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Unas cifras clarificadoras
El pasado 14 de febrero, la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis presentó un informe en el que se dejaba, meridianamente claro, cuál es la opción que los padres de los alumnos en edad escolar eligen en lo referido a enseñanza religiosa y moral. Casualmente no es la que se promulga desde las esferas del poder sino todo lo contrario.
Muchas normas, convenios, acuerdos y otras disquisiciones recogen este derecho de los padres. Por ejemplo, además del artículo 27. 3 de la Constitución Española en vigor, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Asamblea General de las Naciones Unidas), de 1948; el Protocolo Adicional al Convenio para la Protección de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales, de 1952; la Convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza, de 1962; los Pactos Internacionales de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Derechos Civiles y Políticos, ambos ratificados por España en 1977.
Además, y abundando en esto, el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, ratificado por España en 1979 así como, en el mismo año ratificado, la Convención Europea par la salvaguardia de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales; el Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, de 1979; la Ley Orgánica de la Libertad Religiosa, de 1980 y, por ir acabando, la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo, de 1990, que fue, por cierto, el principio del final que, entonces, y ahora, se desea para esta materia.
Seguramente existirán más. Sin embargo, aquí no se trata de hacer una mera relación de normas y de artículos en los que se contempla este derecho fundamental, pues la formación moral y religiosa lo es, sin sacar de ello más sentido que la expresión de eso. Esto, además, implica que España, como nación organizada, se ha sentir vinculada y su gobierno también, aunque sea por simple seguridad jurídica, a cumplir lo que se firmó o ratificó. Toda esta retahíla sirve para apoyar una reflexión que resulta más importante: ¿Por qué esa discriminación, por parte del Ejecutivo, a esa enseñanza?, ¿qué les da miedo de su contenido?
Y esto, creo, es lo que importa.
Dice la Declaración Dignitatis Humanae (Concilio Vaticano II), concretamente, en su punto 2, que «todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y, por tanto, enaltecidos por la responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión». Y quizá sea, en esto, en esa búsqueda de la Verdad, donde se encuentre el quid de la cuestión.
Esa obligación moral, es decir, ese deber de tratar de llegar al conocimiento de la Verdad (cosa que es, evidentemente, harto difícil pero mucho más si no se intenta) es lo que, al fin y al cabo, pone nervioso a quien, desde una política de pensamiento único, trata de que todo aquello que llega a sus manos no difiera de esa sutil, aunque a veces no tanto, manera de controlar las mentes de los que aprenden.
Es evidente, por lo tanto, que arrinconar, facilitando otro tipo de salida, digamos, «mejor o más aceptable» a aquellos que, al fin y al cabo, reciben la instrucción, a la asignatura de religión católica, en el cajón de lo posible es hacer caso omiso a todas las normas vigentes; es, por decirlo claramente, la manifestación clara de dirigismo torticero ya que se manipula el derecho al ejercicio de esa libertad, por parte de los padres, cuando se discrimina, claramente, una enseñanza frente a otra (y esto en el caso de que la opción alternativa sea, verdaderamente, algo equiparable)
Y por esto, volviendo a la razón intrínseca de medidas como las que se toman, no se puede permitir que se enseñe a los alumnos, han de pensar, que estén en disposición de esto, que existe un derecho que está por encima del derecho de los hombres, y que ese derecho establece determinados comportamientos que no van, precisamente, a favor del modo de vivir actual; que existen razones por las cuales no es aceptable el aborto, ni la manipulación genética, ni la dominación de unos, como sea, sobre otros, ni el acecho a los que no piensan como el que gobierna, ni el abuso de poder, ni la pena de muerte que supone, al fin y al cabo, la eutanasia, ni, ni, ni..., y que estas razones tienen un fundamento que no pueden controlar porque es eterno, ese fundamento, y no reside en sus manos mortales y de aliento fugaz que no torna (salmo 78, 39)
Además si lo que se pretende enseñar es a compartir, en una sociedad donde se tienden a acaparar y a despreciar al que no tiene; reconocer la dignidad intrínseca de la persona desde su concepción mientras que ya sabemos que se pretende hacer lo contrario; explicar qué es eso de la justicia frente al uso del poder en interés propio; dar a entender por qué se ha de tener sensibilidad antes situaciones dolorosas en vez de huir del dolor como si no existiera, escondiéndolo como algo únicamente perverso sin ver el fruto espiritual que se puede obtener de él; en fin, si lo que se pretende en la denominada asignatura de religión católica es difundir, transmitir, enseñar, una serie de valores que, en sí mismos considerados, son positivos y conducen a una comprensión del mundo más aceptable que la mera vivencia en él como individuos sin comunicación alguna con otros; es decir, si no se difunde el verdadero sentido cristiano de la comunidad que tiene carácter eminentemente transversal, lo que se hace es, al contrario y por otro lado, establecer una subjetividad que aniquila toda posibilidad de sentir, realmente, la Verdad.
