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Razón de la impaciencia

El conocimiento del tiempo que necesitan todas las cosas para crecer alimenta la paciencia

La verdad es que pensaba empezar hablando de la paciencia, pero me vino a la memoria un pensamiento de Santo Tomás de Aquino o de Aristoteles que insinúa que para dar a conocer una virtud se puede empezar reparando en los daños que produce su ausencia, y así, para fomentar la estima por la justicia, empezar por las injusticias que tenemos delante de los ojos y se pueden ver sin demasiado esfuerzo.

El hombre que conduce en la ciudad sembrada de atascos, y al que, con frecuencia, le sacuden con bocinazos apremiantes otros conductores, parece presa fácil de la impaciencia; la madre que, por fin, ha encontrado a su amiga y su hijo pequeño quiere que deje inmediatamente el teléfono para atenderle a él enseguida; los cónyuges que hacen repetir lo que les dicen su marido o su mujer por sordera incipiente o escasa atención; el amigo que pone reparos con precisiones o matices a cualquier cosa que afirmamos... pueden ser ocasiones próximas para una reacción impaciente.

El mariscal Lyautey, cuando Francia era una potencia colonial, contemplando en Marruecos unas laderas peladas tuvo un pensamiento que confió a su ayudante:

—Podríamos plantar estas laderas de abetos.

Y el ayudante observó: «Mariscal, el abeto tarda treinta años en crecer».

—Treinta años ¿está seguro?

—Completamente seguro.

—Entonces tenemos que empezar a plantarlos esta misma tarde.

Hace poco tiempo pregunté a mi amigo Luis Carrión, que es de Nador, si hay abetos por allí y me dijo que sí.

Un conductor en la gran ciudad, una madre, un padre, una esposa, un marido, un profesor, un hombre cualquiera, no pueden ser protegidos de todas las contrariedades que les acechan; pero a veces la impaciencia está en la concepción misma que se tiene de la vida, y la sociedad viviendo en una conmoción impaciente tiene trastornadas las medidas que hay que aplicar al crecimiento de las cosas.

Vivimos el peligro de que la vida esté intelectualmente subordinada a la economía, y nos expresemos con comodidad hablando de que hay que prescindir del medio y largo plazo para considerar sólo interesantes las metas inmediatas; por ejemplo, en política, donde el medio y largo plazo son decisivos, la importancia de las próximas elecciones, siempre tan cercanas, oscurece el futuro y hace impaciente cualquier consideración de la mayoría de los proyectos, porque la vida de los partidos está zarandeada por los sondeos.

La impaciencia en educación produce planes diferentes con frecuencia, porque se atribuye el fracaso escolar a planes imperfectos y, cuanto más se modifique el plan, mayores garantías hay para alejarnos del fracaso. Cuando yo estudié sexto de Bachillerato (dieciséis años, era más fácil saber la edad del alumno, sabiendo el curso que estudiaba), el plan incluía una asignatura que se llamaba «agricultura» y que me enseñó lo que era un barbecho, cosa útil para un niño que vivía en un puerto de mar. ¿No hubiera sido mejor suprimir esa asignatura y cambiarla por otra más práctica, o ponerla en cuarto año? Algunos padres que quieren que su hijo sea féliz cuanto antes y con las mayores garantías le van preparando desde los dos años enseñándole a leer, equitación o golf, informática... Porque si el niño empieza pronto, su triunfo futuro está garantizado, y un deportista de élite con idiomas es muy difícil que no sea féliz. Cuando volvió del exilio le preguntaron a Ramón J. Sender ¿qué debe hacer Educación para que ningún talento de niño español se pierda? y contestó: «Los niños, que jueguen; no conozco ningún talento que se haya perdido».

El conocimiento del tiempo que necesitan todas las cosas para crecer alimenta la paciencia, porque midiendo cada día el crecimiento del abeto se va pronto a la desesperación.

Y ¿cómo se sabe el ritmo con que crece el amor?¿Qué se puede hacer para acompasar la vida con el verdadero desarrollo del amor? El famoso canto al amor que está en la primera Carta a los Corintios pone a la caridad, el más alto amor, por encima de las campanas y los címbalos; las lenguas de los hombres y de los ángeles y el don de profecía con el conocimiento de todos los misterios y de toda ciencia está por debajo del amor, y amar vale más que trasladar las montañas con la fe o dejarse quemar por las llamas. Los novios, los jóvenes esposos, escuchan estas palabras emocionados, en el matrimonio cristiano. San Pablo, para cantar el más grande amor a Dios y a los demás, echa mano de aspectos muy bellos de la vida. Pero el Apóstol continúa mostrando el apoyo que esa maravilla necesita «la caridad es paciente, (y en apoyo de la paciencia) la caridad es amable, no es envidiosa, es humilde, no es jactanciosa... No se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra con la injusticia, se complace en la verdad.»

Si se escucha a Dios para dar con el fundamento del sentido del vivir, aparecen siempre la verdad y la justicia y su pulso latiendo en la paciencia. Sin Dios es normal que la mayoría de los amores sean de corta duración o que sobrevivan estancados en el aburrimiento o la infidelidad.

Continúa San Pablo en su famoso texto: El Amor (que Dios pone y cuida en la intimidad del hombre) «todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta».

La paciencia se alimenta de esperanza. La fuerza del hombre, tan débil, para vivir está en Dios, que le sostiene en su lucha hermosa y paciente.

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