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La batalla del clima

Lo que existe es otra deriva de la batalla ideológica y moral entre la izquierda y la derecha

Aparentemente, el tema es el calentamiento global, pero el asunto es mucho más profundo. Se trata de otra modalidad del combate casi cósmico que colectivistas e individualistas sostienen desde hace al menos dos siglos.

Los colectivistas —en este caso, los que velan por los intereses de la colectividad— suponen que debido a las actividades industriales y a la combustión de residuos fósiles, la temperatura del planeta subirá varios grados y ello traerá consecuencias catastróficas: deshielo en los polos, inundaciones en las costas, desaparición de especies y aumento de la desertización de grandes zonas del planeta.

Los individualistas, por su parte, afirman que las predicciones climatológicas están más cerca de la brujería que de la Ciencia.

Hace pocas fechas, por ejemplo, Álvaro Vargas Llosa recordaba con sorna que hace tres décadas el terror prevaleciente era el inevitable inicio de una era de frío glacial que nos congelaría los huesos, mientras George F. Will se preguntaba si era mejor la Groenlandia helada e inhóspita de nuestro tiempo o la más caliente y hospitalaria que encontraron los vikingos hace un milenio, y en la que asentaron poblados y cultivaron viñedos.

Por otra parte, los habitantes del Caribe y del sur de la Florida, que resignadamente se prepararon para recibir los veinte ciclones feroces que le auguraron los meterólogos esta temporada, se vieron felizmente defraudados: no llegó ninguno.

Tras el debate escasamente científico, pues se basa en conjeturas inteligentes o en dudosas probabilidades estadísticas y no en relaciones comprobadas de causa y efecto, lo que existe es otra deriva de la batalla ideológica y moral entre la izquierda y la derecha, o, de una manera más amplia, entre quienes defienden a la sociedad en abstracto (la Humanidad, suelen escribir con mayúscula), y quienes centran su discurso en la protección de los seres humanos de carne y hueso.

Por eso no es nada sorprendente que en las filas del colectivismo ambientalista, las de los verdes, se den cita los socialistas de todo pelaje, los comunistas sobrevivientes del derribo del Muro de Berlín, aún con las huellas de los escombros ideológicos sobre las vestiduras encaladas, y, en general, todos los miembros de la alegre, vasta e ilusionada familia de los progres, mientras en el bando opuesto, en el de los individualistas, comparecen los liberales (en el sentido europeo y latinoamericano de la palabra), mucho más interesados en los derechos de las personas de aquí y de ahora que en el impredecible destino de las generaciones futuras.

Naturalmente, a los colectivistas no les disgusta que el debate sea reducido a estos términos morales. Se sienten gloriosos y felices luchando, supuestamente, por la supervivencia de la especie, mientras sus adversarios son expuestos como una pandilla desalmada de gentes egoístas que sólo procuran alcanzar su propio beneficio sin importarles el daño causado a los demás mortales, cuya cabeza más notable y repugnante es George W. Bush, el abominable presidente que no quiere firmar el Tratado de Kioto.

Los colectivistas, además, sienten que son mayoría, persuadidos de que la nobleza de la causa que defienden es muy atractiva: ¿a quién no le gusta colocarse en el bando de los heroicos y sacrificados buenos (los españoles exploran cada vez con mayor sagacidad el fenómeno psicológico del buenismo)?

Sólo que este enfoque les plantea un problema moral tremendo a los colectivistas-ambientalistas: si ellos no sólo representan a la mayoría, sino, además, están guiados por una fuerte pulsión ética, ¿por qué no comienzan a dar el ejemplo comportándose como seres verdaderamente preocupados por el futuro del planeta? ¿Por qué no renuncian a todos sus automóviles y se desplazan sólo en transporte público para así poder ahorrar gasolina? ¿Por qué no reducen drásticamente el consumo de agua, lavan sus ropas con menos frecuencia, rechazan los alimentos transgénicos, cesan de comprar ropas o aparatos innecesarios, denuncian los paraísos turísticos que destrozan las playas y litorales, sustituyen la electricidad convencional de sus casas por energía eólica, protegen los bosques no comprando libros ni diarios que se pueden leer en Internet, con lo que se salvarían millones de árboles? ¿Por qué no deciden, asimismo, deshacerse de sus animales domésticos, cuyas deyecciones, casi siempre dejadas a la intemperie, liberan una cantidad tremenda de gas metano que contribuye al calentamiento atmosférico? O sea: ¿Por qué no viven como colectivistas-ambientalistas en lugar de limitarse a pronunciar el discurso retórico?

Lo que quiero decir es que uno espera coherencia moral de quienes esgrimen argumentos morales. Si esa mayoría de progres colectivistas viviera voluntariamente como desea que toda la sociedad viva obligatoriamente, se podría comprobar en muy poco tiempo si sus teorías son ciertas, mientras adquirirían una incontestable legitimidad para establecer sus demandas.

A mí, por ejemplo, me encantan los amish que recorren en carreta todos los caminos de Pennsylvania y reproducen el mundo dulcemente rural del siglo XVIII. Por las razones que sean (casi todas religiosas) los amish odian tanto el progreso como el consumo. Cuando la vasta familia de los verdes viva como los amish comenzaré a respetarlos. A lo mejor, hasta voto por ellos.

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