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XVIII.- El secreto de Seawood
Fue un mal día para muchos; el día en que el profeta que había llegado para bendecirlos acabó por maldecirlos, y así, maldiciéndolos, se fue.
El más tranquilo de todos era Braintree, aquel a quien había absuelto, en fin de cuentas, el juez árbitro que acababa de irse. No obstante, el sindicalista continuaba asombrado; aquello que siempre había tenido por leyes poco menos que de la Edad de Piedra resultó que se le ofrecían como hachas pulimentadas, las armas idóneas para la defensa de sus ideas. Hubiera esperado cualquier cosa, la venganza caballeresca... Pero nunca había soñado oír su propia causa defendida por unos principios perfectamente medievales.
Por lo que podía ver, resultaba ser él, a fin de cuentas, el hombre más medieval de todos cuantos por allí andaban, cosa que por otra parte no dejaba de causarle alguna desazón.
Mientras su mirada recorría la disolución definitiva de aquella escena se fijó en algo especial; se estiró, se enderezó, y soltando una corta carcajada, se encaminó hacia donde se encontraba Olive, de pie, junto a la silla vacía que hasta poco antes había ocupado el juez árbitro.
—Parece, querida, que al fin hemos podido reconciliarnos —dijo.
Ella sonrió levemente.
—Me parece terrible que no puedas aceptar la autoridad de Herne... Y me parece igualmente terrible que pueda alegrarme de la disputa que ha causado precisamente nuestra reconciliación.
—Perdona, pero yo sólo siento alegría, ni un ápice de terror, no cabe la palabra terrible —replicó él—. La gente tiene que estar de mi parte si está de la de Herne; quiero decir, sí están verdaderamente de su parte, como tú.
—No creo que me resulte difícil ponerme de tu parte —dijo Olive—. Más bien, me será difícil no hacerlo. Y lo estuve también cuando llevabas las de perder, lo sabes...
—Veremos si ahora llevo realmente las de ganar —dijo Braintree—. Esto ha dado confianza a mis gentes; me siento como un águila, como si volviera a los primeros días de mi juventud... En cualquier caso, no pienses que ha sido Mr. Herne el artífice de todo esto...
Ella lo miró confundida.
—Supongo —dijo dubitativa— que alguien le sustituirá al frente de la organización...
—La organización se acaba de ir al diablo, querida —dijo Braintree—. En cierto modo, y a pesar de mi victoria última, hemos sido vencidos por un hombre, no por una organización creada para derrotarnos. Ya dije en su día que no tenía miedo de que me lanzaran cuchillos del siglo XIV; y menos aún hachas de ese mismo tiempo blandidas por el viejo Seawood... Pero, claro que seguirán con su comedia, no lo dudes; verás qué pronto vemos y oímos a Mr. Archer convertido en algo así como lord árbitro y hasta como rey de Armas... Pero no goza de confianza; sabe que mis gentes y yo podríamos derribar su imperio de opereta como si fuese un castillo de naipes... Quien fue alma de todo esto se ha ido; andará ya a una milla de distancia.
—Tienes razón —concedió ella tras un silencio—. Mr. Herne es un gran hombre, y más que eso... Los demás han perdido su orgullo, algunos su juventud, muchos su decencia... Han oído decir verdades y lo saben, por mucho que aparenten lo contrario... Pero debo confesar que lo siento mucho por alguien en concreto.
Él la miró muy serio y dijo:
—Claro, yo también lo siento por algunos, de verdad... Pero, dices que...
—Lo digo por Rosamund —y bajó la voz Olive—. Me parece muy triste lo que le ha pasado. Lo peor.
—Creo que no te entiendo —dijo Braintree.
—Claro que no me entiendes.
La miró sorprendido. Ella dijo apasionadamente:
—¡Claro que no lo entiendes! Sé que todo esto ha sido duro para nosotros, pero no hemos tenido que pasar, por ventura, por todo lo que ellos se han visto obligados a pasar. Nosotros nos distanciamos porque cada uno pensaba que el otro era contrario a una causa noble. Pero no llegamos al ataque personal. Y tú no tuviste que levantarte para injuriar a mi padre, ni yo tuve que permanecer sentada y callarme mientras lo hacías... Tú no has tenido que maldecirme, ni maldecir a mi linaje. No ha sido de tus labios que he tenido que escuchar cosas horribles acerca de mi familia... No sé qué hubiera hecho, de haberme ocurrido lo que a Rosamund... Creo que ahora mismo estaría muerta... ¿Cómo crees que reaccionará?
—No imaginé que te refirieses a Rosamund Severne —dijo Braintree.
—¡Pues claro que me refería a ella! —dijo Olive con vehemencia—. Él, sin embargo, se ha ido sin dejarle siquiera su nombre, sin despedirse... ¿Qué miras con tanto interés? ¿De veras no sabías que Herne y Rosamund se habían enamorado?
