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XVII.- La partida de Don Quijote

En mitad de aquel alboroto, los dos nobles a los que había aludido directamente el juez árbitro permanecían inmóviles, rígidos como momias en sus asientos, si bien no por las mismas razones.

Lord Seawood estaba boquiabierto, con la expresión que pondría una cabeza humana a la que hubieran soplado fuerte desde abajo, desprendiéndola del cuerpo para mantenerla suspendida en el aire. No acertaba a comprender si el juez árbitro bromeaba o no, aunque algo en su interior le decía que los jueces, sean de lo que sean, no suelen andarse con bromas. Pero si bromeaba... ¿Dónde estaban la tierra, el cielo, el aire?

Lord Edén, por su parte, permanecía impasible; su sonrisa, que más que otra cosa parecía arcaica, de tanto tiempo como la llevaba pintada en el rostro, era incluso amplia. Daba la impresión de que le complacía todo aquello, como si hubiese previsto los acontecimientos uno tras otro y supiera en cada momento lo que ocurriría acto seguido.

El juez árbitro continuó su disertación:

—El principio por el que se juzga y sentencia está perfectamente probado a través de los informes pertinentes de que disponemos. Repito que es de capital importancia comprender dichos informes y observarlos con precisión lógica. Si definimos o describimos un oficio o negocio como se produjo originalmente, y como debería seguir produciéndose de manera razonable, fallamos en consecuencia de esa lógica implacable de las cosas. No hay razón para hacerse más preguntas al respecto. El gobierno de tal oficio o negocio corresponde por derecho a los maestros que lo ejercen. Pero la ley antigua reconocía igualmente otros derechos: el de la propiedad privada. El obrero trabajaba y el comerciante comerciaba con su propiedad privada. En un caso como el que aquí juzgamos hemos de admitir que, si bien el derecho abstracto de la administración ha de pertenecer a los trabajadores, las materias con las que llevan a cabo su oficio pertenecen a los tres hombres anteriormente citados.

—Bueno, esto ya es otra cosa —se oyó decir a Archer, que exhaló a continuación un suspiro de alivio.

La cabeza del viejo lord Seawood comenzó a hacer leves movimientos de asentimiento, si bien trémula y dubitativa, como las cabezas de las muñecas chinas. La dura cabeza de lord Edén, sin embargo, seguía inmóvil, con aquella vieja sonrisa que parecía pintada en su cara.

—En resumidas cuentas —siguió el juez árbitro—, la ética y la jurisprudencia medievales consagraban el principio de la propiedad privada, de manera más elaborada que la mayoría de los sistemas modernos. Y ni siquiera el sistema llamado socialista ha logrado describir en su totalidad, ni para criticarlo, cómo se verificaba dicho principio. Era cosa de común aceptada que el hombre, por ejemplo, poseyera real o aparentemente una propiedad a la que no tenía derecho de ninguna especie, porque había sido adquirida mediante métodos por completo ajenos a la moral y a la ética cristiana, como la usura. También había leyes que condenaban lo que conocemos como monopolio de los bienes del mercado. Al margen de estos crímenes, que se castigaban en ocasiones hasta con la picota y la horca, la posesión personal de riquezas se aceptaba como normal. En consecuencia, no encuentro razón alguna para dudar de que la riqueza que atesoran estos caballeros sea lo que es menester para desarrollar los oficios industriales. Dos de ellos son dueños de grandes haciendas; pero éstas se han ido haciendo improductivas con el paso de los años, hallándose en el presente hipotecadas en parte. La riqueza que atesoran les viene, en gran medida, de las muy afortunadas operaciones de la Compañía de la Brea y las Tinturas, de la que son accionistas mayoritarios. Este tipo de operaciones son tan beneficiosas en la mayor parte de nuestro país, que puede decirse que todas las pinturas, lápices, colorantes, colores de paleta y de pincel, etcétera, que se venden y utilizan, provienen de las fábricas químicas de la industria de derivados. Bien, pues llegados a este punto sólo nos queda determinar mediante qué forma de actuación comercial se ha conseguido tal posición ventajosa.

Pudo observarse un curioso cambio entre los asistentes. Gran parte de ellos, arrullados por las magníficas frases de los folletos comerciales, movían la cabeza afirmativamente. Y lo que más notable resultaba era que lord Seawood sonreía al fin, mientras lord Edén se ponía repentinamente serio.

