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¿Qué es creer en el Reino de Dios?
Ahora que hace unos días que entramos en el tiempo de Cuaresma, es bueno reconocer que estos tiempos que corren son difíciles para aquellos que nos consideramos creyentes; para aquellos que nos reconocemos en una cruz; para aquellos que tenemos, en María, a nuestra Madre que nos ampara, nos protege, nos ama. Son, por eso, estos días de este nuevo siglo, del que tan sólo han pasado unos cuantos años, ahora número bíblico perfecto, días de desazón para los fieles católicos o, como poco, cristianos (y hablo, ahora, de Europa, y dentro de ésta, de España, para ser concreto); días difíciles, días de prueba.
Muchas veces, nos sentimos asaltados por un laicismo rampante, que tan sólo quiere aislar a los ahora discípulos de Cristo, agobiados por una mentalidad nihilista que no cree en nada (para creer en cualquier cosa, como diría G. K. Chesterton), por un subjetivismo que valora a todos por igual para que nada de lo verdaderamente importante tenga valor; que sugiere el abandonismo como dando a entender que la fe no vale ni tiene sentido. En fin, que es fácil apreciar que para aquellos que nos llamamos católicos no corren los mejores tiempos. Ésta es la realidad y de esto se ha escrito mucho porque mucho es el daño que se hace con aquello, pero...
Ante esto, ¡qué bien responder con alegría!, ¡qué alegría saberse en la Verdad de Dios!, ¡qué posibilidad tenemos de abrir el corazón de nuestros semejantes!
Porque es obvio que convivimos con muchos que se dicen ateos, aunque quizá no se den cuentan de que su increencia también les es otorgada, si no ésta sí la libertad para optar por ella, y les dada por Dios, el mismo a quien tratan de no tener en sus vidas; con muchos que se llaman agnósticos porque a fuerza de creer en todo no aceptan nada como verdadero porque desconocen su error; con muchos que, incluso siendo, de bautismo, católicos, no tienen verdadera conciencia de lo que esto significa, del tesoro que Dios les ha dado y lo mantienen encerrado en su corazón, con cuatro candados preso, mostrando esa tibieza tan carente de verdadera fe.
Entonces... ¿qué hacer?, ¿cómo comunicar, para que se nos entienda, lo que es creer en el Reino de Dios en este tiempo de conversión?, ¿cómo hacerles ver que con esta doctrina el mundo es mundo y Dios es Dios, que con la Palabra se puede gozar de las aguas de las que Isaías hablaba al nombrar esos hontanares de salvación (Isaías 12,3) por los que suspiramos?, ¿cómo ser esa luz que ilumina sus vidas para que, al menos, puedan verse reflejados en el espejo de Dios y sepan lo que se pierden?
—Mira —podemos decir—, cuando nosotros, los que hemos manifestado nuestra voluntad de ejercer de hijos de Dios y de ser consecuentes con ello, nos damos en algo, aunque sea la más pequeña acción, diminuta flor dejada a los pies de la cruz de Jesucristo, como diría Teresita, también suplicamos a Dios por vuestra salvación, por los que os decís lejanos del Creador y habitáis en los límites exteriores de su Reino, el de aquí, el que trajo Jesús, en su bondad.
Pero, además, cuando oramos, en nuestra plegaría, también recogemos vuestras almas que, aunque ausentes, también son de Dios y llenamos, con nuestras oraciones, las copas rebosantes de los santos del Apocalipsis (Apocalipsis 5,8) que se colman de peticiones por vuestro regreso al seno del Padre o porque encontréis a Su Hijo aunque sea sin buscarlo porque Él sabe hacerse el encontradizo, como en Emaús; cuando nos abandonamos en los brazos amorosos de María, Madre de Dios y Madre nuestra (¿verdad que sí, María?) debéis de estar seguros de que en nuestros ruegos también están vuestros nombres, aunque no los conozcamos, porque os sabemos hermanos nuestros, aunque pródigos o nunca llegados, hijos de Dios aunque alejados; cuando, cuando, cuando...
Y es que esto es creer en el Reino de Dios: es querer repartir el gozo de sentirse dentro de él; es gustar de compartir el yugo; es dar, con humildad, lo que sepamos de los talentos que hayamos aprovechado, de los que nos dio Dios en nuestra concepción, cuando aún éramos un proyecto en el corazón de otros pero una realidad en el de Dios; es mirarse en los ojos de los otros y verse, reflejados, como un hermano lo está en otro, con el que se comunica y siente el mismo aliento, el mismo corazón (uno sólo) y la misma alma (una sola)
Por eso María, que acogió en su seno el requerimiento de Gabriel, facilita nuestro creer en el Reino de Dios porque ella, Madre que comprende al Hijo, hija que se siente Madre, Esposa del Espíritu, pertenece al linaje del Padre y camina, con nosotros, por este valle de luz y esperanza, libres de toda asechanza, gozosos de sabernos en tales manos.
Eso es creer en el Reino de Dios, y a todos se nos es dado, para que nuestra alma se alimente, así, y también, con la grandeza eterna de ese amor, del amor.
Por eso, en este tiempo de caridad donde lo mejor es la entrega al otro, de la forma que sea, porque es hermano nuestro y porque así lo quiere Dios, también ha de ser, sin quizá, el momento preciso de afirmar, de reafirmar, que el Reino de Dios en el que creemos no está reservado a unos pocos sino a todos los que acepten esa realidad tan exacta y tan sublime. Y así, así, poder disfrutar con la misma cruz, que es una forma hermosa de darse (el que quiera seguirme...) como muy bien puso Cristo de ejemplo al ser también, y sobre todo aquí, Maestro.
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