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Feolencia
Quizás hoy mismo hemos vuelto a percibir ese malestar instantáneo que se produce en nuestro encuentro cotidiano con determinados modos de hablar, vestir, descansar o trabajar. Ese malestar, preludio de la violencia directa, ya sea la del mamporro en los graderíos, la doméstica o la del frío jaque mate político u económico, se debe a lo que podríamos bautizar como feolencia : la violencia concreta que ejerce lo feo, por el mero hecho de estar ahí, contra las personas. Se trata de un tipo de relación, aunque más bien es la negación de la relación, y tiene su impulso más puro en la indiferencia. Se manifiesta en el ambiente educativo cuando a través de las palabras, los gestos, la vestimenta, la disposición de los objetos, etc., se anuncia una falta de respeto, atención o confianza; en la moda cuando con la vestimenta estamos señalando nuestro deseo de ser vistos como cosa, amenaza, provocación antes que como persona; en la televisión cuando se deriva hacia una desconsideración patológica del espectador.
En nuestra posmodernidad entendida como «todo vale», la feolencia es la democracia del mal gusto, la soberanía de la estridencia y el estado de derecho del despropósito. Si todo vale, entonces es que nada vale. Pero no todo vale, ni siquiera para uno mismo, aunque se esté solo en 100 km a la redonda, porque en primer lugar hay una dignidad propia que no se debe violar. Si todo me vale, entonces es que yo no valgo nada, pues me cosifico en maniquí, despojado de cualquier realidad única e irrepetible, disponible cualquier moda o enajenación mental de temporada, en feolente signo de ausencia de personalidad.
Por ejemplo: hay lugares de trabajo profundamente feolentos , en los que la decoración y la disposición mobiliaria se ajustan mejor a algún tipo de híbrido schwarzeneggeriano entre hombre y máquina, que propiamente a las personas. Los mismos modos de hablar también revelan feolencia cuando llegamos a elogiar la laboriosidad de alguien con la exclamación «¡Es una máquina!»: que el apelativo nos resulte tan «natural» es una manifestación de nuestra contradictoria cultura y de una feolencia que maquiniza a las personas: se termina por despedir a la administrativa porque hay un artilugio de última generación que hace lo mismo y está exenta de circunstancias sindicales.
Se constata una vez más que la estética no es inocente, sin ser tampoco una realidad, de entrada, culpable: simplemente es uno de los modos en que las personas nos superamos a nosotras mismas, la posibilidad de hacer brillar algo en frente, para ponernos en camino tras ese brillo.
Pero también podemos encender un fuego fatuo, y finalmente un fuego criminal. Acuérdense de que primero vinieron las películas donde aparecían héroes medio androides, o multidimensionados por un software que se «enchufaban» por algún puerto usb en la axila —o vaya usted a saber dónde—; ahora ya se van formando colas de interesados a la puerta de algún inefable establecimiento participado de ferretería, charcutería y templo cientista.
Una de las raíces de la impunidad de la feolencia es que la fealdad ha entrado en el santuario de las categorías estéticas; no es otra cosa que una opción más. Pero si esto es algo de lo que podemos debatir en el mundo del arte y el cine, en la vida cotidiana se convierte en una trágica trasposición. La fealdad, entonces, pasa a ser feísmo en todos los ámbitos humanos, y goza del derecho de todos los -ismos a ser estudiado, llevado a los museos, mostrado a los escolares. Sin embargo, en una sociedad contemporánea donde —como ha señalado el sociólogo Donati— la identidad se fragua y desarrolla dinámicamente en relación con los otros, lo feo cotidiano no puede dejar de ser feolente, es decir, agresor. Y la primera víctima del feolente es él mismo, porque impide la armonía que necesita como persona.
Dios me libre de hacer algo tan políticamente correcto como proponer una asignatura que llevase el título de Educación contra la 'feolencia'. Y sin embargo, el remedio es principalmente educativo, en su sentido más amplio, personal y comunitario.
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