—Ocurre que un accidente, o dicho en términos más precisos, la aventura vivida por uno de los camaradas más señeros de este reino —siguió diciendo el juez árbitro—, ha revelado con gran claridad un caso que podemos tomar por prototípico, y como tal, por prueba. Hemos conocido la historia de un maestro de oficio a la antigua; un hombre capaz de componer sus propios colores con sus propias manos, y de acuerdo con sus propios gustos, de excelencia más que comprobada... Así produjo algo que durante mucho tiempo fue indispensable para que grandes artistas pudieran dar muestras de su exquisitez. Ese producto, sin embargo, no lo expende la Compañía antes aludida. ¿Qué ha pasado con esa auténtica obra maestra de un oficio secular? ¿Qué ha sido del maestro que la creó?

Gracias a lo que nos ha sido informado por el gentil caballero al que he aludido como uno de los camaradas más señeros de este reino, sé bien qué ha ocurrido... Ese hombre, ese maestro, fue perseguido con saña hasta resultar reducido poco menos que a la condición de mendigo. Por culpa de su desesperación lo acusaron de estar loco; pero está perfectamente comprobado que los métodos que contra él se emplearon, los métodos utilizados para privarle de lo que era su mayor tesoro y su mayor honra no han sido otros métodos que los que ya he descrito, a los cuales podemos llamar de expolio... Antes, los hombres que cometían esa felonía eran llevados a la horca. Hoy, los tres hombres que han hecho tales cosas son los tres accionistas mayoritarios de la Compañía antes citada, tres maestros de ese infame comercio.

Nombró de nuevo a dos de ellos, con voz muy severa. Pero al llegar al nombre de lord Seawood, su voz se quebró. Bajó la mirada para no verles los ojos.

—Así, pues, este Tribunal —prosiguió tras una pausa— decide que la propiedad privada empleada en este negocio no ha sido legalmente adquirida, por lo que quienes la detentan no pueden alegar el privilegio de posesión justa. Fallamos, primero, que el oficio sea gobernado totalmente por sus miembros emancipados, siempre que tengan justo derecho, mediante pruebas concluyentes, a la propiedad; y fallamos igualmente, en segundo lugar, que la reclamación de propiedad hecha en este caso no es justa. Así, pues, adjudicaremos al gremio de...

El viejo Seawood saltó como galvanizado, y una gran vanagloria, más fuerte que todas las vanidades propias a las grandes victorias, emergió de él a la superficie, aunque lo hiciera en realidad porque sentía ahogarse.

—Yo había supuesto —comenzó a decir tratando de dominar un leve tartamudeo— que este movimiento tenía por objeto la restauración del respeto debido a la nobleza... Y no tengo noticia de que ninguna de estas leyes que aquí se aplican para regular la actividad de los talleres industriales deban aplicarse igualmente a la nobleza.

—¡Ah!, por fin se manifiesta claramente como lo que es —dijo Herne para sí.

Lo dijo con su voz humana verdadera, por primera vez en mucho tiempo.

—Yo no soy un hombre —siguió ya en el tono de antes—. Yo, en este Tribunal, sólo soy la voz de la ley, una ley que no sabe ni de hombres ni de mujeres. Aconsejo, sin embargo, no acudir ni a títulos ni a dignidades. Aquí no se hacen distingos ni con príncipes ni con nobles.

—¿Y por qué no? —preguntó con voz estridente Mr. Archer.

—Porque sobre eso —replicó rápidamente Herne, con una palidez mortal entonces— habéis sido tan tontos que de continuo no os ha sido dado hacer otra cosa que proclamar a las claras cuál es vuestra verdad.

—¿Pero qué diablos pretende decirnos? —clamó Archer con tono agónico.

—Maldito sea yo, si acierto a saberlo —respondió el estólido Mr. Hanbury.

—Ya, lo había olvidado —dijo el juez árbitro con voz ahora vibrante—. Ustedes, claro está, no son trabajadores de la clase ordinaria; ustedes no han tenido que aprender la elaboración de pinturas; ustedes jamás se han manchado las manos con un tinte cualquiera; ustedes han superado pruebas más elevadas, claro está; ustedes han contemplado sus armaduras y en esa mera contemplación han ganado sus espuelas... Sus altas crestas y sus títulos les vienen de la antigüedad, por supuesto... Y naturalmente que no han olvidado ni sus nombres ni los de sus antepasados...

