiere decir con eso que Braintree se ha rendido?
—Sí, vendrán —repitió él asintiendo con la cabeza—. No, Braintree no se ha rendido, ni yo esperaba que lo hiciese. La verdad es que lo respeto mucho y me habría decepcionado que se rindiera. Es un hombre firme, con mucho valor. Me gusta tener adversarios así.
—Pues yo no puedo comprender —intervino Rosamund cada vez más colérica— para qué va a venir si no se rinde, ni pretende rendirse.
—La nueva Constitución —comenzó a decir él—, ha previsto situaciones como la que vivimos, cosa que, me parece, sucede con todas las constituciones. No sé cuántos hombres necesitaré, pero puede que precise de algunos que me acompañen.
—¿Cómo? —se extrañó ella—. ¿Quiere decir que irá a entrevistarse con ellos, a invitarlos gentilmente a venir a la corte?
—Claro que sí, la ley es muy explícita a este respecto —respondió él—. Y como la ley me convierte en un funcionario ejecutor, yo carezco de iniciativa propia.
—Usted tiene más iniciativa propia que todos los hombres a los que había conocido hasta ahora —dijo Rosamund—. ¡Debería oír lo que dice el Mono ahora!
—Yo hablo de propósitos —dijo él con bastante pedantería—, no de predicciones. Yo no puedo responder de lo que otro haga o pueda hacer, o crea que deba hacer... Pero puede estar segura de que acabarán viniendo...
Su manera de expresarse, tan indescifrable en el fondo, emocionó súbitamente a Rosamund, que creyó de golpe haberle entendido.
—¿Quiere decir que plantaremos batalla? —preguntó.
—Lo haremos, si ellos la dan —respondió.
—¡Usted es el único hombre en esta casa! —exclamó llena de entusiasmo Rosamund.
Él pareció vacilar. Perdió entonces su rigidez habitual y con la voz temblorosa dijo:
—No diga eso. Yo soy un hombre débil, y ahora, cuando debería ser fuerte, me siento el más débil de todos.
—Usted no es un hombre débil —replicó ella con gran firmeza.
—Yo estoy loco —dijo él—. Y la amo.
Rosamund enmudeció. Él tomó sus manos, y los brazos de ambos temblaron como si hubieran sufrido una descarga eléctrica.
—¿Pero qué acabo de decir? —se preguntó él en voz alta, turbado—. Yo, a usted... a la que tantos hombres habrán declarado su amor... ¿Qué dirá usted de mí?
Ella siguió en silencio unos segundos, mirándole fijamente a los ojos.
—Digo lo mismo que antes —habló al fin Rosamund—. Usted es el único hombre de verdad que hay aquí.
—Me ciega el brillo de sus ojos —dijo él.
No se dijeron más. La tierra en torno de ambos, incluso más allá, pareció hablar por ellos; hasta parecían hacerlo las rocosas montañas que les ponían un fondo, y el viento del oeste, tan inglés, que sacude vigorosamente las copas de los más altos árboles, ese viento que se expande por el vasto valle de Avalon por donde tantos héroes han desfilado en triunfo, donde se han dicho hermosas palabras de amor tantos amantes inmortales. Ese valle se vio conmovido por una fuerza ignota, como si caballos piafantes y trompetas atronadoras lo llenaran igual que cuando los reyes de la antigüedad se aprestaban al combate y quedaban las reinas encargadas del gobierno.
Así estuvieron ambos, sobrevolando el mundo, en la cúspide de la fortuna humana, al tiempo que en la oscura ciudad de los humos Olive y Braintree se decían las palabras de su triste despedida que sin embargo se convertiría muy pronto en una reconciliación, en la comprensión del uno para con la otra, y a la inversa. Sin embargo, sobre las dos rutilantes figuras de Rosamund y el rey de Armas se cernía, desde lo alto de las colinas, una oscura nube de separación, de división, de perdición.
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