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XVI.- El juicio del rey

Lord Seawood y lord Edén habían tomado asiento en su rincón favorito del jardín, lo que es decir en el cenador donde había penetrado tiempo atrás aquella flecha que anunciaba el fulgor de un nuevo amanecer. A juzgar por sus caras, sin embargo, no parecían muy seguros de que el sol no se hubiera eclipsado. La tensa expresión de lord Edén bien podía interpretarse de muchas maneras, ninguna de ellas presidida por los buenos augurios. El viejo Seawood movía la cabeza en sentido negativo, sin pausa, lo que daba a su aspecto un aire de absoluto desconsuelo.

—Si se me hubiera pedido que interviniese —dijo—, habría podido hacerle ver lo imposible de su planteamiento, la sinrazón de su proceder, algo que jamás había visto en mi larga experiencia en la vida pública. La restauración de nuestras maravillosas tradiciones debe considerarse con interés manifiesto por todo hombre que se precie de ser culto, pero resulta del todo improcedente que se utilicen en asuntos que tienen que ver con las naturales amenazas que surgen de la actividad política. ¿Qué hubiese respondido Peel[53] si alguien llega a proponerle adoptar sólo las antiguas alabardas de los alabarderos reales que guardaban la Torre de Londres, en vez del magnífico y muy eficaz cuerpo de guardia que concibieron su genio y su notable imaginación? ¿Qué hubiese dicho Palmerston[54] si alguien llega a sugerirle que la maza que se ve en la mesa presidencial de la Cámara de los Comunes podía emplearse como una cachiporra para sofocar un motín ante el Parlamento?

—Nuestro amigo, el rey de Armas, no tiene el menor sentido del humor —gruñó lord Edén—. No dejo de preguntarme si eso, sin embargo, no es precisamente lo que hace de él un hombre feliz...

—Bien, en eso —dijo con voz engolada el otro noble— no podemos estar de acuerdo... Nuestro humorismo inglés, ese humorismo que encontramos en las mejores páginas del Punch[55], es… Justo en ese momento hizo acto de presencia un lacayo que dijo algunas palabras de ritual y entregó una nota a su señor. Lo que leyó éste hizo que le cambiara el semblante para mostrar una expresión de sincero asombro.

—¡Dios mío! —exclamó lord Seawood mientras contemplaba absorto el papel.

Debe saberse que en la misiva, y escrito con letra amplia y atrevida, se comunicaba algo destinado a trocar la faz de Inglaterra como no lo habían hecho ninguna de las batallas libradas en su suelo a través de los siglos.

—O su amigo sufre alucinaciones —dijo lord Seawood al cabo de un rato—, o es que, quizás...

—O es que —dijo lord Edén alzando la vista al techo— ha tomado la ciudad de Mildyke, ha entrado en el cuartel general de los huelguistas y se apresta a traernos presos a los cabecillas para que sean juzgados...

—Es en verdad notable —dijo lord Seawood—. ¿Le había dicho a usted algo de esto?

—No, pero me pareció probable...

—Es curioso —siguió diciendo lord Seawood—, me pareció algo tan improbable, algo tan rayano en la locura, que a medida que van pasando los minutos me resulta lógico... Y pensar que con un ejército de pieza teatral como el que tiene... Siempre supuse que cualquier persona medianamente informada sabría que esas armas no son las más apropiadas para...

