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Mártires: lo que hace el Amor

El día 28 de octubre del presente año del Señor de 2007 se va a celebrar en Roma una ceremonia que, seguramente, será digna de ver y de gozar. En ella se va a llevar a cabo la beatificación de 498 mártires, personas todas ellas que dieron su vida por una misma causa: por amar a Cristo y por no oponerse a ese amor. En Roma, ese día, bien podrá verse qué es lo que hace el Amor, con mayúsculas, pues mayúscula es la demostración de hasta dónde se puede llegar cumpliendo, efectivamente, el mandato divino de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, esas dos obligaciones morales que tenemos todos aquellos que, por nuestro bautismo y convencimiento nos hacemos llamar cristianos y nos dejamos constituir por la savia que nos infunde ser hijos de Dios.

Sabemos todos que la palabra mártir quiere decir, en esencia, testigo, el que da testimonio, y que, en concreto, viene referida a aquellas personas que, en la defensa de la fe, dan su vida (no sólo metafóricamente) por Jesucristo y, sobre todo, por todo lo que supone.

Sin embargo, existen muchas formas de permanecer en la realidad y de presentarse ante ella; muchas posibilidades hay de actuar de una forma o de otra; muchas las maneras de presentarse como cristiano y otras tantas las que hacen que el mundo sepa quien, verdaderamente, a la hora de la verdad, lo es y así actúa.

Se trata de hacer memoria, de traer aquí, ahora, la vida de esos 498 hermanos en la fe que, en aquellos terribles años de la década de los treinta del siglo pasado, se encontraron con la muerte de una forma, digamos, anticipada, provocada mientras, en sus vidas, se hacía, llevaba, transmitía, la Palabra de Dios de las más diversas formas, en ejercicio de los talentos que el Creador les dio.

Sin embargo, como bien dice el mensaje de la LXXXIX Asamblea Plenaria de la CEE titulado «Vosotros sois la luz del mundo» (del evangelio de Mateo 5,14), emitido con motivo de esa beatificación de la que hablamos, «los mártires están por encima de las trágicas circunstancias que los han llevado a la muerte». Y esto es, en nuestro modesto entender, lo que, verdaderamente, importa; lo que hace de sus existencias algo tan, digamos, especial, y que sirve de ejemplo para los demás; algo que es necesario imitar.

Y es que esto es lo que hace el Amor, como se ha dicho ya aquí; el ejercicio, efectivo, del verdadero sentido de la Pasión de Cristo: perdón a aquellos que lo maltratan, demanda de la misericordia de Dios para aquellos que lo injurian porque, en Verdad, no saben lo que hacen. Y esto, que fue la voluntad de Dios, reclamado su cumplimiento por parte de Jesús en Gethsemaní, es lo que hizo el Maestro y por eso dio su vida. Esto es lo que, ahora, entonces, hicieron sus discípulos, porque el discípulo no ha de ser más que el maestro...pero tampoco menos. De ahí lo de la necesaria imitación de esas conductas, de la conducta del Hijo de Dios.

Porque el martirio, esa forma tan digna de comportarse si se hace de forma correcta, si se corresponde al odio con amor, cumple con aquello que dijo el profeta Isaías y que no es otra cosa que «si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días,

y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él» (53, 10) Tal es así, que la sangre derramada por aquellas personas (religiosos y laicos) agranda, cada día, el número de personas que admiran sus actos y, así, sólo la eternidad será el destino de los pensamientos de todos los que estimamos por bueno lo que hicieron y, además, Dios, lo que quiere, no deja de llenarnos el corazón con el ansia de traer su recuerdo y con el gozo de tener esa clase de hermanos en la fe.

Porque el testimonio de aquellas personas que perdieron su vida para ganarla nos sirve a los que, ahora mismo, en estos días de desmemoria de Dios y de abandono de su Palabra, podemos reforzar nuestra forma de ser para querer seguir las huellas que dejaron, en el camino de sus vidas, una estela de luz que ilumine la nuestra, una esperanza (esa virtud que es la última que se pierde) que, a lo largo del tiempo, ha ido tejiendo, en la vida de la Santa Madre Iglesia, un vestido de corazón blando que surge del interior del ser que es templo del Espíritu Santo y que, desde él, promete disfrutar de las praderas del Reino definitivo de Dios.

Y todo esto, aunque pueda parecer extraño a mucha gente, este sacrificio y aquella muerte, supone «una hora de gracia para la Iglesia que peregrina en España y para toda la sociedad». Esto lo han dicho en ese «Vosotros sois la luz del mundo» ya citado. Y es claro que es un don de Dios para con nosotros, los creyentes, los que sabemos que ellos, los 498, uno a uno, corazón a corazón, son una fiesta que hemos de tener siempre presente.

Pero no sólo para los que nos decimos hijos de Dios sino para todos aquellos que no considerándose así pueden ver, en aquellos lejanos (en el tiempo pero no en el espíritu) años que un número considerable de personas (cada una de ellas vale todo para Dios) derramaron su sangre, santa, para que el nombre de Jesucristo no fuera mancillado, para que se supiera que no daban todo para nada sino, al contrario, la humildad, el entregarse, ser nada para el hombre, para todo, para Dios.

Encabeza el mensaje citado aquí, sobre los mártires, un texto de Benedicto XVI en que se dice que «atraídos por el ejemplo de Jesús y sostenidos por su amor, muchos cristianos, ya en los orígenes de la iglesia, testimoniaron su fe con el derramamiento de su sangre. Tras los primeros mártires han seguido otros a lo largo de los siglos hasta nuestros días».

Eso es lo que, para nosotros, ha de resultar importante, a destacar, a tener en cuenta: aún, hoy día, existen personas que dan su vida por Jesucristo y por todo lo que representa. Últimamente han sido cuatro en Irak (Padre Ragheed Ganni y Basman Yousef Daoud, Ghasan Bidawid y Wadid Hanna, sacerdote y subdiáconos) de los que tengamos conocimiento, claro, pues seguramente serán más los mártires de los que sólo Dios sabrá de sus actos y la manifestación exacta de fe.

¡Qué gozo saber que aún haya quien interceda por nosotros ante Dios!

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