—Por supuesto que no hemos olvidado nuestros nombres —dijo lord Edén francamente molesto con el juez árbitro.

—Precisamente —dijo el juez árbitro—, eso es lo único que han hecho durante mucho tiempo.

Se hizo otro silencio. El de Herne resultaba enigmático. El de la sala parecía lleno de los ojos desorbitados de Archer y Hanbury. Poco después se dejaba sentir de nuevo la voz del juez árbitro, que volvió a asombrarlos con su aparentemente rutinaria exposición de los aspectos legales en los que se basaba para emitir su fallo.

—En nuestro empeño por aplicar métodos tradicionales a la administración de justicia, contemplamos igualmente lo que concierne a la heráldica y a la herencia. Así he descubierto la existencia de un muy curioso estado de cosas. Un estado de cosas contrario, por lo demás, a la impresión y al interés general. Bien, he descubierto que son muy pocas las personas que hay entre nosotros, las cuales poseen árboles genealógicos que les permitan reconocerse en el sentido heráldico o feudal propio a la aristocracia medieval. Y los que sí detentan esa propiedad, sin embargo, son los más pobres entre los pobres; ni siquiera pertenecen a eso que llamamos clase media... En los tres condados sobre los que tengo jurisdicción, precisamente aquellos a los que se ha negado desde hace mucho tiempo su sangre noble son los únicos nobles verdaderos que existen.

Esto último lo dijo el juez árbitro en un tono que podríamos definir como impersonal, como carente de entusiasmo; como si se limitara a dictar una lección sobre los hititas. Aunque hay que decir que exageró algo, porque las palabras con que siguió sonaron muertas, de tan carentes de entusiasmo en su afán por exponer los hechos con la mayor frialdad.

—Sus haciendas —dijo— son de obtención relativamente próxima en el tiempo, y cabe decir que a veces utilizando añagazas de dudosa moralidad, por no hablar de una absoluta falta de caballerosidad merced a la utilización de abogados, testaferros, especuladores, etcétera. Al adquirir sus haciendas, estos sin duda ingeniosos señores se hicieron también con los títulos y los nombres de familias antiguas. El apellido de la familia de lord Edén, por ejemplo, no es Eames, sino Evans. El apellido de la familia de lord Seawood no es Severne, sino Smith.

Murrel, que contemplaba absorto la pálida tez del juez árbitro, lanzó una carcajada.

El alboroto era generalizado. No era un griterío compacto, sino una cháchara salpicada de entonaciones en cada grupo. Pero se impuso de nuevo la voz del juez árbitro:

—Sólo dos hombres de este condado pueden vanagloriarse de ostentar nobleza propiamente dicha, y son uno que se desempeña como conductor del ómnibus que va hasta Mildyke y un verdulero de dicha ciudad. Nadie más puede llamarse Arminger Generosus, excepto William Pond y George Cárter.

—¡El viejo George, por todos los cielos! —exclamó Murrel lanzando una carcajada aún más fuerte.

Su risa contagió a varios más, lo que tuvo la virtud de romper la tensión. Poco después reía todo el mundo. La risa es el verdadero refugio de los ingleses.

Ni siquiera Braintree, recordando ahora la constante sonrisa del viejo George en la taberna, pudo contener sus carcajadas.

No obstante, el juez árbitro no era precisamente un hombre que supiera hacer uso de la ironía, cosa que ya había observado lord Seawood. La verdad es que Herne jamás había leído una sola página del Punch.