—Eso se debe a que las gentes bien informadas, las gentes educadas y cultas, piensan poco —dijo lord Edén—. El intelectual siempre se pasa la vida quitando de su cabeza el primer número en que pensó, como en un juego de despropósitos calculados... Se tiene por signo de buena educación tomar una cosa por sabida y olvidarse después de pensar en que aún pueda tener vigencia... Las armas nos ofrecen un ejemplo muy elocuente sobre eso. Ya nadie lleva espada porque se supone que es un arma inútil contra un revólver. Los que así piensan tiran sin embargo los revólveres, por considerarlos signos de barbarie, y luego se asombran de que un bárbaro les salga al paso con una espada y los atraviese. Según usted, las picas y las alabardas no son armas eficaces contra las que tenemos ahora... Y yo le digo que las picas y las alabardas son armas perfectas contra alguien que va desarmado. Según usted, todas esas armas se corresponden con la Edad Media. Pero yo apuesto por quienes se atreven a utilizarlas hoy y contra los que se limitan a criticar el uso de las armas modernas. ¿Qué ha hecho cualquiera de esos partidos políticos acerca del armamento, excepto proclamar que no están de acuerdo? Renuncian a las armas y no tienen en cuenta la importancia que las armas han tenido en la construcción de la historia. Van por ahí hablando vagamente de la seguridad, como si llevasen la barriga blindada con revólveres invisibles que dispararían contra el agresor a poco que éste los amenazase... No hacen más que barajar utopías que nunca se verifican; en realidad pertenecen a la época victoriana, son caducos. A mí no me sorprende que una partida de alabarderos de pantomima pueda echarlos de la escena. Siempre he estado convencido de que un golpe de Estado puede darse con muy reducidas fuerzas, cuando los demás se niegan a hacer uso de la suya. Pero me faltó la fuerza moral necesaria para organizarlo yo mismo. Para eso se precisa de gente muy distinta de nosotros, los aristócratas.

—Tal vez —dijo lord Seawood— se debió a que, por utilizar una frase política de cuño reciente, somos demasiado altivos para mancharnos las manos en el combate.

—Eso es —aceptó el viejo estadista—. Únicamente combaten los pobres.

—No estoy muy seguro de entenderle —dijo lord Seawood.

—Quiero decir que soy débil para combatir, porque no soy inocente —siguió lord Edén—. Son los inocentes quienes combaten, quienes matan y arrasan, quienes dan al traste con la paz de las sociedades. Son los niños los que más se pelean y rompen las narices haciéndolo... Y tenga usted en cuenta que se dice que de ellos es el reino de los cielos.

No es probable que su viejo compañero Victoriano se mostrase de acuerdo con él, pero nada dijo, limitándose a contemplar con la mirada vacía el sendero que conducía a las verjas del parque. Unas verjas, con su correspondiente entrada, sacudidas entonces por un tumulto triunfal, por los cánticos de los jóvenes que regresaban victoriosos del campo de batalla.

—Pido perdón a Mr. Herne —dijo Julián Archer con gesto magnánimo—. Es un hombre realmente fuerte, y siempre he sostenido que en Inglaterra precisamos de un hombre fuerte.

—Una vez vi a un hombre fuerte en el Olympia —dijo Murrel recordando unas ferias— y me parece que sí, que todos le podían pedir excusas, aunque no sé por qué... —No te hagas el tonto, sabes a qué me refiero —dijo el otro manteniendo su buen humor—. Hablo de un hombre de Estado, que sepa lo que quiere y cómo obtenerlo.

—Bueno, supongo que un loco también sabe lo que quiere —contestó Murrel—. Y supongo igualmente que un hombre de Estado, un hombre dedicado a la cosa pública, debería saber algo de lo que piensan los demás hombres, aunque no se dediquen a la cosa pública...

—¿Pero qué diablos te sucede, mi querido Mono? Pareces molesto por algo, enfadado... Mira, todos los demás están felices...

—Eso no es tan ofensivo como parecer complacido cuando todos los demás se muestran molestos —respondió Murrel—. Pero si lo que quieres decir es que tengo que estar satisfecho, debo admitir que tu agudeza es tal que no te será difícil comprender que no lo esté en modo alguno, a pesar de tus buenos deseos... Decías que Inglaterra precisa de un hombre fuerte; incluso parecías aventurar que lo que deseamos los ingleses es un hombre fuerte... Bien, pues me parece que el único lugar del mundo en donde jamás se ha precisado, ni siquiera deseado, de un hombre fuerte es Inglaterra. Sólo alcanzo a recordar a uno que quiso serlo, el pobre Cromwell, y las consecuencias de ello fueron que lo desenterramos para ahorcarlo ya muerto, y que nos volvimos locos de alegría durante más de un mes porque el trono volvía a ser ocupado por un hombre débil, o uno al que suponíamos débil sólo porque no quiso ser ese hombre fuerte del que hablas... A nosotros no nos lucen nada bien esas manifestaciones de fuerza a las que aludes, amigo mío, ya sean revolucionarias, ya sean reaccionarias... Los franceses y los italianos tienen sus fronteras; por eso cada uno de ellos se siente en su fuero interno un soldado; por eso las voces de mando no les parecen humillantes; el hombre no es más que eso, hombre. Nosotros ni siquiera somos lo suficiente y paradójicamente demócratas como para permitir que nos dé las voces de mando un dictador. Nuestro pueblo quiere ser gobernado por caballeros; quiere que el Gobierno de la nación sea una representación institucional de sus caballeros. Pero nadie, créelo, aceptaría ser gobernado por un solo caballero. La mera idea causa pánico, y observa que hablo de un caballero, no de un dictador.