—No, lo ignoraba por completo —dijo él—. Ahora comprendo lo que decías...
—Debo acudir a ella, pero la verdad es que no sé qué decirle...
Cruzaba el jardín ya desierto, en dirección a la casa, cuando de pronto algo hizo que se detuviera y mirase con mayor atención que nunca al monumento. Y al hacerlo, cosas extrañas y nuevas le llegaron al alma y se reflejaron en sus ojos. En la clara y exaltada intensidad de su felicidad, y acaso también en la clara y exaltada intensidad de su infelicidad, parecía ver aquello por primera vez en su vida.
Después miró en derredor suyo, como alertada por el silencio que había sucedido al guirigay de aquella tarde. La gran extensión de césped que había entre la fachada de la mansión y las dos alas extremas de la antigua Abadía de Seawood estaba tan desierta que parecía una ciudad de muertos. Comenzaba a oscurecer y la luna redonda se elevó hasta brillar arrojando leves sombras sobre las gárgolas y otros ornamentos góticos. Cuando la faz de la vieja abadía temblaba bajo la luz cambiante todo pareció adquirir para ella un significado distinto. Una paradoja de la que ya le había hablado el Mono tiempo atrás. En el interior había luz y en el exterior había oscuridad creciente. ¿Pero quién estaba en el interior?
Tres fachadas con sus ventanas puntiagudas parecían observarla, como antes habían observado tantas tonterías. Y esperaban observar algo más.
De pronto, silenciosamente, fue a dar con Rosamund, que se hallaba de pie en el gran pórtico. No necesitó mirar directamente a la máscara trágica que era el rostro de la joven dama para saber cuánto sufría. Pero tomó del brazo a su amiga y le dijo, no sin bastante incoherencia:
—¡Oh, no sé qué decirte! ¡Y tengo tanto que decirte! —como no hubo respuesta siguió Olive—: Es horrible que te haya ocurrido a ti, siempre tan generosa con todo el mundo... Y es horrible que alguien sea tan mentiroso...
Rosamund Severne replicó con la voz muerta:
—Él siempre dice la verdad.
—Me parece que eres la mujer más noble del mundo —trató de consolarla Olive.
—No, soy la mujer más desgraciada del mundo, sólo eso. Pero no es culpa de nadie. Puede que este lugar esté maldito.
Y en ese preciso instante Olive tuvo una revelación, como una luz cegadora. Y comprendió el porqué de su aprensión bajo las miradas de las ventanas puntiagudas de las fachadas.
—Rosamund —dijo—, es verdad, este lugar está maldito. Y lo está porque a la vez es un lugar bendito... Pero no tiene nada que ver con lo que hemos hablado... Ni tiene que ver con lo que ha dicho ese hombre... No es una maldición de tu nombre, sea el que sea, viejo o nuevo... La maldición atañe al nombre de esta casa.
—El nombre de esta casa —repitió Rosamund mecánicamente, en voz baja.
—Tú estás acostumbrada a verlo incluso en el recado de escribir, por eso jamás habías reparado en ello. Ni en su falsedad intrínseca. Lo que menos importa es que los títulos de tu padre sean falsos o no lo sean... Este lugar no pertenece más a las familias de abolengo que a las nuevas... Porque este lugar sólo pertenece a Dios.
Rosamund se tensó a tal punto que pareció una estatua tallada en piedra. Pero oía.
Olive siguió diciendo:
—¿Por qué han rodado por tierra estrepitosamente nuestras fantasías de reyes y caballeros antiguos? ¿Por qué se ha partido por la mitad nuestra mesa redonda? Pues porque hicimos las cosas mal desde el primer momento. Porque no fuimos capaces de rescatar la esencia de las cosas, la esencia de la que nace todo, incluido su amor. En este lugar vivieron hace mucho tiempo doscientos hombres que lo amaron profundamente.
Se detuvo; pareció reparar en sus palabras, como si creyese que las decía incoherentemente, por lo que hizo un gran esfuerzo en busca de la claridad necesaria.
—La gente moderna —prosiguió— seguramente tendrá razones para serlo; algunos no quieren oír hablar más que de los bancos y de la Bolsa, y hasta hay quien opina que Mildyke es un lugar bonito... Tu padre y sus amigos quizás no vayan del todo desencaminados, seguro que no han sido tan canallas como Herne los hizo parecer al hablar de ellos... Te aseguro que me pareció terrible, no tenía ningún derecho a decirlo así... Debió avisarte de que lo haría.
La joven dama que parecía una estatua volvió a expresarse; dio la impresión de que lo hacía sólo para elaborar una defensa pétrea.
—Me dijo que lo haría. Y creo que fue peor que me avisara.