—Yo no sé —dijo— qué tiene de ridículo el linaje de estos hombres, no sé a qué vienen esas risas... Hasta donde me ha sido dado entender, no han hecho nada que pudiera manchar sus escudos de armas, entre otras cosas porque fueron desposeídos de ellos... Tampoco consta que se hayan rodeado de ladrones ni de especuladores para arruinar a cualesquiera hombres honrados... No han obtenido dinero en cantidad alguna mediante usura, ni han servido como perros a las familias dominantes, ni han devorado como los buitres a las familias venidas a menos... Pero vosotros, caballeros que ostentáis ante la faz de los pobres vuestras pompas, ¿qué decís? Pues lo cierto es que vivís en la casa de otro, lleváis el nombre de otro, lucís el blasón y el escudo de otro... No tenéis más historia que la de unos hombres nuevos vestidos de viejos... ¿Y sois capaces de pedirme que juzgue contra la justicia en nombre de vuestros antecesores y en virtud de unos privilegios que no os corresponden?

Se había calmado la risa, pero el ruido persistía.

Nadie disimulaba, todos los gritos se habían unido. Archer y Hanbury gritaban, con otros diez o doce hombres que estaban de pie. Pero, por encima de todo, seguía oyéndose la voz inalterable de quien ocupaba el estrado de la justicia.

—Por lo tanto, anotemos esto en un tercer fallo y en respuesta a la tercera petición hecha ante este Tribunal. Estos tres hombres han perdido la maestría de un oficio y la obediencia de todos los que para ellos trabajaban. Su causa ya ha sido vista. Piden que se les reconozca una maestría, sin ser maestros. Piden que se les reconozca una propiedad, sin ser propietarios. Piden nobleza y no son nobles. En consecuencia, fallamos en contra de sus tres peticiones.

Cesaba el ruido; cada cual miraba al que tenía a su lado como preguntándole qué más cosas podrían acontecer.

Lord Edén se levantó lenta y perezosamente, con las manos en los bolsillos.

—Algo se ha dicho aquí de alguien a quien se consideró loco —dijo—. Siento mucho que una escena tan sonrojante haya tenido que producirse precisamente aquí, pues también en esta sala parece imperar la locura... ¿Es que no hay nadie cuerdo?

—¿Es que nadie va a llamar a un médico? —dijo Archer.

—Usted mismo consideró que el rey de Armas era el hombre idóneo —dijo Murrel a lord Edén, mirándole con sorna por encima del hombro.

—Todos podemos equivocarnos —dijo lord Edén secamente—. Por lo demás, no puedo negar que este loco sigue haciéndome cierta gracia... Aunque habría que concluir esta farsa, resulta poco edificante... para las damas, por ejemplo.

—Claro —intervino Braintree—, será mejor que las damas contemplen el final de sus lealtades y de sus votos.

—Sí —aceptó el juez árbitro con mucha tranquilidad—; si esto supone el final de vuestra lealtad hacia mí, no supone, por el contrario, el fin de mi lealtad para con vosotros, o para con las leyes que he jurado hacer cumplir. A mí no me importa descender de este alto asiento; pero sí me importa decir la verdad, al menos mientras esté en el estrado. Y sí me importa, por sobre todas las cosas, que odiéis la verdad.

—Es usted un gran actor, desde luego —le soltó Julián Archer con suma indignación.

Una rara sonrisa se dibujó entonces en la cara de Herne.

—En eso —replicó— está usted especialmente equivocado. Yo jamás he sido un actor; yo he sido siempre una persona muy humilde hasta que ustedes, por necesitarme, me convirtieron en un actor. Sin embargo, les debo de haber descubierto que la obra que estaba representando era mucho más real que la vida que ustedes hacían. Los versos que decíamos eran mucho más parecidos a la vida que la vida que ustedes consideraban verdadera.

Sin alterar la voz, aunque con un timbre especial, como si los versos le fueran más naturales que la prosa, recitó entonces:

Los malos reyes en el trono encajan

Curados del espanto por la costumbre.

¡Mas qué atroz pánico, qué horrible pavor

Si tal rey fuese un rey honesto y justo!

¡Oh, pestilencia vil que todo oculta

Y en su atroz protección todo lo cubre!

Sufren los hombres a un amo injusto,

Mas uno bueno, ¿quién sufrirlo podría?

Sus nobles se rebelan y traicionan.

Y sigue él, como yo, su camino solitario.

Cuando descendió del estrado parecía más alto.

—Si dejo de ser rey o juez —dijo—, seré siempre, sin embargo, un caballero, aunque sea, como en la función, un caballero errante. Vosotros, por el contrario, no seréis más que actores. O bribones y vagabundos. ¡Decidme! ¿Dónde habéis robado vuestras espuelas?