—No sé bien qué quieres decir, pero me gusta poder afirmar que en mi opinión Herne sabe qué quiere —dijo Archer—. Estoy seguro, por ello, de que sabrá componérselas perfectamente para que todos sepan qué quiere.

—Mi querido amigo —replicó Murrel—, el mundo lo compone toda clase de gente, puedes estar seguro aunque te parezca imposible... Yo no me quedo boquiabierto ante los caballeros, lo sabes, porque con harta frecuencia son gente... apolillada, por así decirlo... Pero siempre han sido caballeros los que se las han arreglado para gobernar estas islas con buena mano y éxito notable durante más de trescientos años... ¿Y sabes una cosa? Lo consiguieron porque nadie fue capaz de comprender qué decían. Podían cometer un error hoy y resolver el caso mañana sin que nadie se percatase de lo que había sucedido. Pero nunca pretendieron llegar lejos en nada; así cuidaban de no tener que volver sobre sus pasos. Siempre concedían, modificaban, remendaban... Sí, he ahí un término que me parece apropiado: remendar... Ahora, quizás sea un magnífico espectáculo ver a Herne con toda su pompa y ceremonia antigua... Pero si continúa acumulando pompa y ceremonia no podrá retirarse tranquilamente. Si aparece como un héroe ante gente como tú, semejará un tirano a los ojos de muchos otros. La verdadera esencia de nuestra política, inequívocamente aristocrática, consiste en que ni siquiera un tirano parezca que lo es... Podrá tirar todas las vallas y apropiarse de los terrenos que le vengan en gana, pero deberá hacerlo de acuerdo con las leyes promulgadas por el Parlamento, y nunca blandiendo un espadón. Y si se topa con las gentes a las que ha tirado las vallas y expropiado sus tierras, deberá mostrarse cortés y preguntarles qué tal van de sus afecciones reumáticas... En tal principio se basa la esencia de la Constitución británica: preguntar a las gentes cómo siguen de su reumatismo... Herne no debería poner a la gente los ojos como tomates, ni empezar a cortar por aquí y a sajar por allá... Temo que el peligro radique precisamente en que se trata de un hombre sencillo, y me da igual que sus razones sean o no aceptables.

—La verdad es que no pareces muy entusiasmado —dijo Archer.

—No sé si soy o no un compañero de Armas, pero sí que no soy tan imbécil... como Herne, por ejemplo.

—Ya veo —dijo Archer—; mientras fue un hombre insignificante lo defendiste, pero ahora...

—Tú lo atacabas entonces, precisamente porque era insignificante, inofensivo —replicó Murrel—. Decías que no era más que un pobre loco, y acaso tuvieras razón... A mí, la verdad, me gustan los locos, me siento bien con ellos. Lo que te reprocho es que te hayas pasado con armas y bagajes a su bando precisamente porque ahora es un loco peligroso.

—Pues para estar tan loco como dices, mira qué triunfos va cosechando...

