En mitad de la Cuaresma
Ahora que estamos, más o menos, a mitad del camino que recorremos desde el miércoles de ceniza hasta el Domingo de Ramos, quizá sea conveniente pararse, un momento, para decir algo sobre este tiempo tan dado a la reflexión, también sobre su final, y al recuerdo de esos hechos que, ahora, volvemos a celebrar con la misma pasión que entonces, cuando se produjeron.
Como todos, en nuestra vida, tenemos un antes, un durante y un después, en determinados acontecimientos que marcan nuestro paso por este valle no sólo de lágrimas sino de alegría y gozo, también, bien podemos ver en qué nos afecta, a nosotros, la Cuaresma, este tiempo de penitencia sentida, de caridad hacia quiénes no tienen (amor o bienes) con los que defenderse de las asechanzas del maligno y, por último (aunque no por eso menos importante) de fe, de cultivo de esta virtud cardinal, de esa relación sui generis (porque es de cada uno de nosotros con Dios). Y todo eso, por si esto fuera poco, relacionado directamente, atado indisolublemente, inseparablemente unido a la vivencia de nuestro hermano Jesucristo, Hijo de Dios y Dios mismo.
Titula el Santo Padre el mensaje para esta Cuaresma con un texto del Evangelio de San Juan, «Mirarán al que traspasaron». Yo me pregunto cómo miramos al que, con la lanza, rompieron el costado del que emanó sangre y agua, considerada, por los Padres de la Iglesia como «símbolos de los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía» (mensaje citado de Benedicto XVI).
No deberíamos mirarle a los ojos porque su mirada limpia descubriría nuestra, mis, faltas; no deberíamos mirarle a las manos porque su profunda llaga se clavaría en nuestra alma; no deberíamos mirarle a los pies porque las pisadas que nos amaron nos, me, sorprenderían llorando; no deberíamos mirar su costado porque su luz cegaría nuestra, mi, causa. Y vemos sus ojos, y nos sentimos ciegos; y vemos sus manos, y no sentimos tacto de paz; y vemos sus pies, y no sabemos cómo caminar hacia Él; y vemos su costado, y somos como Tomás, con su incredulidad e imaginamos lo que podría querer el Emmnanuel, lo que desearía para nosotros, lo que nos dio. Y entonces pensamos que deberíamos mirarle a los ojos para decirle que lo sentimos porque pecamos, porque pequé, contra Él y contra el hermano, contra su Palabra y contra nuestra vida que es suya y que deberíamos mirarle a las manos para encontrar en ellas esfuerzo, ayuda, ansia; y que deberíamos mirarle a los pies para descubrir, en ellos, camino, lugar, mañana; y que deberíamos mirarle al costado para enjoyar, con su agua, mi mirada y con su sangre nuestro espíritu. Por eso venimos a mirarlo y lo vemos en su Pasión, Cristo hermano, en su Pascua, en su cruz pendente que aún, ahora, no había señalado hacia el cielo, con el madero, hacia la eternidad; con nuestra insignificancia, con nuestra, mi, tibieza, para encontrar el amor, la entrega, ese darle y hacer, con ánimo primero, cierto frente, para encontrar en sus ojos, y en sus manos, y en sus pies, y en el costado abierto de donde mana espera, luz, humildad, sed de Dios, celo por su Palabra...
Por eso no se cansa nunca el corazón que anhela sus signos, por eso venimos, Cuaresma tras Cuaresma, tiempo intermedio en nuestro vivir, Ungido por el Padre, para ser, aunque sea, sombra de tu sombra, su Yo en nosotros.
Vivimos, deberíamos vivir, es necesario que vivamos, un tiempo de espera. Pero no de esperar lo que no se nos puede dar sino en un momento dado a nuestra propia cruz, de la que nos recomendó que lleváramos para seguirlo; vivimos un periodo de contemplación y, sobre todo, de conversión. Si Cristo murió para que nuestros pecados fuesen perdonados y, así, nosotros fuéramos justificados, qué menos podemos hacer que hacer, en nuestro corazón, una gran mudanza. Ya sabemos que lo que quería Jesucristo era, sobre todo, cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne.
Esa conversión, que en nosotros sería confesión de fe, puede consistir en muchas cosas, quizá pequeñas pero importantes, que pueden cambiar nuestras vidas desde el mismo momento que las planteemos.
Esa conversión puede consistir, por ejemplo, en tratar de mejorar nuestro comportamiento con los demás, en perdonar a los que pueden tratarnos mal, a sabiendas o sin querer; en, también aceptar a aquellos que no son como nosotros; en, mirar hacia el infinito queriendo ver, en él, a Dios, y sabiendo que nos espera, enderezando nuestro camino hacia su Reino si es que lo hemos tomado un poco torcido o nos hemos querido salir de él para que cese esa presión que nuestro querer comportarse como cristianos puede suponer. Y tantas cosas por el estilo que, cada uno, conocemos de nosotros mismos.
Es, también, esta mitad de la Cuaresma, tiempo para contemplar aquellos hechos que sucedieron y que culminaron con esa semana trágica y feliz, a la vez, para Jesús y para nosotros. Tratar de conocer, y reconocer, en aquella actuación de nuestro hermano e Hijo de Dios, es aprender de unas actitudes que, seguramente, pueden salvarnos de caer en algunas tentaciones; es dejarnos vencer por su misericordia, por su ansia de perdón, por su voluntad de que no se cumpliese la suya sino la de su Padre que era, no que muriera como lo hizo sino, al contrario, que viviera para la eternidad con ese sacrificio total que supone perdonar a quienes lo ofendían, pedir por quienes lo maltrataban, suplicar por los que lo llevaban a esa muerte, y muerte en cruz. En fin, que Dios, en su sabiduría, quiso, y consiguió de Jesús, que doblegara su, posible, ansia, de venganza por el mal que se le estaba infiriendo, como hombre que era (pues también mostró enfado, por ejemplo, con los mercaderes del templo) y, al entregar en sus manos su espíritu, como expresión última de una voluntad divina, no sólo se dio totalmente a Dios sino, sobre todo, consiguió, para nosotros, para aquellos otros nosotros y para los que hoy, y siempre, confesamos esa nuestra fe, una salvación que no hubieran, ni hubiéramos, conseguido con nuestras solas fuerzas del alma.
Ahora que estamos, más o menos, a mitad del camino que recorremos desde el miércoles de ceniza hasta el Domingo de Ramos, también deberíamos agradecer, a Dios, ese don precioso, ese carisma que determina nuestra vida, esa luminosa semana con la que terminamos lo que empezamos aquel miércoles en que, recordándonos lo que somos nos dijeron lo que deberíamos ser.
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