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Con el eco de Dios

Ahora que apenas han pasado unos días, escasos, desde que hemos celebrado el denominado Día del Seminario quizá convenga decir algo, por parte de un laico, sobre estos «Testigos del Amor de Dios», los Sacerdotes, para cuando lo sean y ahora que están en camino de serlo.

Con ese lema, entrecomillado, se nos ha llamado a pensar, aunque sea esos dos días, 18 y 19 de marzo, en esas personas que abandonan la vida secular que llevaban para entregar su vida a los demás, esencialmente por Dios.

«Desde el Amor» y «para el Amor» son, digamos, los dos puntos sobre los que se mueve la celebración de la que hablamos, el traer a la memoria la vida de estas personas que, con esfuerzo y entrega, dan todo lo que llevan dentro en bien del Reino de Dios, de éste que vivimos aquí y del que disfrutaremos cuando el Creador lo crea conveniente. Estas expresiones son, por sí mismas, calificativas de su labor.

El día 18 de marzo se presenta, para los creyentes, la parábola del hijo pródigo, más que conocida y más que comentada por muchos cristianos desde que Jesús la pronunciara. Sin embargo, también este día, tan especial para tantas personas (aunque no tantas como la mies del Señor necesita) nos trae unos ecos muy propios de Dios que nos enseña, también ahora, algo del misterio que encierra su Palabra.

No otra cosa que actuar «desde el Amor» es lo que hacen los seminaristas, luego sacerdotes. Desde el Amor (palabra que, como pocas veces, merece ser escrita en mayúscula), apoyados en ese escabel de la caridad abandonan su familia o, mejor dicho, su modo de vida seglar para incorporarse, eso sí, a una familia de cariz especial; a una comunidad universal que sobrepasa, en mucho, las ambiciones propias del hombre pero que, por eso mismo, arraiga en la misma esencia del hijo de Dios.

Actúan desde el Amor influidos por Quien es el destino de su ministerio, sacramentados por la voluntad de Dios que, en Jesucristo, constituyó aquel para bien de la humanidad, para que sus hijos tuviéramos una guía con la que no salirnos del camino que lleva recto hacia su Reino, para que aquellos que somos semejanza suya supiéramos dónde mirar en épocas de dudas de fe, dónde recostar nuestra alma en momentos de necesaria penitencia, dónde poder beber savia del árbol del Padre Eterno.

Desde el Amor llaman a la comunidad católica a discernir lo que es bueno de lo que es contrario a la voluntad de Dios para no incurrir en innecesarios actos que entristezcan al Creador; ayudan a formar un espíritu limpio pues limpia es la fuente de donde bebe su corazón; responden a las necesidades espirituales de quien acude a ellos, con sabio conocimiento solucionan aquello que, para los preocupados, no deja de ser importante; comprometen su ser con entrega y gozo como sólo puede hacer quien contesta desde el Amor.

Son, así, eco de Dios, discípulos que privilegia el Espíritu dándoles esa misión que, tan especialmente, aceptan y vinculando su existir a la Palabra de Quien constituye, crea, da; su bienestar al compromiso contraído; la supervivencia de su alma a la respuesta dada a aquella inquisición de la Tercera Persona trinitaria; su estado natural a la natural querencia de Quien les inspira. Eco, pues, de Dios, desde el Amor como el padre que siempre esperaba el retorno de su hijo, pródigo y perdido para el mundo, hasta que volvió y fue encontrado, liberado de esa pasión por el siglo.

Para el Amor, porque el fin último que buscan es la expresión más certera del eco de Dios. Para el Amor sirven con el sentido preciso de la entrega y el ansia diferida hasta el día en el que han de ser recibidos como ejercientes del sacramento del Orden Sacerdotal, esperados como agua de mayo por comunidades sedientas de las sílabas que salen de la boca del Todopoderoso y esperan sorber, aunque sea gota a gota, la esencia que los años de formación les ha proporcionado.

También para el Amor porque con su testimonio, que les hace «Testigos del Amor de Dios», como reza el lema de este año de nuestro Señor de 2007, nos comunican la experiencia de sentirse tan cerca de Dios como les pueda susurrar el Espíritu y sepan escuchar con esa disposición tan apropiada que tiene quien se dispuso a recibir sus mociones con aceptación plena.

Para el Amor porque viéndolos entregarse por los demás, con esa forma tan propia de quien se da reconociéndose humilde pero válido como instrumento de Dios puesto para el mundo, es más fácil afrontar el difícil camino que llevamos; viendo su felicidad, no sometida a la restricción de la posible tristeza, resulta llevadero el paso que damos en este mundo nuestro que tanta animadversión muestra contra todo lo que sea, o parezca, religioso cristiano (y, como sabemos, sobre todo, católico); volviendo a sentir, con ellos, la eternidad de su ministerio, es, sencillamente, gozoso verse en sus manos espirituales ya que, en ellas, se deposita, para siempre, el perdón y el levantarse de la caída del alma.

Para el Amor sirven. Y sirven como lo hiciera José, padre adoptivo de Jesús, cuyo día celebramos el 19 de marzo, con la fidelidad de quien se sabe elegido por Dios y responde, positivamente, a su requerimiento, por no defraudar la confianza del Creador. Y sirven desde el Amor porque para ellos Cristo es «alimento de la Verdad» (expresión de Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis, concretamente en su punto 2), un alimento con el que llenan su espíritu y con el que nos proporcionan, una vez comprendido y asimilada su savia, el sustento esencial para llevar una existencia verdadera de hijos de Dios.

La vocación es, como sabemos, en definición académica, la «inspiración con que Dios llama a algún estado» y sabemos, también, que es iniciativa del Creador, no nuestra ni de quien sea. En este caso es ese estado es, digámoslo así, el propio de quien transmite su Palabra de forma preferencial y directa. Nosotros, los laicos, los que admiramos la entrega de quienes se entregan, la lucha de los que luchan contra las mareas del mundo, la gracia que han aceptado a pesar del siglo, miramos en nuestro corazón para encontrar, si es posible, al menos, algo de la luz que ellos han visto; al menos, una brizna, aunque sea, de la huella de Dios en sus vidas para, si es posible, imitar su respuesta a pesar de saber, de antemano, que siempre será más tibia, más perfeccionable, nuestra.

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