Un espasmo que fue como el latido que provoca una humillación cruzó el rostro de lord Edén, cuando dijo en voz estridente:

—¡Que termine de una vez por todas esta maldita farsa!

Aquello no podía tener más que un final.

Braintree ardía, exaltado aunque aún silencioso, pero quienes le rodeaban entendieron tan poco del fallo que en su favor había dado el juez árbitro como los del otro bando. A tal punto, que quienes hasta entonces habían estado en el bando contrario al de Braintree apoyaron los gritos de los correligionarios del sindicalista a favor de su jefe.

Sólo dos personas parecieron mantener la cabeza fría. Del fondo de la sala avanzó lentamente Olive Ashley, con solemnidad digna de una princesa. Echando una mirada radiante al jefe de los trabajadores, se situó junto al juez árbitro. Un instante después, Douglas Murrel fue hasta allí para ponerse al otro lado. Parecía una parodia, pues la dama y el caballero, uno a cada lado del rey de Armas, habían sostenido respectivamente la espada y el escudo el día en que fue coronado. De pie, ante el estrado, Herne hizo un último gesto ritual. Se despojó de sus ropones de magistrado y del manto de rey, y dejándolos caer al suelo quedó vestido con el atuendo verde que llevaba desde el día de la representación de la obra.

—Sigo adelante, como un verdadero desterrado —dijo—; y así como hay hombres que roban en los caminos, yo haré justicia en esos mismos caminos... Eso, sin duda, me convertirá a los ojos de las gentes en un criminal aún mayor.

Volvió la espalda a todos para contemplar unos instantes la que había sido su alta silla.

—¿Ha perdido usted algo? —le preguntó Murrel.

—Todo —respondió Herne, y Murrel se le quedó mirando atónito, sin saber qué decirle.

Vio al momento lo que buscaba Herne: aquella gran lanza, que el hasta entonces juez árbitro tomó del suelo y se echó al hombro para salir de allí.

Murrel le contempló unos instantes, e impulsado por algo que desconocía salió tras él. El hombre vestido de verde se volvió, al oír que el otro lo llamaba, y le miró con el rostro aún más pálido, pero en paz.

—¿Me permite que le acompañe, Herne? —preguntó Murrel.

—¿Y por qué quiere venir conmigo? —preguntó a su vez Herne, no de manera ruda, sino como si hablara con un extraño.

—¿Es que ya no me conoce? —dijo Murrel—. ¿Ya no recuerda cuál es mi verdadero nombre?

—¿A qué se refiere?

—Me llamo Sancho Panza —dijo Murrel.

Veinte minutos después salía de las tierras de Seawood un cortejo raro, perfectamente calculado para demostrar que lo grotesco persigue tantas veces las huellas de lo fantástico.

Mr. Murrel no había perdido nada de su capacidad para disfrutar de las cosas más absurdas como si fueran las más serias. Pero era digno de contemplarse el resto de la partida. Murrel, efectivamente, había obtenido el puesto de escudero, que con tanto ardor solicitó a Herne. Así que se subió al pescante de su viejo coche, tirado por el caballo que tanto aprecio le tenía, tras abrir la portezuela para que subiese su señor. Mas no cesó ahí el crescendo de lo ridículo que conduce a lo sublime, pues arrepintiéndose de inmediato, el señor salió del coche y de un salto se subió a lomos del caballo y alzó su lanza.

Fue un gesto relampagueante. Segundos después reventó el trueno de la risa de quienes contemplaron la escena, o lo que es igual, una visión, algo que perduraría como un recuerdo a la vez vibrante y quebradizo, como la resurrección de los muertos. Rígido a lomos de su Rocinante, Herne había alzado aquella su lanza inútil que durante más de trescientos años tanto nos ha hecho reír. Y tras él, el grotesco carruaje como la caricatura persigue a nuestra dignidad; o como el simple espíritu humano mira hacia abajo, aunque no cruelmente, a todo lo que es realmente más alto.

Aunque el absurdo apéndice que suponía el viejo coche se tambaleaba tras él como una carga abrumadora, no quedó más, en quienes contemplaron la escena, que la fuerza y la terrible pasión que se dibujaban en el rostro del caballero andante.

Ahora en...

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