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XIX.- El regreso de Don Quijote

Puede que algún día se narre la historia del nuevo don Quijote, y la del nuevo Sancho Panza, así como las andanzas de ambos por los caminos de Inglaterra. Desde las frías y satíricas maneras de ver las cosas que tiene el populacho, la historia, sin embargo, no fue sino la del antañón carruaje y la de unas cuantas escenas en las que por lo general no salen coches así... Quizás todo eso supusiera un avance sin precedentes conocidos en la forma de cruzar los bosques y atravesar las altiplanicies, así como de la manera de viajar; un ejemplo, en suma, para los caballeros y sus escuderos; algo radicalmente nuevo en lo que se refiere a los anales de la caballería andante.

Puede, sin embargo, que algún cronista romántico ofrezca una versión de cómo el caballero y su escudero hicieron uso del carruaje para defensa o consuelo de los oprimidos. Por ejemplo, para narrar cómo en Reading convirtieron el coche en un café, y en una tienda en Salisbury Plain; o de cómo el coche se convirtió en una bañera en el asunto, más bien lamentable, sucedido en Worthing; o de cómo unos simplones calvinistas de Border lo tomaron por un pulpito ambulante en el que pudiera cantar el sochantre y predicar el ministro, cosa que Mr. Douglas Murrel les concedió con enorme unción; o de cómo el mismo Mr. Douglas Murrel organizó una serie de conferencias sobre historia que daría Mr. Herne, quien las dijo desde lo más alto del coche, siendo harto prolijo en sus explicaciones y comentarios al margen, obteniendo un gran éxito de público y también pecuniario. Pero aunque pudo haber momentos en los que el escudero no mostrase un comportamiento precisamente ejemplar, puede que, en términos generales, ambos hicieran mucho bien a distintos grupos de gente. Es verdad que en más de una ocasión hubieron de vérselas con la policía, cosa que, por sí misma, supone en ocasiones un rasgo de santidad; y no es menos cierto que se las vieron con otras gentes que no les fueron del todo propicias pues hacían gala de malas artes. Sin embargo, Herne, al final, quedó convencido de las bondades de semejante manera de atacar de raíz los males, que habían escogido. Como el más melancólico, y también como el más sabio de los hombres, tuvo muchas y largas charlas con su amigo. Nunca, en ellas, dejó de defender la figura de don Quijote y la necesidad de su regreso. Una fue especialmente memorable; ocurrió cuando se hallaban a la sombra de un árbol, por los altos caminos de Sussex.

—Dicen que vivo en otra época —dijo Herne—, que pertenezco al tiempo de don Quijote, que soy un soñador... Pero quienes así dicen parecen olvidar que llevan, por lo menos, tres siglos de retraso con respecto a mí, por lo que viven en los tiempos en que Cervantes soñaba a don Quijote. Viven aún en el Renacimiento; en lo que Cervantes consideraba, naturalmente, un Nuevo Nacimiento. Y yo les digo que un niño de trescientos años está ya a punto de ver concluir su vida. Por lo que es preciso que nazca otra vez.

—¿Y lo hará como un nuevo caballero andante medieval? —preguntó Murrel.

—¿Por qué no? —dijo Herne—. ¿Acaso el hombre del Renacimiento no nació como un griego antiguo? Cervantes pensó que el romance tocaba a su fin, que estaba herido de muerte, y que la razón podía por ello ocupar su lugar. Pero yo sostengo que en nuestro tiempo la razón es precisamente lo que toca a su fin, por lo que su vejez es menos respetable, razonablemente, que el viejo romance... Hemos de regresar a una manera de atacar más simple y directa. Lo que ahora necesitamos es alguien que crea en la existencia de los gigantes, y quiera derribarlos.

—Sí, alguien capaz de derribar los molinos de viento —apostilló Murrel.

—¿Ha considerado usted —preguntó Herne— el gran beneficio que hubiéramos obtenido todos si don Quijote llega a derribar efectivamente esos molinos de viento? Por lo que sé de la historia medieval, su error no fue otro que el de atacar a los molineros, realmente... El molinero era el hombre de la clase media de la Edad Media; ahí se inició, con el molinero, la mesocracia; los molinos supusieron el comienzo de las fábricas que han degradado la vida, que la han hecho gris. De modo que hasta Cervantes, en cierto modo, eligió un ejemplo paradójico, pues actuaba incluso en contra de sí mismo... Pero aún nos dio ejemplos mucho más significativos. Don Quijote liberó a un grupo de cautivos, de convictos. En nuestros días es más frecuente que quienes han sido arruinados por otros vayan a la cárcel y que los ladrones queden libres... No estoy seguro de que su aparente error fuese del todo una equivocación.

