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Esa marejada de relativismo
Europa exporta relativismo como comerció con las vacas locas. Si todo es relativo, entonces no somos libres. Tampoco podríamos creer. Al aceptar que nuestro juicio es incapaz de trascender los condicionamientos de nuestra cultura, nos declaramos incapaces de elección y por tanto incapaces de libertad. Inevitablemente, el relativismo cultural lleva al relativismo moral. Perdemos el apego a la tradición del pensar desinteresado, al deber de ecuanimidad. Todo es relativo, luego todo vale. Se ha dicho, en consecuencia, que ya no existen grandes relatos, metarelatos. Pero de hecho la Historia, con sus triunfos y fracasos, rebosa de metarrelatos. Lo es el devenir de la conciencia europea, como lo fueron la lucha contra la esclavitud, por ejemplo o la separación entre Iglesia y Estado.
Asombra la facilidad con que la sociedad europea —sobre todo, sus élites— han asumido como absoluta la noción de que las creencias y pensamientos de los individuos deben ser interpretados en los términos de su cultura ambiental: es decir, contextualmente, comparativamente. De ser así, ¿para qué esforzarnos en saber? ¿De qué sirven las universidades y el magisterio de quienes saben hacia quienes no saben? ¿Qué valor tiene la continuidad de una saber y la transmisión de la experiencia? En el fondo, se trata de que sea impracticable defender la universalidad de algunos de los valores que Occidente ha destilado durante siglos.
Se argumenta que todo valor —todo saber— padece el sesgo de su origen, sobre todo si su origen es Occidente. Así no pueden existir verdades definitivas porque la verdad es algo imposible al depender, al ser relativa a su contexto. Una proposición moral no se refiere a verdades universales sino a circunstancias sociales o antropológicas. El inicio del siglo XXI seguramente está siendo el período de máxima impregnación relativista. La teoría desciende desde las cátedras y las grandes tribunas para saturar los presupuestos más elementales de la vida cotidiana. El pensamiento se hace así caricatura pero logra la inmersión de sociedades enteras— la televisión, las costumbres— al relativizar todo y cualquier valor.
Ese relativismo total —totalitario— llevó al filósofo Michel Foucault a propugnar que el hombre, en realidad no existe. No existió casi nunca, solo existió como invención en un período ilusorio que pronto será estricta arqueología. Esa tesis lleva hasta la imposibilidad absoluta del conocer, hasta el punto de negar que la posible existencia —por ejemplo— de una matemática universal. Es decir: el círculo o la aritmética son también relativos, según la cultura que define o cuantifica.
Los tiempos hipermodernos se caracterizan por un relativismo inmoderado y por una moral indolora, según el pensamiento de Lipovetsky. El crepúsculo del deber aligera de responsabilidades o las hace estrictamente superficiales, sujetas a la ejecución del 'zapping' ético, contextualizado y relativista. El psicologismo le puede a la moral. Ya hemos presenciado el hundimiento del carácter. Ahora el relativismo y la atomización generan ansiosas oleadas de inseguridad.
Una cultura antagónica, apéndice del sistema relativista, desestabiliza el afán de Occidente —la pasión y el deber— a la hora de defender su identidad. Es una identidad puesta en duda, corroída y finalmente negada. Desde el momento que Occidente se autocensura sabemos que el relativismo ha ganado más terreno. Para que eso no ocurra, es esencial asumir con claridad que —dice Marcello Pera— existen los hechos y «el-fuera-de-texto», es decir la relativización por el contexto. De ahí una sociedad desvinculada al máximo, envejecida, de tan baja natalidad, narcisista y relativa. De ahí las religiones del todo a cien, del sírvase usted mismo. De ahí la filosofía del Prozac, la intimidad 'on line'. 'Mutatis mutandi', la crisis de los valores cívicos desarticula la fuerza histórica de la democracia. Sin noción de deber, la idea de bien común es obsoleta. Deja de existir la posibilidad de lo verdadero, en la confusión entre pluralismo y multiculturalismo. Europa se despereza constantemente en digestión interminable de sus abundancias. Asume las culpas que le echan encima el tercermundismo y el indigenismo, olvidando sus grandezas y su participación en la trascendencia. Los tiempos hipermodernos se caracterizan por un relativismo inmoderado y por una moral indolora, según el pensamiento de Lipovetsky. El crepúsculo del deber aligera de responsabilidades o las hace estrictamente superficiales
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