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La nueva tiranía (y IV)
A diferencia de otras formas de tiranía más rudimentarias y ásperas, que sólo ofrecían a sus súbditos —a cambio de pasarlos por la trituradora— vagas entelequias irrealizables o delirantes (que si la dictadura del proletariado, que si pomposas ensoñaciones imperiales), la nueva tiranía ha entendido que necesita brindarles una anestesia de efectos inmediatos que sofoque cualquier posibilidad de rebelión. Hemos visto en artículos anteriores cómo esos 'hombres nuevos' desvinculados, sin sentido de pertenencia, extirpados de su espíritu, náufragos en un mundo sin cimientos ni asideros, sienten la nostalgia de una vida superior, sienten la amputación que la nueva tiranía les ha infligido como un vacío que de vez en cuando emite un dolor sordo, un dolor que a falta de antídoto puede convertirse en desquiciante y desgarrador. La multiplicación en progresión geométrica de trastornos mentales y demás enfermedades del alma que se ha producido en las últimas décadas (trastornos que afectan a personas de cualquier edad y condición) constituye una expresión contundente de ese dolor; también el crecimiento de los suicidios, elevados ya al rango de una de las principales causas de mortandad en el seno de las sociedades modernas.
La nueva tiranía no puede consolar a sus súbditos con visiones de un futuro promisorio, puesto que previamente los ha despojado del espíritu, que es tanto como privarlos de fe en el futuro. A una sociedad escéptica, materialista, configurada como una 'suma de egoísmos', que descree del porvenir (y así se explica, por ejemplo, el estancamiento demográfico que ensombrece Occidente, y su incapacidad para defender los valores que fundaron su idiosincrasia) ya no se la puede engatusar con vagas remisiones a un horizonte de grandeza, como hacían las tiranías antañonas; hace falta procurarle paraísos terrenales que la mantengan dócil y adormecida, voluptuosamente entregada a deleites que favorezcan su ensimismamiento. La nueva tiranía sabe que los hombres, cuando reniegan de otras aspiraciones más elevadas, devienen caprichosos y compulsivos, necesitan acallar el hastío de seguir viviendo mediante lenitivos de efecto inmediato, una metadona incesante que les permita acallar su dolor también incesante. Esa metadona que la nueva tiranía administra con generosidad entre sus súbditos se llama dinero; y con esa metadona es posible construir ese paraíso terrenal de consumismo y hedonismo a granel que la nueva tiranía desea instaurar, un reino de satisfacciones inmediatas donde cualquier capricho o apetencia es inmediatamente atendido, inmediatamente renovado, inmediatamente convertido en adicción. La prosperidad económica —una prosperidad orgiástica, capaz de atender cualquier veleidad, capaz de convertir cualquier veleidad en razón constitutiva de una vida sin otros alicientes que la pura bulimia de poseer, la pura ansiedad de mantenernos ahítos— es la gran novedad de esta tiranía contemporánea, el broche de oro que garantiza su permanencia, la coraza que la hace menos vulnerable que cualquier otra forma de tiranía anterior.
La prosa periodística suele decir que los centros comerciales son «las catedrales de nuestro tiempo». Bajo esta acuñación, de apariencia tan tontorrona, se esconde una verdad tenebrosa y amedrentadora: el consuelo que los hombres de otras épocas buscaban en el espíritu lo hallan ahora en el trasiego de la tarjeta de crédito. Sólo que, mientras aquel consuelo expandía las posibilidades humanas, éste las empequeñece y aprisiona, hasta convertirnos en gurruños de aburrida carne que se refocilan en deleites puramente materiales. Así nos quiere la nueva tiranía: cerdos satisfechos hozando en la pocilga del consumismo y del hedonismo, felices de su condición porcina, dispuestos a defender esa condición con uñas y dientes ante cualquier amenaza subversiva.
Alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan quizá se pregunte: «Y bien, ¿quién es el tirano que sostiene la tiranía aquí descrita? ¿Hemos de entender que se trata de tal o cual facción política, tal o cual organismo estatal o supraestatal, tal o cual estructura de poder mediático o empresarial?». Yo les respondería que el Tirano al que me refiero abarca tales instancias y otras muchas; es multiforme y adquiere apariencias muy diversas en su unánime, inquebrantable, insomne designio de destruir al hombre. ¿Adivinan ya su nombre?
Del director
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