—Triunfos muy peligrosos, tenlo por seguro —dijo Murrel—. A eso me refiero cuando digo que es un pobre imbécil; es como un niño al que no se le debe permitir que use armas. Todo es de lo más sencillo para alguien como él. Hasta sus triunfos son sencillos. Se guía por patrones que corta a su medida: un deseo de restaurar las órdenes de caballería y a la vez de hallar la probación de lo que hace en los gritos de los bárbaros y en una innegable anarquía. Sí, ya ha logrado algunos triunfos. Tendrá su corte e impondrá un juicio y acabará con el levantamiento de los mineros... ¿Pero no te das cuenta de que con todo eso se altera el curso de la historia? La historia es lo que siempre ha reconciliado, al final, a nuestros diferentes jefes de partido. Pitt[56] y Fox[57] tienen ahora sus estatuas juntas. Tú, sin embargo, te muestras a favor del relato de dos historias, la de los vencedores y la de los vencidos. Herne dictaminará en un juicio aprobado por todos los órganos del Estado, como si fuera Mansfield[58], pero Braintree sabrá defenderse y os desafiará de un modo que será recordado por todos los rebeldes como la oración de Emmet[59] en su lecho de muerte. Sí, se está haciendo algo nuevo, algo que quiebra el curso de la historia. Hay una espada que divide y un escudo con dos caras. Esto ya no es Inglaterra, no somos nosotros. Es el Duque de Alba, un héroe para los católicos y un tirano para los protestantes; es Federico de Prusia, el asesino de Polonia... Cuando veas a Braintree condenado por este tribunal no sabrás siquiera cuántas cosas más habrán sido igualmente condenadas... Sí, serán condenadas cosas que en realidad tú aprecias tanto como él.

—¿Acaso eres socialista? —le preguntó Archer mirándole fijamente, inquisidor.

—Más bien soy el último liberal —dijo el Mono—. Unos cuantos amigos, por cierto, dicen que soy, por ello, un viejo.

Herne se tomó muy en serio lo que consideraba sus obligaciones. Una de ellas, sin embargo, le resultaba triste, se le notó muy pronto.

Por lo menos fue evidente su tristeza para Rosamund Severne, que no tardó mucho en saber cuál era la causa. Rosamund era una de esas mujeres que son muy madres, aun no siéndolo; un tipo de mujer, por lo demás, muy proclive a caer en brazos de los lunáticos.

Supo que tomó la otra función más seriamente, la función que más tenía que ver con lo externo que con lo interno, y sin sonreír. Supo que Herne podía ponerse a la cabeza de sus hombres como capitán de los cien que precisaba, y pronunciarse cual debía posteriormente, como presidente del Tribunal de Arbitraje. Supo que podía quitarse el gorro rojo que lo señalaba como rey de Armas y vestir toga y manto púrpura sobre su traje verde para subir al estrado tranquilamente, así hubiera desfilado ante él el emperador de Alemania una vez y otra con sus cien distintos trajes de gala. No obstante, en lo que al Tribunal de Arbitraje concernía, había algo más grave que la propia gravedad.

Primero, había mucho trabajo que resolver. Herne, en efecto, trabajaba el día entero y velaba por la noche, rodeado de montañas de libros y de resmas de papel.

Por eso estaba tan pálido. Y por la incesante concentración en su tarea. De manera un tanto general era consciente de que su papel más relevante pasaba por hacer cumplir la ley, la antigua ley feudal, o como quisieran llamar a eso en cuya reconstrucción se afanaba. Y sabía que era su deber el de aplicar esa ley sin cuento, para terminar de una vez por todas con la absoluta anarquía industrial que se vivía, con todos los retrasos y dilaciones que causaba la huelga. Sabía todo eso y lo aprobaba, aunque acaso ciegamente. Pero a pesar de ser un hombre habituado al estudio, desconocía cuánta investigación, cuanta recopilación de datos, cuánto repaso a los antiguos códices y fueros, cuánto, en fin, tenía que hacer para ser justo. Pero había una serie de cosas que a Rosamund pareció aún más extraña; suponía que se trataba de algo sin mayor importancia, informes científicos, algo así, papeles que no hacían más que aumentar el montón que estudiaba Herne, por lo que no pudo por menos de sorprenderse la joven dama cuando mientras ayudaba al rey de Armas en su tarea descubrió que una carpeta llevaba la firma de Douglas Murrel.

No podía ni imaginarse qué tenía que ver el Mono con aquello, pero supuso que nada bueno sería para el rey de Armas, para quien habría de sancionar como juez árbitro.