—¿No le parece —preguntó Murrel— que las cosas de la vida moderna son muy complicadas, por lo que no es posible tratarlas de una manera tan simple?

—Yo creo —respondió Herne— que las cosas de la vida moderna son tan complicadas que no se pueden tratar de ninguna manera, salvo de una manera simple.

Se levantó entonces y comenzó a pasear en redondo, con la soñadora energía propia de alguien de su tipo. Era como si quisiese aclarar sus ideas.

—¿No de da cuenta —dijo al fin— de que estamos hablando de un concepto moral? Toda la maquinaria social se ha vuelto tan inhumana que es perfectamente natural. Al convertirse así en una segunda naturaleza, resulta tan indiferente y cruel como la propia naturaleza. El caballero vuelve a los bosques. Pero acaba perdiéndose en las ruedas y en los engranajes, en vez de entre los árboles. Han creado un sistema social de muerte, y en una escala tan amplia, que quienes lo defienden ni saben ya cómo actúa, cuáles son sus mecanismos... Las cosas acaban siendo incalculables, de tanto calcularlas... Han atado a los hombres a herramientas tan grandes y poderosas que ya no saben sobre quién se descargan los golpes. Han justificado, en fin, las pesadillas de don Quijote. Los molinos de viento son, realmente, gigantes temibles.

—¿Y no hay un método eficaz para enfrentarse a esa realidad terrible que pinta usted? —preguntó Murrel.

—Sí, fue usted quien lo encontró —respondió Herne—. Usted no se preguntó por ningún sistema cuando vio a ese médico loco que estaba más loco que el propio loco al que pretendía encerrar... En realidad es usted quien dirige nuestros pasos, yo no hago más que seguirle... Usted no es Sancho Panza. Usted es don Quijote. Lo que dije en el estrado lo repito en el camino: usted es el único, entre todos esos caballeros, que ha vuelto a nacer... Usted es el caballero que ha regresado.

Douglas Murrel se avergonzó al escucharle. Aquel cumplido que recibía de Herne era lo único que podía obligarle a hablar de ciertos asuntos, a saber si escabrosos, porque, a despecho de sus bufonadas, había en él mucho más que la común reticencia propia de los de su casta.

—Mire, Herne —dijo—, usted no debe pensar eso de mí... Yo no soy, para esta escena, una especie de Galahad[60], aunque espero haber hecho lo necesario para ayudar al viejo doctor... Pero debo confesarle que lo hice, más que nada, porque me gustó mucho su hija... Bueno, en realidad me gustó muchísimo...

—¿Se lo dijo a ella? —preguntó Herne.

—No, no me atreví —respondió Murrel—. No lo hice precisamente porque la sabía agradecida...

—Mi querido Murrel —dijo Herne—, eso es toda una demostración de quijotismo.

Murrel se puso en pie de golpe y soltó una carcajada.

—Acaba de hacer usted el mejor chiste de los últimos trescientos años —dijo.

—No me lo parece —dijo Herne, pensativo—. ¿Cree usted que alguien puede hacer un chiste y no darse cuenta? Pero sigamos con los que estábamos... ¿No cree que debería haber una especie de estatuto sobre las limitaciones, que le permitiera a usted comenzar de nuevo? ¿No quiere que vayamos hacia... hacia el oeste otra vez?

Murrel se arreboló por completo.

—La verdad es que he evitado hasta ahora toda proximidad con ella, y creí que usted... que usted no quería...

—Sé a qué se refiere —lo interrumpió Herne—. Es verdad que no he podido mirar hacia el oeste, en los últimos tiempos, ni a través de una ventana... Incluso quería dar la espalda al viento del oeste y a los crepúsculos que se encienden como hierros candentes por el oeste... Pero es verdad que la calma le llega al hombre con el paso del tiempo, aunque eso no quiera decir que lo hace más alegre... No creo que sea capaz de volver a pisar esa casa, pero sí es verdad que me gustaría saber algo de... alguien.

—¡Bien, pues no se hable más y en marcha! —gritó Murrel—. Yo iré a esa casa y sabré darle las nuevas que precisa.

—¡La Abadía de Seawood! ¿Habla usted realmente de volver allí? —preguntó Herne con cierto aturdimiento.

—Claro —dijo Murrel—. Me parece que usted y yo tenemos que resolver un asunto parecido... Yo, aunque no sin algún esfuerzo, podría encontrar de paso la casa a la que quiero ir...

