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Expropiaciones forzosas (El Barça existe, la Iglesia existe)
Hay dos frases hechas que circulan como verdades asentadas en el debate político de muchos países occidentales. Por supuesto, no son las únicas bobadas que se dicen, pero cierto manifiesto con motivo del vigésimo octavo aniversario de la Constitución ha traído de vuelta esas dos memeces a los diarios y tertulias de este país. Me refiero al énfasis en la «necesaria separación de la Iglesia y del Estado» y a lo de que «los católicos no deben imponer sus creencias a la sociedad». Hace ya dos años largos, un artículo del New Cork Times decía que se trataba de dos afirmaciones deshonestas y, además, peligrosas. Estoy totalmente de acuerdo, porque, para empezar, aquí —que yo sepa— nadie ataca la «necesaria separación de la Iglesia y del Estado»: ni el Vaticano, que la defiende; ni la Conferencia Episcopal, que la defiende; ni ninguno de los partidos con representación parlamentaria (quizá haya alguno marginal, que desconozco, pero no en el Parlamento). Entonces, ¿qué sentido tiene insistir en una verdad asentada, que todo el mundo acepta? El único que se me ocurre consiste, y de ahí que se trate de una estratagema deshonesta, en pretender que cualquier manifestación pública de lo religioso supone un atentado contra esa separación. Una estupidez idéntica a la de quien reclamara la necesaria separación Barça-Estado cada vez que a Zapatero —o al presidente de la Generalitat— se le ocurriera acudir al palco del Camp Nou. ¿Estamos tontos o sólo lo parecemos? Resulta evidente la separación Barça-Estado, pero el Barça existe y tiene muchos socios. De ahí que el equipo, como es lógico, celebre sus triunfos en la calle e incluso en el balcón de la Generalitat. Faltaría más. Sería ridículo que, por ese motivo, los del Español reclamaran un silencio que respetara sus colores, como algunos pretenden al llegar la Navidad, la Semana Santa o cualquier otra celebración religiosa. Pero quizá resulte más deshonesta y mucho más peligrosa la otra afirmación: esa de que «los católicos no deben imponer sus creencias a la sociedad». Desde luego, no lo hacen. Tampoco deben hacerlo y tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI se han ocupado de recordar que «la verdad se propone, no se impone». Ocurre que, en el fondo, lo que se pretende negar con la frase de marras es que los católicos puedan «proponer» sus creencias o convicciones y esto, sencillamente, es antidemocrático. Por supuesto que los católicos tienen derecho a proponer sus convicciones. Y además, los gobernantes deberán dar respuestas políticas a esas propuestas, como ya escribió hace tiempo Alfredo Cruz, y no meras respuestas ideológicas que las acallen como ilegítimas comparecientes en el debate público por tratarse de convicciones religiosas.
Cualquier simple puede contradecir una argumentación antiabortista, por ejemplo, diciendo que se trata de una opinión apoyada en una creencia y que las creencias no se pueden imponer a los demás. Con este sencillo procedimiento, se le niega presencia política al argumento —que a menudo no se fundamenta en razonamientos religiosos—, se rebaja el debate hasta banalizarlo, y se confina a los católicos —por muchas razones que tengan— al ostracismo. Al final, como la ética pública es un bien cada vez más demandado, se termina en lo peor: el Estado la expropia y, de paso, expropia también la conciencia de los ciudadanos. Decide autoritativamente qué es bueno y qué es malo, compendiado en una nueva asignatura que los hijos de todo vecino tendrán que asumir porque el gobierno de turno lo quiere. Un camino fácil para el autoritarismo, porque a los políticos sólo se les podrá juzgar en función de los valores que el propio gobierno ha establecido.
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