—Ya sé cuan abrumado se siente ahora —dijo Rosamund a Herne—; ya sé que tiene que resultar odioso ayudar a ciertas gentes para que triunfen, y sé igualmente lo duro que ha de resultarle tratar con gente que nos es grata, precisamente para que no triunfe... Sé bien que aprecia a John Braintree.

Él la miró por encima del hombro, con una expresión que extrañó a la joven dama.

—No suponía que lo apreciara usted tanto —volvió a hablar ella.

Herne la miró de nuevo volviéndose violentamente, como hacía todos sus movimientos en los últimos tiempos.

—Pero sé que sabrá impartir usted justicia —siguió diciendo Rosamund.

—Sí, sabré hacer justicia —dijo Herne al fin, dejando caer su cabeza entre las manos, como abatido, saliendo de la biblioteca.

Volvió no mucho después y de inmediato siguió tomando notas, consultando papeles. Antes de ponerse a la tarea, sin embargo, había mirado al techo, o por mejor decir, a la estantería donde tantas horas estuvo encaramado al comienzo de esta historia.

John Braintree, que como es fácil comprender nunca tuvo la menor simpatía por aquella especie de cabalgata continua que habían montado las huestes de Herne, aunque entre dichas huestes se contase la persona a la que más quería, mostraba una actitud desdeñosa incluso con las ropas de época con que solía vestirse su amada. Pero el desdén nunca es del todo desdeñoso en quienes, por sentirse vencidos, son capaces del desafío. Cuando se le preguntó si deseaba argüir algo más, una vez fue presentado al Tribunal el documento que pretendía ser probatorio, pareció, de tan desafiante, el mismísimo Carlos I.

—No reconozco a este tribunal —dijo—. No veo más que una partida de figurantes en una pésima bufonada. Y no veo por qué he de acatar la fuerza bruta del bandidaje, por mucho que se trate de estúpidos bandidos de teatro. Supongo que se me obligará a seguir esta farsa hasta su conclusión, pero no diré nada, al menos en tanto no traigan los instrumentos de tortura necesarios para obligarme, o en tanto no vea que amontonan haces de leña para quemarme en la pira. Lo digo porque supongo que, al tiempo que se recuperan innumerables cosas hermosas de la antigüedad, también se habrán recuperado las más excelsas de la Edad Media... Sois doctos en la materia, es evidente, por lo que imagino que sabréis ofrecernos la más completa reconstrucción del medievo.

—Sí —dijo Herne—. Quizás no seamos capaces de hacerlo hasta sus últimas consecuencias y con todo lujo de detalles, porque no queremos defender ciertos detalles, dicho sea de paso, hasta sus últimas consecuencias, pero en términos generales sí es cierto que nos empeñamos en la reconstrucción del esquema general, al menos, de la Edad Media. Por otra parte, nadie os ha acusado de nada que merezca ser castigado con la tortura o con la hoguera.

—¡Oh, cuan agradecido me siento! —dijo Braintree a medias entre la sorna y el alivio—, pero no me gustaría que me trataseis con favoritismo...

—¡Orden, orden! —gritó Julián Archer con indignación—. ¡No podrá seguir la vista si el acusado no observa el debido respeto para con el Tribunal!

—Por todo lo que pueda probar —siguió el juez árbitro sin hacer caso de lo gritado por Archer— que sois responsable de actividades que suponen peligro para el interés general, o que sois un enemigo público, os digo que tanto vos como las otras personas encausadas serán juzgadas por este Tribunal, y sólo por este tribunal, pues no es cosa de que se cumplan o no mis deseos, sino de que se cumpla la ley.