Fue el suyo un tácito, aunque quizás también taciturno, acuerdo. Y aconteció que, antes de que pudieran cambiar algunas palabras más, llegaron a las cercanías de aquello que habían dejado atrás y que tanto habían evitado ver: el sol de la tarde en los céspedes de la Abadía de Seawood, las agujas góticas destacándose entre los árboles...

No necesitaron la menor explicación cuando Michael Herne se detuvo y miró a su amigo, pues éste lo animó con una sonrisa. Murrel asintió de inmediato con la cabeza y siguió por el empinado sendero del bosque hasta entrar en el camino que conducía a la puerta principal. Los jardines estaban como cuando los dejaron; acaso más limpios y tranquilos, eso sí. El portón, sin embargo, estaba cerrado.

El Mono, como se habrá podido ver, no era precisamente un místico. Aquello, ver cerrado el portón que siempre estuvo abierto, lo afectó, sin embargo, como una emoción fúnebre, como un rapto de misticismo. Este elemento, a todas luces incongruente, aumentó en él a medida que se iba acercando a las grandes puertas; por primera vez en su vida hubo de llamar a ellas tocando la campana. Tenía la sensación de que soñaba, de que estaba a punto de despertarse abruptamente. Mas por muy extraños que fuesen sus presentimientos, no lo serían tanto como eso con lo que se topó.

Media hora después salió de allí para reunirse con su amigo. A medida que se acercaba a él, Herne supo que había ocurrido algo, un suceso perturbador. Murrel llegó al fin hasta él, tomó asiento en una piedra y dijo:

—Ha ocurrido algo realmente extraño... La Abadía de Seawood no ha quedado reducida a cenizas, por así decirlo, porque aún hay alguien ahí... Incluso es un lugar más hermoso que antes... Más cuidado... No es que la haya partido un rayo, ni en sentido físico ni en sentido metafórico, pero no estoy seguro... Una gran catástrofe, aunque benéfica, valga la paradoja, ha caído sobre ese lugar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó alarmado Herne.

—Que ahora es en verdad una abadía —respondió Murrel gravemente.

—¿Puede explicarse mejor? —dijo Herne con gran ansiedad.

—Quiero decir lo que digo, sin más... Es una abadía. He hablado con el abad... Me ha contado unas cuantas cosas, a pesar de su obligación de guardar silencio, porque conoce a muchos de quienes fueron nuestros amigos...

—Más que abadía puede que sea un monasterio —observó Herne—. ¿Y qué le ha dicho?

—Notas de sociedad, por así decirlo —respondió Murrel con tono melancólico—. Todo empezó con la muerte de lord Seawood, hace más o menos un año.

La propiedad pasó a manos de su... de su heredera... quien, al parecer, se ha hecho católica... Vamos, que se ha pasado al otro bando, como suele decirse. Y ha regalado la abadía, toda la vasta propiedad, en fin, al abad y a sus entusiastas hombres... Ella trabaja ahora como enfermera en una dependencia católica, o algo así, en los muelles de Limehouse, esa parte en la que los chinos estrangulan a sus hijas.

El pálido bibliotecario empalideció aún más, no obstante lo cual se volvió de golpe, para dar la espalda a la Abadía de Seawood, con la energía propia de un caballero andante.

—Me parece imposible —dijo—. Ahora las cosas cambian, porque, en esta extrañeza...

—Parece extraño —asintió Murrel— ir a Limehouse y preguntarle a un chino estrangulador por la honorable Rosamund Severne... Pero he de decirle, con el consentimiento del abad, que ella declaró no ser Rosamund Severne... Me parece que podrá dar usted con ella si pregunta por Miss Smith.

Aquella nueva pareció enloquecer al bibliotecario. Como si le hubiera tocado un rayo saltó la verja y echó a correr hacia un tronco de pino atravesado en el camino, que saltó para dirigirse en busca de Miss Smith.

Tardó más de tres meses en dar con ella. Su caminar había pasado de la cabriola alegre a una cosa mucho más trabajosa, que se enredaba en los laberínticos y barrios más bajos de Limehouse. Todo, sin embargo, concluyó una noche, cuando al pasar por una calle estrecha, bajo la luz de un farol de papel pintado, vio una especie de neblina de polvo, como los vapores de una droga de brujería. Un poco más allá de aquella especie de oscuro desfiladero que era la calle ardía otro farol, menos chino. Cuando Herne se acercó más vio que se trataba de una pesada jaula llena de cristales de colores y cuyo rudo armazón mostraba la imagen de san Francisco con un luminoso ángel rojo a sus espaldas. En cierto modo, aquella infantil transparencia parecía una contraseña, una señal, un símbolo de lo que alguna vez quiso hacer Herne a lo grande, o Miss Olive Ashley más modestamente. Aquella lámpara estaba encendida por dentro.

