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Ni clericalismo ni laicismo: entenderse (I)

El vocablo laico designa al fiel cristiano que, por su bautismo, forma parte de la Iglesia. Cristo llamó a todos por igual cuando nos invitó sin distinción a ser «perfectos como mi Padre celestial es perfecto». Los laicos siempre fueron plenamente Iglesia, aunque en algunos momentos pasaron a una especie de oscura segunda fila. En los Hechos de los Apóstoles —sin emplear todavía la palabra laico— se lee que todos los fieles eran un solo corazón y una sola alma. La conocidísima Carta a Diogneto (siglo II) habla de esos fieles como de unos ciudadanos a los que nada distingue de los demás sino un tenor de vida admirable. Una obra del siglo III dice: «Escuchad por tanto vosotros, oh laicos, [que sois] la Iglesia elegida de Dios». Nadie dudaba que fueran Iglesia, es decir, el conjunto de seguidores de Cristo y, a la vez, su cuerpo místico, articulado por el sacerdocio común de los fieles laicos y el sacerdocio ministerial, que se requieren mutuamente.

De ese sacerdocio común de los fieles se lee en la primera epístola de san Pedro: «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia». Recuerdo que oí a san Josemaría leer con emoción y pausadamente esas palabras, que él mismo había hecho escribir en piedra. Luego, mirando despacio al reducido grupo del personas que le escuchábamos —laicos—, afirmó: «¡Eso sois vosotros!».

Pero después de los primeros siglos, por diversas vicisitudes históricas, muy unidas al poder temporal de algunos miembros de la jerarquía y por otras circunstancias que sería largo de recopilar, el laico cristiano se ensombrece y hasta surge lo que podríamos llamar un laicismo de algunos reyes cristianos. El culmen de ambas posturas podría sintetizarse en dos frases: Jean de París afirma que el Príncipe puede excomulgar al Papa. Por otro lado, se dice que la autoridad temporal ha de someterse a la espiritual. Quizá sea la cumbre de un clericalismo, que hay que juzgar en su momento histórico y que —como bien decía hace años una revista italiana— «è duro a morire», se resiste a morir, pero no será el fundamentalismo laicista actual quien ponga las cosas en su sitio. Este laicismo hunde sus raíces en la negación de Dios o en un relativismo que afirma la imposibilidad de conocerlo y, en consecuencia, mantiene que todas las religiones son un puro factor cultural relativo a cada momento histórico e inválidas para aportar verdades absolutas. La revelación cristina carecería, pues, de valor real. Esto equivale a negar la esencia del cristianismo y, por tanto, su derecho a vivir influyendo en la vida de las personas o de la sociedad. Este laicismo es ya muy distinto del que sencillamente quería someter la Iglesia al poder temporal. También porque, perdido el Creador, se diluye la criatura.

Pero, igualmente, el clericalismo ha presentado caras diversas: desde esa difuminación del laico en la vida de la Iglesia —que llevaría, por ejemplo, al Decreto de Graciano a distinguir dos categorías de cristianos— hasta el deseo de someter al poder temporal o el empeño por coartar la libertad de los católicos mediante partidos únicos confesionales. Hay otro modo de ser clerical: el afán de encerrar al laico cristiano en cenáculos eclesiásticos, sin valorar la índole secular de los mismos, que se encuentra, sin duda, en el hecho de llevar a Cristo —con su vida personal— a la familia, el mundo laboral o al del ocio. Con respeto a la libertad de los demás, como la respetó el mismo Cristo. Toda la Iglesia tiene una dimensión secular porque siempre dice relación al mundo, pero «en particular, la participación de los laicos —escribió Juan Pablo II en Christifideles laici — tiene una modalidad propia de actuación y de función que, según el Concilio, es propia y peculiar suya. Tal modalidad se designa con la expresión índole secular». Esta característica, dirá el teólogo Illanes, indica carácter de condición específica, rasgo definitorio, factor cualificador y determinante de la vocación y misión del laico cristiano.

El Concilio Vaticano II contribuyó poderosamente a devolver la luz a estas verdades proclamando que todos los cristianos están llamados por igual a la santidad, a la identificación con Cristo. Aunque la Iglesia sea jerárquica, la dignidad de cada miembro de este Pueblo de Dios es la misma. Hay en la Iglesia una igualdad radical y una desigualdad funcional. Esto evita el clericalismo ad intra de la Iglesia, pero también ad extra: cada cristiano ha de actuar libre y responsablemente en la sociedad. Y ahí manifiesta su fe de modo coherente y como le parezca oportuno. Ahí, cada católico ha de procurar vivir rectamente, lo que comporta también vivir junto a los demás que no piensan como él. A la vez, los que opinan de modo diverso, si entienden de verdad la democracia como participación de todos, no deberán excluir al católico.

Esta doctrina, que es tan buen auxiliar de la convivencia, tiene sus precursores, de los que yo no puedo dejar de citar al fundador del Opus Dei, al que Juan Pablo II llamó el santo de lo ordinario. Amó la libertad dentro y fuera de la Iglesia hasta límites heroicos; se declaraba anticlerical ; siendo sacerdote, tenía una clarividente mentalidad laical; vibraba con el trabajo bien hecho, con profesionalidad, por lo que dijo de él Cornelio Fabro que la suya era una «espiritualità totale del lavoro totale»; evitó la confesionalidad, para que los católicos no se apoyasen en la Iglesia con fines oportunistas; llevó desde 1928 la santidad a la calle; desde 1930, hablaba de la presencia santificadora de la mujer en todas las tareas humanas, cuando apenas ellas estaban presentes en ninguna. En 1930, escribía: «nos ha llamado [Dios] a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás —''providentes, non coacte, sed spontanee secundum Deum'' (I Petr. V, 2); prudentemente, sin coacción; espontáneamente, según la voluntad de Dios— el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo». Eso requiere vida de oración, práctica sacramental y conocimiento seguro de la doctrina recta de la Iglesia. Sería bueno conocer, al menos, el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica y el de su Doctrina Social.

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