—Quizás no me he explicado bien —dijo Olive en tono de disculpa—. Siento algo en mi interior, que debo decir, porque es como si no me perteneciese... Hay gente con la que es inútil hablar de la caballería, pero si de verdad queremos regresar a los orígenes de aquel tiempo debemos buscar su flor más hermosa y fragante, aun si sabemos que sólo podremos dar con ella en ese espinoso lugar que llaman teología. Hemos de pensar de forma distinta acerca de la muerte, acerca del libre albedrío, de los juicios y apelaciones... E igual con las cosas que tenemos por más populares, que a veces convertimos en modas y otras en gremios... Nuestros padres fueron gentes sencillas; y no nos preguntamos cómo ni por qué lo fueron, ni cómo hicieron tantas cosas llenas de sencillez... Rosamund, aquí hubo algo... Hay algo... Muy enraizado. Algo que gentes de otro tiempo amaron. Algo que les bastaba para vivir, y puede que sepamos qué fue.
La otra se movió tan disimuladamente que pareció que iba a marcharse. Olive la tomó por el brazo, como si se arrepintiera.
—Pensarás que soy una idiota —siguió diciendo Olive— por hablarte así cuando sufres tanto... Pero es que tengo muchas cosas que decirte, ardo en deseos de comunicarme contigo... Rosamund, de veras que hay motivos para la alegría, créeme. No hablo del simple regocijo por cualquier cosa, no; hablo de la alegría... No estoy segura de que todos se hayan dado cuenta de que la hubo, pero te aseguro que tú y yo sabemos bien que ya ha desaparecido. No tenemos más que males para odiar... Y demos gracias a Dios por tenerlos, al fin y al cabo.
Señaló con un dedo el viejo y cochambroso monumento, al que la luz plateada de la luna hacía ver en toda su ruina. Poseía así un brillo que aludía a ciertos monstruos de las profundidades marinas.
—En realidad, de todo aquello, tan hermoso, sólo nos queda el dragón. Lo habré visto cien veces y lo habré odiado otras tantas, sin comprender jamás su significado. Pero sé que sobre eso que hoy es tan feo se alzaron san Miguel y santa Margarita, para sojuzgarlo y conquistarlo, aunque no tengamos una idea clara de cómo fue en origen, sólo podemos imaginarlo... Hemos cantado y danzado alrededor de estos restos monumentales, sin saber qué hacíamos, pensando en cualquier cosa menos en su significado esencial. Hubo en esta corte un auténtico castillo en el que habitaban todas las pasiones visionarias; muchos vinieron al calor de ese espíritu pero nadie sabía a qué llamada respondíamos. Deberíamos pensar, por eso, que quizás los mejores hombres de este tiempo son los que creíamos peores; luchan por la verdad, porque la verdad es algo difícil de encontrar. Y luchan como lucharon John y el pobre Herne, con honor y valentía, respetándose. Ni tú ni yo hemos conocido hasta hoy esas virtudes. Amo a Jack y Jack ama la justicia; y la ama además hasta luchar para que impere donde no está... Creo que es hermoso luchar por la justicia incluso donde no se encuentra, para poder amarla así en cualquier parte y bajo cualquier circunstancia.
—¿Ydónde crees que está la justicia? —preguntó Rosamund en voz baja y con gran tristeza.
—¿Cómo podríamos saberlo precisamente nosotras, si hemos luchado siempre contra los hombres que aspiraban a ella? —gritó Olive.
Se hizo un silencio, que rompió Rosamund al cabo con aparente simpleza:
—Soy una imbécil... Trataré de comprender qué me quieres decir; estoy segura de que no te importará si dejamos de hablar por hoy...
Olive regresó lentamente entre las sombras a reunirse con John Braintree, que la esperaba. Salieron de allí juntos, pero se mantuvieron en silencio un buen trecho del camino.
—¡Qué historia tan rara! —exclamó Olive al fin—. Me refiero a lo que ha ocurrido desde que envié al pobre Mono a buscar esas pinturas, sobre todo la roja... Y mira que te tuve rabia, casi tanta como a tu corbata roja. Ahora, aunque parezca extraño, resulta que amo el rojo en todas sus tonalidades, porque sé que es el color que siempre amé. Ni yo lo sabía, ni lo sabías tú... Pero tú luchabas buscando el mismo color que yo amaba sin saberlo. Tú fuiste, en realidad, el primero que quiso vengar al buen amigo de mi padre, aunque no lo supieras.
—Sí, yo hubiera luchado porque le fueran devueltos todos sus derechos —dijo Braintree.
—¡Oh, siempre hablas de derechos! —dijo ella con cierta impaciencia, pero sonriente—. Y la pobre Rosamund... Pero debes admitir que hablas en exceso de los derechos... ¿Tan seguro estás de lo que dices?
—Sí. Y espero hacer aún más que lo que hago para que imperen los derechos —replicó el implacable político.
—¿Y crees que todo el mundo —preguntó Olive— tiene derecho a ser feliz?
El rió contento y siguieron caminando hacia Mildyke.
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