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La denostada familia

Dice Juan Pablo II Magno, en la Encíclica Centesimus Annus que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia», porque, además, «las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (46)

Siempre se ha dicho que la familia es esa «célula» de la sociedad que hace a esa misma sociedad, pues es lo básico; lo que, desde el mínimo grupo, le da forma, la constituye y la vertebra.

Benedicto XVI, en un Discurso pronunciado el 25 de agosto de 2005 ante el nuevo Embajador de la República del Paraguay ante la Santa Sede dice, claramente, que «la Iglesia proclama y defiende sin cesar los derechos fundamentales, y se esfuerza por lograr que se reconozcan los derechos de toda persona humana /.../ a la protección a la familia»

Siempre se ha dicho, aunque no sea por todos y aunque sea de palabra, que, por eso, la protección que se le debía, a la familia, era de tal calibre que, en realidad, debería ser lo más importante y destacado de la labor legislativa de aquellos que tienen, entre sus manos, el devenir de nuestra patria España.

Siempre se ha dicho, y así se nos ha enseñado, que en el seno de la familia se aprenden las elementos básicos de un comportamiento social que nos ha de servir para conducirnos a lo largo de nuestra vida y que, por eso, era tan importante reconocer, en ella, un ámbito necesario en que desarrollarnos como personas.

Sin embargo, al parecer, a aquellas personas, citadas antes, y que tienen el encargo de nuestra parte, de carácter explícito, de ocuparse de la familia, no da la impresión de que les preocupe mucho este tema. Es más, la preocupación de éstas no va, precisamente, por el camino de la protección sino de la preterición, del simple y oprobioso olvido, de la manipulación, por ejemplo, de la realidad misma del matrimonio, pervirtiendo, desde su misma base, el sentido de lo que es el origen exacto de la institución familiar.

Según la Instrucción Pastoral «Orientaciones morales ante la situación actual de España», que surgió a raíz la de la LXXXVIII Asamblea Plenaria De La Conferencia Episcopal Española, «el laicismo va configurando una sociedad que, en sus elementos sociales y públicos, se enfrenta con los valores más fundamentales de nuestra cultura, deja sin raíces a instituciones tan fundamentales como el matrimonio y la familia...» (17)

Juan Pablo II Magno, en su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem dice que «la descripción «bíblica» habla, por consiguiente, de la institución del matrimonio por parte de Dios en el contexto de la creación del hombre y de la mujer, como condición indispensable para la transmisión de la vida a las nuevas generaciones de los hombres, a la que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados» (6)

Siempre se ha reconocido, en el matrimonio, el eje que vincula la vida de las personas con la sociedad, y a los frutos (cuando los haya) de ese matrimonio como lo que, en sí, es una familia, como la expresión de una primera comunión, expresión de la relación social básica.

Por eso, cuando se ataca a la familia de tal manera que se pretende destruir la misma concepción del matrimonio (en sí heterosexual) favoreciendo el denominado (inexistente) matrimonio homosexual, se está denostando y, por lo tanto, agraviando e injuriando a esta institución elemental de la sociedad; cuando se establecen, según dice, en su punto 80 la Instrucción Pastoral, surgida en la LXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española titulada La Familia, Santuario de la Vida y Esperanza de la Sociedad, esos «nuevos y alternativos modelos de familia /../ que rechazan el matrimonio como fundamento, la indisolubilidad del mismo o la diferenciación sexual que implica» lo que se hace es tergiversar y falsear, contaminando el pensar de los individuos que constituyen la sociedad, la realidad.

De todo esto se infiere una perdida del sentido sagrado del matrimonio (punto 88 de la supracitada Instrucción sobre la Familia) lo que ayuda, también, al laicismo imperante a difundir su ideología de abandono de Dios por parte del poder y la irradiación de esta idea transversal al resto de la sociedad, minusvalorando el original sentido de la familia y del matrimonio como creador de esa familia.

Si a esto añadimos la legislación divorcista, contraria a la convivencia (pues fomenta una ruptura rápida de lo que podría solucionarse de otra forma no tan drástica lo que, además, manifiesta un pensamiento débil al sucumbir al mínimo embate del convivir) nos encontramos ante un panorama bastante desolador: una familia rota desde su propio origen, un matrimonio al que se le ha desposeído de su ser.

Juan Pablo II Magno dice aquello de la democracia sin valores. Sin embargo, el caso es que no nos encontramos ante una democracia sin valores, como si estuviera vacío el recipiente espiritual de los mismos sino ante un sistema político que pone, por valores, lo que no son sino perversiones de su sentir, manifestaciones de su visión torcida de la vida y que trata, y es posible que lo consiga, que comulguemos con esas ruedas de molino.

Y, claro, la comunión es otra cosa muy distinta y no la continua disociación propuesta, impuesta, resueltamente tendente a desvertebrar lo que, siglo tras siglo, se ha demostrado como bueno, porque «vio que era muy bueno».

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