Herne, con un gesto de su mano, cortante como una espada, puso fin a las aclamaciones que levantaron sus palabras. Quienes le aplaudían habían tomado lo dicho por el discurso de un jefe que arengase militarmente, pero el bibliotecario poseía un sentido muy estricto de su papel de rey de Armas, lo necesario para no permitirse una exaltación en el Tribunal. Todo cuanto hiciera, por duro que resultase, tenía que ser entibiado por el bálsamo de la justicia administrada sin dejarse llevar por el fuego de la pasión. Se hizo el silencio, tras aquellas aclamaciones, pero fue un silencio ansioso, pleno de entusiasmo. Herne continuó diciendo en voz monótona:

—Nuestra misión consiste en recobrar un orden justo y antiguo, basado en el restablecimiento de las viejas leyes. Pero al hacerlo no podemos prescindir del deber inapelable de elaborar una ley nueva. Las grandes edades de las que hemos partido para crear un orden nuevo fueron muy ricas y variadas, hasta excepcionales; por eso debemos extraer de ellas principios generales, desechando los detalles concretos que supongan contradicción con nuestros intereses del presente. En el caso que vemos, la querella se ha producido como consecuencia de los derivados del carbón, del trabajo para la elaboración de tinturas, y nosotros debemos comenzar por recurrir a ciertos principios que en otro tiempo gobernaron el trabajo más precioso para el mundo y la vida que le es consustancial. Aspiramos a recuperar esos principios antiguos, tan distintos de los que oímos expresar frecuentemente en estos nuestros tiempos modernos, en los movimientos que se producen en esta época sin paz y casi sin ley... Unos principios signados por el orden, y añadiré que por la obediencia.

Un murmullo de aprobación brotó de entre sus huestes, mientras Braintree, por su parte, soltaba una sonora y grosera carcajada.

—En la organización de los gremios antiguos —prosiguió Herne—, la obediencia se esperaba de los aprendices y de los jornaleros, que se la debían a los maestros. Un maestro era el que producía una obra maestra, el que se había sometido al necesario examen ante los gremios, que exigían el máximo conocimiento del que se examinaba ante ellos. El trabajo se hacía con las herramientas y el capital que aportaba el propio maestro. El aprendiz era uno a quien se enseñaba el oficio, y el jornalero otro que no había terminado de aprenderlo. Así se organizaba el trabajo en otro tiempo, en líneas generales. Aplicando esa organización al caso que ve este Tribunal, encontramos lo siguiente: hay en el vasto campo que abarca esta industria tres maestros, en tanto hombres que aportan las herramientas y el capital. Conozco sus nombres y sé que se reparten la propiedad. Uno es sir Howard Pryce, antiguo maestro en la manufactura de jabones, que hoy, sin embargo, se ha convertido en un maestro de las tinturas. El segundo es Hubert Arthur Severne, ahora lord y Barón Seawood. El tercero es John Henry Heriot Eames, actual lord y Conde de Edén. No tengo la menor noticia, sin embargo, de la fecha y ocasión en que hayan presentado a examen ninguna obra maestra, en lo que a tinturas se refiere. Tampoco he podido obtener la menor evidencia de sus trabajos, ni de que hayan educado en él a sus aprendices.

El rostro de Douglas Murrel, mientras hablaba Herne, se mostraba vivaz y en alerta. Los rostros de los demás mostraban diferentes signos, no todos de complacencia.

La confusión que se veía en los finos rasgos fisionómicos de Julián Archer era debida a esa protesta de extracción social propia de la gente de su clase que parece expresar un «¡vaya por Dios!»

—En este asunto —siguió diciendo el juez árbitro— nosotros debemos proceder con cautela para distinguir el principio intelectual de cualquier emoción sobre el tono y los términos de la discusión. No me referiré al lenguaje utilizado aquí por el jefe de los trabajadores, ni a lo que sobre mi persona dice. Pero él afirma que el oficio debería ser controlado por quienes lo desempeñan completa y competentemente, por lo que no puedo decir sino que expone la antigua idea medieval, y que la expone además muy correctamente.

Por vez primera, en tanto se desarrollaba el proceso, pareció que Braintree se imponía una pausa, por lo que se limitaba a mirar a Herne fijamente, sin abrir la boca. Si decir que se comportaba como todo un hombre del medievo era un cumplido, es difícil que pudiera aceptarlo con gusto. Pero entre los grupos que habían ido dispuestos a vitorear al rey de Armas y juez árbitro, los murmullos eran cada vez más gruesos y hasta desaprobatorios, y Julián Archer, no preparado todavía para interrumpir al orador, se enzarzó con Murrel en una discusión áspera, aunque en un murmullo.