Aquellas cifras que presentaba la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis son, por ellas mismas, clarificadoras: «el 77% del total de los alumnos de la escuela española, tanto pública como privada concertada o no concertada, están recibiendo formación religiosa católica» dice el texto. Teniendo en cuenta que esto sólo es posible tras una previa elección de los padres, fácil es deducir la voluntad de éstos.
De esto, de esa elección obligatoria, también habría que decir algo ya que, año tras año, los padres han de manifestar que, como esperando que abandonen por aburrimiento, quieren que sus hijos reciban la enseñanza de religión católica. Claramente es un intento de que, por diversas razones, descienda el número de alumnos que reciben esta enseñanza religiosa y moral. Sin embargo, el descenso es tan ínfimo (0'4%, en general para este curso 2006-2007) que no parece que, tras años de aplicación de este subterfugio intimidatorio, se hayan salido con la suya los aplicadores de tal engendro. ¿Qué pasaría si, año tras año, se propusiera, a los padres, si sus hijos han de recibir, por ejemplo, enseñanza de inglés o de matemáticas? cuando es evidente que, por el carácter que tiene, especialmente extensible sus efectos a toda la persona, la enseñanza de religión católica es, en sí misma, bastante más importante que muchas asignaturas que se reciben ya que, por ejemplo, siempre será posible que una persona se sienta incapaz de malversar, es un decir, fondos públicos, si tiene bien aprendido que eso no se ha de hacer por el fondo espiritual que ha adquirido aunque sí sepa hacerlo por el aprendizaje de, es otro decir, la contabilidad o la matemática.
De todo esto dicho ha de venir, seguramente, la discriminación, clara, contundente, peligrosa, que desde el Ejecutivo, se está llevando a cabo para que la enseñanza de religión católica sea lo más minusvalorada posible; su importancia lo más capitidisminuida posible; su recepción, por parte de los alumnos, lo más olvidable posible; el seguimiento curricular lo más ínfimo posible; la aceptación escolar lo más lamentablemente posible; su estima lo más baja posible.
De todo esto dicho ha de provenir, seguramente, el miedo atroz que se le tiene al contenido, intrínseco, de esta asignatura: RELIGIÓN CATÓLICA, que produce pavor tan sólo con pronunciarla, pensarán. Viejos resabios laicistas que vuelven a emerger porque, seguramente, nunca estuvieron del todo ocultos; viejas intenciones desaparicionistas (si se puede decir así) que tanto éxito tuvieron en un pasado y que se pretenden recuperar, con expulsiones y confiscaciones a la cabeza; pensamientos (es un decir, claro) arraigados en tiempos muy pasados que quieren, eso sí, traer a nuestros días el guillotineo, por ahora, de cifras: que ese 77% se quede, como mucho, en un 7'7%; algo prescindible e incompatible con las matemáticas, oiga.
Y es que los sueños de la razón también producen, aquí, monstruos, como dijo aquel.
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