Tan grande era la sed, el ansia de colores que había tenido a lo largo de su vida, que sintió que esa sed se nutría como de un vaso de fuego merced a un signo tan trivial hallado en una calle sórdida, que apenas se sorprendió al verla vestida con un traje oscuro, que le colgaba recto del cuello a los pies. Aunque sus cabellos rojos aún parecían una corona excelsa.

Con esa rara presteza que en ocasiones demostraba, Herne expuso su impresión de la manera más llana:

—No sé si es usted una enfermera o una monja.

Ella sonrió.

—No creo que sepa usted mucho acerca de las monjas, pero en cualquier caso no debe creer que mi manera de vestir supone el fin de una historia... como la nuestra.

—¿De verdad? —preguntó él.

—Creo —respondió ella— que nunca dejé de creer que podía tener la fortuna de que usted volviera algún día, para buscarme y encontrarme —hizo una pausa y prosiguió—: No es preciso que recordemos aquel enfrentamiento... Mi padre no tenía tanta culpa como la que usted dijo, pero ni usted ni yo podemos juzgarle ya. Sí puedo decir que no fue él quien cometió el error del que surgieron otros muchos errores.

—Sé qué me quiere decir —respondió Herne—. Quizás me obsesioné buscando los aspectos morales de aquel conflicto. Da igual ya, en efecto; creo que no ha podido darse jamás algo tan noble como lo que ha hecho usted... Usted sí que es un personaje histórico, acaso el más grande. Alguien, seguramente culto, hasta podría decir algún día que fue usted una auténtica leyenda.

—Olive fue quien primero se dio cuenta de todo. Es mucho más aguda que yo, por eso pudo comprenderlo... Habló de un resplandor, de un brillo especial de la luna... Yo no pude hacer más que irme y pensar en lo que había dicho, aunque muy lentamente, estúpidamente... Me ha costado mucho esfuerzo pero al fin lo he comprendido.

—¿Quiere usted decir —habló Herne ahora muy despacio— que Miss Olive Ashley también... ha comprendido?

—Sí —dijo ella—; y lo más extraño es que a John Braintree no parece importarle... Muchos dirían que es un hombre extraño... Se han casado y están de acuerdo en todo... Me gustaría saber hasta qué punto fue bueno que la gente, en aquel tiempo tormentoso que vivimos, no estuviera de acuerdo en todo.

—Lo sé... Todo el mundo parece haberse casado... Eso me ha hecho sentir solo y perdido de un mes para acá.

—He oído decir que hasta el Mono se ha casado —dijo ella—. ¡Ni que fuera el fin del mundo! Pero de una cosa sí puede estar usted seguro, aunque muchos se reirían de esto: donde quiera que vuelvan los monjes, vuelve el matrimonio.

—Sí, fue a esa ciudad a orillas del mar y se casó con la hija del doctor Hendry —dijo Herne—. Nos separamos en silencio a las puertas de Seawood; él siguió rumbo al oeste y yo me vine al este... Vine a buscarla. Estoy solo. Muy solo.

—Querrá decir que estuvo solo —dijo ella sonriendo francamente mientras ambos avanzaban hasta encontrarse como se habían encontrado en el jardín mucho tiempo atrás: en un silencio lleno de pasión. En un silencio que él rompió para decir acaso torpemente:

—Quizás soy algo así como un hereje...

—Bueno, ya lo veremos —respondió ella con gesto apacible y gran condescendencia.

Los pensamientos de Herne volaron hasta aquella lejana y complicada conversación que había mantenido con Archer a propósito de los albigenses y de su conversión. Pareció atónito. Y ocurrió algo realmente asombroso en aquella angosta calle del farol encendido y coloreado que parecía una jaula: Michael Herne se echó a reír francamente, algo que jamás había hecho en toda su vida. Y hasta hizo un chiste, que seguramente nadie podría haber entendido, salvo él:

—Bien, pues yo proclamo... vit in matrimonium —dijo.

Notas

[60] Sir Galahad, el más noble de los caballeros de la Tabla Redonda. Este personaje es debido a Gualterio Map, en su Quest of the Grial (En busca del Grial). Sir Galahad, el caballero al que Map presenta como ideal, el único que consigue hallar el Grial. (N. del T.)

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