—Claro está —seguía perorando Herne—, lord Edén y lord Seawood sacan todo el provecho que pueden del actual estado de cosas, aparentando de paso que los beneficios que obtienen son cosa de su maestría... No sé si querrían de verdad ejercer un oficio del que acaso se ocuparan en un tiempo, cosa de la que no tengo, por cierto, la menor noticia; no sé si sería preciso, por el contrario, que comenzaran dicho ejercicio como simples aprendices...

—Perdóneme —dijo entonces el hombre fuerte y sensible que era Mr. Hanbury levantándose de golpe—. ¿Lo que dice es un chiste? No piense lo que no es, sólo pido información; a mí, se lo aseguro, me hacen mucha gracia los chistes.

Herne lo miró fijamente y el otro fue sentándose poco a poco. Herne prosiguió imperturbable:

—En el tercer caso, en el del caballero que en un tiempo se afanó de veras en la elaboración de los jabones, confieso no tener las ideas tan claras. No termino de comprender en virtud de qué proceso de aprendizaje pasó de un oficio a otro, algo que en el antiguo sistema que tratamos de restaurar precisa de unas comprobaciones de la habilidad muy claras. Esto, sin embargo, me lleva a contemplar otro asunto, relacionado directamente con la causa que ve este Tribunal; un asunto sobre el que debo pronunciarme con mayor severidad. Sobre el primer punto, en cualquier caso, la decisión ha de ser intachable. El fallo de este modesto juez árbitro determina que la pretensión de Mr. John Braintree, de que el oficio debe estar gobernado sólo por los maestros que lo ejercen, es perfectamente compatible con nuestra tradición, por lo que su petición es justa y debe ser aprobada.

—¡Pues si es así, han acabado conmigo! —exclamó Hanbury, que sin embargo siguió estoicamente sentado.

—¡Por todos los diablos, así que se trataba de eso! —clamó Archer en un tono que pretendía ser aprobatorio y que levantó a su alrededor un murmullo de protesta—. Una decisión de semejante importancia...

—La decisión ya ha sido adoptada —dijo el juez árbitro.

—¡Orden, orden! —gritó Braintree sarcásticamente—. ¿Cómo podremos seguir si no se respeta a este Tribunal?

El Tribunal pareció indiferente a lo que allí ocurría, pero cualquiera que hubiese observado con atención al presidente habría visto que su expresión se hacía más grave y severa por momentos... Y que estaba muy pálido, como si tuviese que hacer un gran esfuerzo para mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por otra cosa que no fuese su convicción de obrar conforme a lo que dictaban las leyes.

Notas

[53] Véase la nota 41. (W. del T.)

[54] Véase la nota 46. (N. del T.)

[55] Publicación satírica aparecida en 1841 y editada ininterrumpidamente hasta 1992, reapareciendo en 1996. Su primer director fue Henry Mayhew y colaboraron en sus páginas William Makepeace, Thackeray, Thomas Hood y el propio Chesterton, entre otros muchos y notables nombres de las letras y el periodismo británicos. Se cuentan entre sus ilustradores históricos John Leech, Richard Doyle y Sir John Tenniel, caricaturistas y adelantados del cartoon. (N. del T.)

[56] William Pitt (1759-1806), primer ministro de Jorge III, que se mantuvo como tal diecisiete años, a partir de diciembre de 1783. (N. del T)

[57] Charles Fox (1749-1806), jefe del Partido Liberal y adversario de Pítt, brillante polemista y orador, miembro de la Cámara de los Comunes nombrado Lord de la Tesorería en 1772, que nunca vio cumplido su sueño de convertirse en primer ministro. (N. del T.)

[58] William Mansfield, conde de Mansfield (1705-1793), magistrado jefe del Tribunal Supremo de la Corona de 1756 a 1788 y autor de importantes leyes comerciales. (N. del T.)

[59] Robert Emmet (1788-1803), líder nacionalista irlandés que encabezó la fracasada insurrección de 1803, en la que murió, siendo recordado desde entonces como un gran héroe romántico de las causas perdidas por los pocos medios con que se enfrentó a los británicos. (N. del T.)

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